lunes, 13 de febrero de 2012

Una novela del siglo XVIII


22. Atando cabos

Lo que ocurrió en la casa de la señora Milá me da hasta vergüenza contarlo. Allí estaba, en medio de la reunión, nuestro amigo Valentí, acompañado de un hombre esquelético y cetrino, de manos grandes y ojos pequeños como cabezas de alfiler intentando dormirlo con un péndulo de oro. Sabíamos que había venido de Gerona y había estudiado con Casal, uno de los ayudantes de mi admirado Feijoo. Era una especie de médico rural especializado en enfermedades raras. También sabíamos que había curado a un enfermo mental de Tossa al que había diagnosticado previamente de posesión diabólica. Si el fraile benedictino levantara la cabeza… En fin, que su presencia allí, en la casa de la señora Milá, haciendo no se sabe qué cosas a Valentí para aliviar su mal, nos hizo sospechar a Ortega y a mí que tras toda aquella parafernalia de hipnosis o algo parecido se escondía un fraude de padre y muy señor mío. Por lo visto, el mal de Valentí sólo tenía curación si el hombre esquelético y cetrino de manos grandes y ojos pequeños le quitaba de la cabeza la obsesión que tenía por su amigo Carretero, fallecido en trágicas circunstancias, una especie de sentido de culpabilidad complicado con crónicos dolores de nuca.
Antes de dar por terminada la sesión, el hombre esquelético y cetrino guardó el péndulo y se puso a alabar el trabajo y el significado de los impresores en estos términos:
--En estos tiempos oscuros los impresores se han convertido en los grandes artífices de la cultura que busca la elevación de los valores superiores del hombre y acerca cualquier conocimiento de la índole que sea a aquel que posea verdaderamente el afán ineludible de asumirlo.
Ortega y yo nos miramos con complicidad y sin que pudiéramos evitar una sonrisa. Sonrisa que se disipó al momento cuando vimos que nuestro amigo Valentí se ponía en pie como un autómata y echaba a caminar hacia un cuadro del salón en el que aparecía un montón de libros antiguos. Al llegar a él alargó la mano como para coger el volumen que estaba pintado abierto. Instante que aprovechó el hombre de rostro oscuro y consumido de carnes para soltarnos otra de sus tonterías:
--El libro siempre ha sido el contenedor de la sabiduría superior y del secreto principal del universo. Valentí acude a él en busca de respuestas para el problema que lo confunde. Pero ya las está descubriendo. La sonrisa que aflora a sus labios así lo manifiesta. Luego, quizá mañana, tras una noche de descanso, se levantará como nuevo, con la serenidad completa habitando en su corazón y en su mente.
Luego se acercó a nuestro amigo y le ayudó a volver a su silla. Allí le pasó las manos por los ojos y le pidió que los abriera. Valentí miró a su alrededor como confuso y luego dejó caer sus brazos.
--Es lógico que esté cansado –dijo el hombre mirándonos a todos—y más después de vivir la agotadora e importante actividad que acaban de presenciar.
Dos días después nuestro amigo tuvo una recaída y hubo que ingresarlo de urgencia en el Hospital. Con lo que mi intención de encargarle centenares de copias del manuscrito del Feligrés fiel a su fe para que, una vez repartidas en sitios estratégicos de la ciudad condal, el mundo de la clase social burguesa y alta se enterara de qué clase de gente gobernaba la Iglesia barcelonesa, se quedó en eso. Sólo me quedaba, abusando de las dolorosas circunstancias por las que pasaba mi amigo, jugar la baza de proponérselo en el Hospital.


Y cuando iba a verlo, me encontré a la Viuda Entretenida en la puerta de la galería de pintura de La Canuda. Mejor dicho, fue ella quien me encontró a mí. Noté una mano en mi hombro y al girarme la vi. Salía de la galería de presenciar una exposición de un sobrino suyo al que, de repente, según me dijo ella, le había dado por pintarrajear una docena de lienzos con motivos bucólicos.
--Entre ellos—añadió--, Diana con el arco y las flechas y un ciervo a su lado, Hércules destrozando las fauces de un león, Eurídice subiendo del infierno en pos de Apolo… Pero sin gracia ninguna. No sé dónde ha aprendido a pintar este sobrino mío.
De repente, la luz de su rostro se nubló.
--¿Qué ocurre?—pregunté alarmado.
--Tengo que darte una terrible noticia, hijo mío.
Temí lo peor.
--¿De qué se trata? No me diga que…
--Si estás pensando en eso, así es. Tu madre adoptiva, la señora Grau, lleva enterrada dos días. Y lo más triste es que murió en la más completa soledad. Por lo que veo, nadie te ha dicho nada. Ese malnacido de Dalmau tan cruel como siempre. Y eso que está hecho un guiñapo de persona, esperando de un momento a otro la visita del enterrador. Ojalá hubiera sido él el difunto. ¿Quieres que nos refugiemos en algún sitio para hablar?
--En otro momento, señora. Ahora iba al Hospital a ver a un amigo.
--Cuando quieras. Ya sabes que puedes contar con mi ayuda y mi discreción. Hasta la vista. Y cuídate, hijo. Que tienes un aspecto deplorable.
Se cogió del brazo de una de las amigas de su grupo habitual y partió en sentido contrario, hacia el Portal del Ángel. Y yo me quedé un momento clavado en el suelo, anonadado por la noticia de la tragedia y presa de una indignación sin límites.
Para más INRI, en el Hospital encontré a un Valentí deshecho y delirante que no fue capaz de reconocerme.
A partir de ese día, se desencadenó el resto de los acontecimientos que provocaron mi huida más que precipitada de Barcelona. Primero fue mi artículo sobre la Virgen del Pino que apareció en el Diario con la consecuente amenaza de muerte de que fui objeto por parte de los sicarios de don Matías. Después ocurrió el humillante asesinato de mi amigo Ortega en su propio domicilio y la segunda advertencia que me dejaron escrita los mencionados más arriba. Yo, que ya estaba harto de todo y que la muerte en circunstancias penosas de mi madre adoptiva, la señora Dalmau, me acababa de dar la puntilla, corté por lo más sano y tiré por la calle de en medio. No tenía para entonces mucho que perder: una salud de flor de invernadero había convertido mi cuerpo en una fuente de calamidades mientras que, por otra parte, daba por terminada mi carrera de corresponsal en Barcelona. Así que cogí la carta con la lista inculpadora que tanto había evitado hasta entonces dar a conocer, al menos mientras viviera la señora Dalmau, y la incluí en la que pensaba que sería mi colaboración del Diario, colaboración limitada a denunciar las alevosas muertes de mis amigos causadas por la intransigencia de personas como don Matías, el párroco de Santa Ana, o mi padre adoptivo el señor Dalmau, entre otras, que, bajo el disfraz de un celo exacerbado por preservar la religión católica y el buen nombre de nuestro Rey y de sus instituciones políticas contra herejes y revolucionarios sociales y laborales, se dedicaban a extorsionar y perseguir a gentes honradas que se dedicaban a cumplir con su trabajo cotidiano bajo la sospecha de infringir la moral y las buenas costumbres, cuando ellos mismos no habían dado precisamente buen ejemplo ni en su papel profesional o religioso ni siquiera en el ámbito reducido de su comportamiento personal y familiar, como era el caso de don Matías y el de mi padre adoptivo el señor Dalmau.
Arriesgándome más de lo debido, aunque, como he dicho ya. no me importaba, me acerqué ese mismo día al domicilio de Ortega, que seguía revuelto y abandonado desde que la policía retirara el cuerpo muerto de mi amigo, para conseguir el manuscrito del feligrés fiel a su fe. Todo estaba patas arriba. Pese al desorden y abandono que reinaba allí, comprobé para mi alegría que los secuaces del cura de Santa Ana, en su precipitada y violenta búsqueda, no habían dado con la caja azul del Indiano. Y allí estaba, oculta por la mesa donde mi pobre amigo había hecho gran parte de su vida barcelonesa. En ella seguía el libro de Voltaire con el manuscrito que ponía a bajarse de un burro al párroco de Santa Ana en aquella turbia historia suya con la mujer de mala vida que se había acogido a la benevolencia del Convento de las Hijas Arrepentidas de Santa Magdalena. También hallé entre el manojo de cartas dirigidas al Indiano una del que fuera mi mejor amigo cuando intentaba abrirme paso en mis quehaceres literarios y que tan bien se había comportado siempre conmigo, Albert Comte. Allí estaba su dirección de Madrid y, en caso de verme perdido, buscaría apoyo en él.
Con un equipaje medianamente abultado en el que metí la parte más interesante del contenido de la caja azul del Indiano, cogí un coche de caballos camino de la Corte. Por mi cabeza pasaron velozmente los recuerdos de los momentos más felices vividos en compañía de mis amigos Valentí, Ortega, el Indiano, Albert Comte… Y enseguida los que tenían que ver con mi madre adoptiva la señora Dalmau. Después, los relacionados con mi verdadera familia, mis auténticos padres, mi hermana. Finalmente, vinieron a mi mente algunas imágenes de las monjitas del orfanato y del tiempo que allí pasé hasta que me adoptaron los señores Dalmau i Grau. ¿Es que me iba a morir? ¿Por qué venían ahora aquellos recuerdos del orfanato a consolarme? ¿Qué hubiera pasado si no me hubieran adoptado los señores Dalmau i Grau? ¿Habría sido de otro modo mi vida? El traqueteo del coche de caballos me sacó de esos pensamientos y, a cambio, me provocó un violento ataque de tos que asustó a mis acompañantes. El hombre que iba sentado frente a mí, posiblemente un físico, abrió su bolsa de mano y sacó de él un pequeño frasco y una cucharilla de alpaca. Esperó a que me tranquilizara un poco y luego me ofreció la cucharilla llena de un líquido oscuro y espeso.
--Está prescrito contra los fuertes ataques de tos—dijo--. Tómese ahora esta dosis y otra cuando se acueste esta noche. --Y me dio el frasco con el jarabe; luego añadió:-- Y no deje de ir a un médico lo antes posible.
Le di las gracias. En cuanto a consultar con un médico mi dolencia, ya sabía lo que me iba a decir.
El viaje, largo y pesado, me dejó para el arrastre. Aún así no paré en dos días de hacer mis averiguaciones. Quería dejarlo todo arreglado por si la Parca me cortaba el hilo de la existencia. La primera me llevó hasta la calle Cervantes donde estaba la sede del Diario, un caserón del siglo anterior de dos plantas y un jardín pequeño al fondo del vestíbulo, que, mirado desde fuera, podía parecer la vivienda de un noble venido a menos, y no un lugar que era realmente. Una vez en el vestíbulo pregunté por el Ilustrado de Madrid. El que me atendió me preguntó quién era yo y le contesté mostrándole algunos de mis artículos publicados en el Diario.


--¡Ah!, el corresponsal de Barcelona—dijo con cara de decepción--. Espere un momento aquí, que voy a avisar al dueño de su presencia.
Volvió al cabo de un momento acompañado de un anciano de barbita blanca y ojos achinados, apenas visibles bajo los quevedos que cabalgaban sobre su nariz de judío. Éste me miró fijamente y dijo, tras saludarme con escuetas palabras:
--No debía haber dejado Barcelona sin ponerme unas letras. Ahora aquella ciudad cosmopolita y oscura habrá quedado huérfana de luces, tras la muerte de Ortega y su cobarde huida.
Sus palabras me hirieron en lo más profundo y a punto estuve de censurar su poca consideración con otras palabras más duras, pero pareció leer mis pensamientos y dijo:
--No me entienda mal. Lo que quiero decir es que ahora más que nunca me hacía usted falta allí. A punto estaba de mandarle refuerzos tras la carta que me envió pidiéndome ayuda y esperaba hacerlo después de leer su última colaboración, que, por cierto, ya está en las prensas, aunque esta vez el contenido es de gran envergadura. No necesito explicarle por qué. Pero vamos a lo que me interesa más. ¿Dónde se aloja? Porque debe de estar alojado en algún sitio de Madrid, ¿no?
--He venido directamente aquí del coche de caballos que me ha traído de Barcelona. Pero quisiera decirle algo sobre lo que acaba de decirme de mi última colaboración…
--Ya tendrá ocasión de decirme lo que quiera cuando esté debidamente hospedado. Conozco una posada que no queda muy apartada de aquí y cuyos balcones dan a la Plaza Mayor. La vista desde ella le reconfortará. Su dueño es amigo mío. Preséntese a él de mi parte y descanse hasta mañana. A primera hora irá a buscarle mi ayudante—dijo señalando al que me había atendido--. Y ya veremos qué nuevo destino le busco en la Corte. Ahora retírese a descansar. Hasta mañana.
Y me estrechó la mano por primera vez dando por terminada su intervención.
Con mi equipaje a cuestas eché andar hacia la posada. Dos o tres veces detuve el paso para tomar aliento porque el pecho me hervía de un modo inusual, si bien la tos, a la que temía más que a un nublado, se había convertido momentáneamente en un leve carraspeo que me convertía en una gallina que acababa de poner un huevo. Nada más llegar a la Plaza Mayor, topé con un mozo de ciego que preparaba con su amo los bártulos para cantar una de esas canciones que narran crímenes de descuartizamientos que tanto gustan a la gente simple y vulgar. Le pregunté por la posada que buscaba y me indicó con gestos el lugar exacto de su ubicación.
La escalera de acceso olía a col que tiraba para atrás. La subí con gran esfuerzo y al llegar a la puerta, toqué la campanilla que colgaba a un lado. Me abrió un hombre grueso y colorado que se quedó esperando a que recobrara el resuello. Conseguido a medias éste, cambié con el hombre dos palabras, las precisas para presentarme de parte del dueño del Diario, y tras dejar el equipaje en la habitación que sería mi nueva vivienda a partir de entonces, le pregunté al posadero si estaba lejos la dirección que figuraba en la carta de Albert Comte. Por las indicaciones que me dio, deduje que la morada de mi amigo se encontraba no muy lejos de allí, a espaldas del Teatro de los Caños del Peral. Y allí fui con la esperanza de abrazar a mi viejo amigo y llevarme una alegría en medio de tanta tristeza e infortunio.


Pero no fue así. El criado que me abrió la puerta me comunicó que ni el señor ni la señora estaban en casa y que no volverían hasta pasado el domingo. Escribí en el vestíbulo una breve nota diciéndole que acababa de llegar a Madrid y dónde estaba alojado, para que el sirviente se la entregara cuando volviera. Luego, mohíno, regresé a la posada y me tumbé en el lecho dispuesto a dormir de un tirón hasta el día siguiente. El hambre que sentía no era nada al lado de la enorme fatiga que me había dejado el cuerpo sin apenas fuerza para abrir de nuevo los párpados. Y dedicando un dulce recuerdo a mi madre adoptiva, desparecida en tan trágicas circunstancias, y esperando que con la llegada del nuevo día mi destino en Madrid me hiciera olvidar los malos tragos de Barcelona, con la satisfacción añadida de que había cumplido con mi obligación al denunciar la traición y la mala vida del señor Dalmau y el cura de Santa Ana al frente del grupo formado por el señor Figueras, el señor Ezquerra y los demás, me abandoné en brazos de Morfeo

No hay comentarios:

Publicar un comentario