21. Pelea nocturna
Ortega me acompañó al piso para buscar la caja azul del Indiano. Se nos pasó la tarde y gran parte de la noche examinando su contenido. Se nos acabó el vino y echamos mano a una frasca de ratafía que estaba en la alacena desde que Albert me la regalara pocos días antes de irse de Barcelona y cuya existencia había olvidado por completo.

Cuando, cansados de hablar y de beber, dimos por terminada nuestra reunión, y Ortega, con los tomos de la Enciclopedia (prefirió dejar para otra ocasión las cartas y los documentos, así como los libros ingleses y franceses de la caja azul del Indiano) iniciaba su marcha, se le cayó de uno de los volúmenes de la Enciclopedia una carta reciente escrita de puño y letra del Indiano y dirigida a él. Ortega se agachó para recogerla. Dejó la carga sobre el escritorio y a la luz de la lámpara de aceite que allí había la leyó en silencio. Luego me contó lo más importante de su contenido. Era un agradecimiento y un perdón y una despedida anticipada y un asunto del que prometió hablar largo y tendido en la próxima ocasión.
Eso, la ratafía y el humillo que soltaba el aceite de la lámpara, le arrancaron un torrente de lágrimas. Luego dijo:
--Me voy. Y lo dicho. Seguiremos hablando otro día, que yo ya no puedo más.
Yo tosí dos veces y noté un fuerte dolor en el pecho.
--Y tú necesitas descansar—añadió antes de desaparecer.
Luego me fui a dormir, pero estuve no sé cuánto tiempo sin poder conciliar el sueño. El miedo a un ataque de tos y algunas taquicardias, originadas por el vino y la ratafía, me impidieron descansar. Y cuando al fin parecía que me había quedado dormido, unos ruidos en la puerta del piso me tiraron de la cama a punto de sufrir un paro cardiaco. Encendí una lámpara y me acerqué temblando a la puerta. Arrimé el oído a la madera y esperé conteniendo la respiración.

--Soy yo—dijo asustado al otro lado una voz que reconocí como la de Ortega.
Le abrí sobresaltado.
--¿Qué ha ocurrido? –le pregunté mientras dejaba la lámpara sobre la mesa.
--Es largo de contar. Deja que me siente y descanse los brazos --dejó los volúmenes de la Enciclopedia sobre el escritorio y, sentándose en la silla, respiró algo más aliviado--. ¿Te queda algo de bebida?
Fui a por la frasca de ratafía y le eché en un vaso el culo que quedaba.
--Esto es lo que hay.
Miró el vaso y dijo:
--Espero que sea suficiente –se lo bebió de un trago y chascó la lengua; luego añadió:-- Cuando salí de aquí todo estaba tranquilo en la calle, pero en cuanto di dos pasos noté que dos esbirros me seguían. Me metí en la galería de pintura para despistarlos y al principio pareció que sí. Sin embargo, para cerciorarme de que ya no me seguían, bajé hasta las Atarazanas y me metí en una taberna para tomar algo, aunque ya iba sobrado.
--Para llenar esa piel—dije para romper un poco lo tieso de la situación—necesitas todo el vino del Penedés.
Rió forzadamente y luego siguió contándome el resto de su aventura nocturna hasta la llegada a la taberna de dos hombres, que entraron discutiendo sobre la corrida de los toros.
--Uno decía que era un arte y otro una salvajada. Se arrimaron a la barra y pidieron, sin dejar de discutir, una jarra de vino andaluz, al parecer la bebida típica de la taberna. Perdona, no te había dicho que la taberna la regentaba un oriundo de Sevilla que había adornado la pared del mostrador con imágenes de la Torre del Oro, la Giralda y varias vistas del Guadalquivir entre sotos y arboledas y que no dejaba un solo instante de hablar de su querida tierra con un acento muy acusado. Mientras se bebían la jarra de vino, se cansaron de discutir sobre los toros y la emprendieron con la caja de rapé, y mientras uno decía que con las cajas nacaradas se conservaba intacto el aroma del tabaco molido de su interior, el otro defendía las virtudes de la caja de madera de boj.

Acabó Ortega su narración y le pregunté si le habían seguido hasta mi piso sus perseguidores. Me contestó, lógicamente, que no lo sabía, pero de haber sido así ya habrían hecho acto de presencia. Y, con ese miedo dentro de nuestros cuerpos, él, apoyando la cabeza en los brazos sobre el escritorio, y yo, acostado sin desvestirme en la cama, pasamos la noche sin pegar ojo.
Mi amigo se fue nada más despuntar el día y quedamos para el martes en la casa de la señora Milá.
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