viernes, 3 de febrero de 2012

Una novela del siglo XVIII

21. Pelea nocturna

Ortega me acompañó al piso para buscar la caja azul del Indiano. Se nos pasó la tarde y gran parte de la noche examinando su contenido. Se nos acabó el vino y echamos mano a una frasca de ratafía que estaba en la alacena desde que Albert me la regalara pocos días antes de irse de Barcelona y cuya existencia había olvidado por completo.
En la caja había varios volúmenes de la Enciclopedia y cartas y documentos y una docena de libros en ediciones francesas e inglesas. Apenas hablamos de Bacon y de la ordenación de temas hecha por D’Alembert y Diderot siguiendo El árbol de los conocimientos humanos del primero, de la polémica que suscitó con los jesuitas el Prospecto de la Enciclopedia redactado por Diderot, de la tolerancia religiosa de la obra que elogiaba a algunos pensadores protestantes y clasificaba la Religión como una rama de la Filosofía, del abandono de D’Alembert cuando el Estado retiró los permisos a los impresores, y poco más. Nos centramos enseguida en el asunto del sueño de Valentí. Ni Ortega ni yo podíamos creer que nuestro amigo se hubiera embarcado en una superchería tan grande. Aunque estábamos de acuerdo en asistir a la tertulia el martes siguiente sólo para ayudar a Valentí.
Cuando, cansados de hablar y de beber, dimos por terminada nuestra reunión, y Ortega, con los tomos de la Enciclopedia (prefirió dejar para otra ocasión las cartas y los documentos, así como los libros ingleses y franceses de la caja azul del Indiano) iniciaba su marcha, se le cayó de uno de los volúmenes de la Enciclopedia una carta reciente escrita de puño y letra del Indiano y dirigida a él. Ortega se agachó para recogerla. Dejó la carga sobre el escritorio y a la luz de la lámpara de aceite que allí había la leyó en silencio. Luego me contó lo más importante de su contenido. Era un agradecimiento y un perdón y una despedida anticipada y un asunto del que prometió hablar largo y tendido en la próxima ocasión.
Eso, la ratafía y el humillo que soltaba el aceite de la lámpara, le arrancaron un torrente de lágrimas. Luego dijo:
--Me voy. Y lo dicho. Seguiremos hablando otro día, que yo ya no puedo más.
Yo tosí dos veces y noté un fuerte dolor en el pecho.
--Y tú necesitas descansar—añadió antes de desaparecer.
Luego me fui a dormir, pero estuve no sé cuánto tiempo sin poder conciliar el sueño. El miedo a un ataque de tos y algunas taquicardias, originadas por el vino y la ratafía, me impidieron descansar. Y cuando al fin parecía que me había quedado dormido, unos ruidos en la puerta del piso me tiraron de la cama a punto de sufrir un paro cardiaco. Encendí una lámpara y me acerqué temblando a la puerta. Arrimé el oído a la madera y esperé conteniendo la respiración.

--Soy yo—dijo asustado al otro lado una voz que reconocí como la de Ortega.
Le abrí sobresaltado.
--¿Qué ha ocurrido? –le pregunté mientras dejaba la lámpara sobre la mesa.
--Es largo de contar. Deja que me siente y descanse los brazos --dejó los volúmenes de la Enciclopedia sobre el escritorio y, sentándose en la silla, respiró algo más aliviado--. ¿Te queda algo de bebida?
Fui a por la frasca de ratafía y le eché en un vaso el culo que quedaba.
--Esto es lo que hay.
Miró el vaso y dijo:
--Espero que sea suficiente –se lo bebió de un trago y chascó la lengua; luego añadió:-- Cuando salí de aquí todo estaba tranquilo en la calle, pero en cuanto di dos pasos noté que dos esbirros me seguían. Me metí en la galería de pintura para despistarlos y al principio pareció que sí. Sin embargo, para cerciorarme de que ya no me seguían, bajé hasta las Atarazanas y me metí en una taberna para tomar algo, aunque ya iba sobrado.
--Para llenar esa piel—dije para romper un poco lo tieso de la situación—necesitas todo el vino del Penedés.
Rió forzadamente y luego siguió contándome el resto de su aventura nocturna hasta la llegada a la taberna de dos hombres, que entraron discutiendo sobre la corrida de los toros.
--Uno decía que era un arte y otro una salvajada. Se arrimaron a la barra y pidieron, sin dejar de discutir, una jarra de vino andaluz, al parecer la bebida típica de la taberna. Perdona, no te había dicho que la taberna la regentaba un oriundo de Sevilla que había adornado la pared del mostrador con imágenes de la Torre del Oro, la Giralda y varias vistas del Guadalquivir entre sotos y arboledas y que no dejaba un solo instante de hablar de su querida tierra con un acento muy acusado. Mientras se bebían la jarra de vino, se cansaron de discutir sobre los toros y la emprendieron con la caja de rapé, y mientras uno decía que con las cajas nacaradas se conservaba intacto el aroma del tabaco molido de su interior, el otro defendía las virtudes de la caja de madera de boj.
Luego pidieron otra jarra de vino y se pusieron a discutir sobre las pelucas. Uno las defendía a gritos y el otro le replicaba diciendo que las pelucas hacen a los hombres parecerse a las mujeres. El primero se ofendió y agarró por la manga a su compañero. Forcejearon un momento hasta que uno de ellos, el más delgado, fue alcanzado por un puñetazo del otro en la cabeza y cayó al suelo como fulminado. El vencedor salió huyendo de la taberna. Nadie se movió de su sitio. Entre el tabernero y yo ayudamos al caído dándole unas friegas en la nuca con agua fría hasta que abrió los ojos. Luego, a duras penas, logró levantarse también ayudado por nosotros y nos tendió la mano agradecido. Le invité a sentarse a mi mesa y se sinceró conmigo diciéndome que siempre andaban su amigo y él discutiendo por cosas baladíes y que las peleas solían acabar del mismo modo, cargando él con los platos rotos. Era ya muy tarde cuando salíamos los dos de la taberna del andaluz y, tonto de mí, me ofrecí a acompañarle a su casa. Y aquí viene lo inesperado. Resulta que antes de llegar al cruce con la calle Hospital, vi en la esquina con la Rambla, apostado al pie de un farol de aceite, a otro hombre que miraba hacia nosotros como esperando alguna cosa. Enseguida sospeché que la pelea, la caída y lo demás había sido una farsa urdida por los dos individuos que me seguían desde que salí de tu piso. Y me separé instintivamente de mi acompañante, que, al verse descubierto me agarró por un brazo mientras esgrimía en la otra mano un cuchillo con intención de clavármelo en alguna parte del cuerpo. Yo no estoy acostumbrado a estos lances, pero en un momento de peligro soy capaz de todo, como cualquier ser humano, y, de un rodillazo dado en salvas sean las partes, di con mi agresor en tierra. Luego eché a correr hacia las callejas más oscuras y, sin mirar atrás y echando los bofes en la carrera, llego hasta tu portal. Lo demás, ya lo sabes.
Acabó Ortega su narración y le pregunté si le habían seguido hasta mi piso sus perseguidores. Me contestó, lógicamente, que no lo sabía, pero de haber sido así ya habrían hecho acto de presencia. Y, con ese miedo dentro de nuestros cuerpos, él, apoyando la cabeza en los brazos sobre el escritorio, y yo, acostado sin desvestirme en la cama, pasamos la noche sin pegar ojo.
Mi amigo se fue nada más despuntar el día y quedamos para el martes en la casa de la señora Milá.

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