lunes, 3 de octubre de 2011

Una novela del siglo XVIII


13. La marcha de Albert

Después vino un tiempo de lluvias y de trabajo incesante, de ir de acá para allá en busca de la vida verdadera que latía en las calles, de visitar bibliotecas, conventos, hospitales, exposiciones de pintura, tertulias de poca monta. Un día, al salir de una de ellas en la Rambla, me pareció ver que dos hombres me miraban atentamente desde una esquina iluminada por la turbia luz de un farol de aceite. Fue sólo un momento, pero al entrar en Puertaferrissa y torcer en Petritxol, mientras recordaba una vez más la imagen y presencia de mi madre adoptiva, los volví a ver. Atemorizado, di la vuelta a la iglesia de Nuestra Señora del Pino para intentar despistarlos, y camino de la Catedral comprobé para mi tranquilidad que no había rastro de ellos por ninguna parte. Durante algunos días no se me borró de mi cabeza la imagen de aquellas dos personas siguiéndome ni el miedo de mi corazón.
Hasta que llegó el momento triste de la marcha de Albert a su nuevo destino. Ese sentimiento de melancolía sustituyó a los demás. El día que se iba, estábamos Valentí, Ortega y yo en su piso para despedirle y todos teníamos caras compungidas.
--Que no me voy a América-- dijo nuestro amigo con una sonrisa y un gesto de calma--. El tiempo pasa volando y antes de que todos nos demos cuenta volveremos a estar juntos y a charlar de nuestras cosas.
Camino de la diligencia que lo llevaría fuera de Cataluña, tuvo conmigo otro gesto de generosidad que me conmovió. Me mostró la llave del piso y me dijo:
--Puedes seguir viviendo en el piso el tiempo que quieras.
Entonces Ortega intervino para aconsejarme:
--Es mejor que no te quedes en él después de lo que dijiste el otro día.
Se refería al hecho del seguimiento a que me sometieron días atrás aquellos dos hombres. No se lo había dicho ni a Valentí ni a Albert para no inquietarles.
--Perdonadme que no os lo dijera antes, pero es que no deseaba añadir a vuestras preocupaciones una más. Tengo la sensación de que me están siguiendo hace algún tiempo.
Valentí y Albert me preguntaron a la vez:
--¿Quién te sigue?
Les contesté intentando en vano quitarle importancia al asunto:
--Creo que es alguien que tiene que ver con el señor Dalmau o con don Matías, el cura de Santa Ana.
Albert preguntó:
--¿El asunto de la Biblia?
-- Posiblemente.
Valentí dijo:
--Entonces es mejor que sigas el consejo de Ortega.
El aludido retomó la palabras:
--Es el momento de que busquemos un piso de aquellos que te dije hace un tiempo, ¿recuerdas? Uno pequeño, tranquilo y bien escondido en el Raval.
Asentí:
--Sí, tal vez eso sea lo mejor.
A punto de subir Albert al carruaje de caballos que lo separaría de nosotros durante una larga temporada, me dijo:
--Toma la llave del piso porque la necesitarás para coger tus cosas si quieres cambiarte ya de domicilio. Luego se la das a Valentí.
Luego se dirigió a todos:
--Sabréis de mí por medio de Valentí, a cuya imprenta mandaré mis cartas como si fueran artículos y legajos para imprimir. Así no despertarán sospechas.
En ese momento el aludido sacó de su mochila tres ejemplares de Manon Lescaut y nos entregó un ejemplar a cada uno mientras decía:
--Lo prometido es deuda. ¡Ah! y cuidad de que los energúmenos reaccionarios de la religión no averigüen que tenéis en vuestro poder tanta “depravación disfrazada”.
Albert subió a la diligencia y, sentado al lado de la ventanilla, nos enseñó el libro y dijo:
--No podía tener mejor compañía para mi largo viaje.

Cuando la diligencia partió con nuestro amigo rumbo a tierras lejanas, Valentí se despidió: tenía trabajo en la imprenta y debía atender a un joven de su pueblo que traía noticias de su padre. Quedé con él para la tarde.
Ortega y yo salimos a la Rambla y bajamos hacia el mar durante un buen trecho. Luego torcimos a la derecha hacia el Raval por una calle sucia y maloliente, por cuyo centro corrían aguas residuales. De los portales salían y entraban gentes mal vestidas y descaradas que se hablaban a voces unas a otras. La dejamos atrás y entramos en una más limpia y silenciosa. Entonces Ortega me dijo que allí conocía un piso que me iba a venir muy bien para lo que yo necesitaba y por un precio de alquiler que se avenía bien con mi bolsillo. Añadió:
--Si quieres, podemos verlo ahora y regatear sobre el precio con el casero.
Acepté y, tras ver el que sería a partir de aquel día mi nuevo domicilio y cambiar unas palabras con el casero, quedé con éste en mudarme al día siguiente. Luego Ortega se despidió también: tenía que hablar con un futuro suscriptor del Diario y luego recoger la correspondencia de Madrid.
Comí sin ganas donde el Indiano y luego pasé por el piso de Albert. Eché una ojeada entre nostálgica y esperanzadora a aquellas cuatro hospitalarias paredes y me puse a leer con ansia el Manon. Enseguida empezó a gustarme el estilo de Prévost, ameno, eficaz, directo, evitando las descripciones extensas y yendo directo al meollo de la cuestión. Me convencí de nuevo que el empleo de la primera persona da mucho juego y tanto sirve para la narración como para la reflexión. Me enganchó tanto la lectura que se me pasó parte de la tarde sin darme cuenta de que tenía que hacer otras cosas. Luego hice un paquete con todo lo que me iba a llevar al nuevo domicilio el día siguiente y, tal como habíamos quedado, salí a la calle para encontrarme con Valentí en su imprenta.
De camino, me di una vuelta por la zona donde estaba mi nuevo domicilio y me gustó. Y cuando volvía hacia la Rambla para cruzar al otro lado, me encontré al casero que volvía con la cesta del mercado. Me saludó muy cortésmente y luego me dijo que había hecho muy bien en quedarme con el piso y añadió:
--Aunque si quieres más tranquilidad aún para tu trabajo, poseo otro piso, un poco más pequeño que el anterior pero mejor situado y con más ventilación y más barato.
Le contesté que siempre venía bien contar con otra opción por si la primera fallaba. Pero que de momento me quedaba con el piso apalabrado. Y nos despedimos hasta el día siguiente a media mañana.
Cuando llegué a la imprenta era casi de noche. Valentí había encendido varias lámparas de aceite para acabar un trabajo entre social y político que debía presentar en la censura al día siguiente. Me acordé de don Matías, que desde el púlpito y con claros tonos políticos combatía con soflamas propias de fray Gerundio cualquier evento que tuviera que ver con la menor reforma o revolución en los más diversos asuntos.
La persecución de tales publicaciones partió del primer rey Borbón que en 1745 prohibió la publicación de todo libro que tratase de materias de Estado o de Gobierno y que los siguientes poco cambiaron, salvo nuestro rey Carlos, bajo cuyo gobierno el Consejo de Castilla centraliza la censura preventiva, según la cual, una vez recibidos y valorados los manuscritos por un censor especializado, el Consejo dictamina su decisión de dar la licencia de impresión, aconsejar cambios o simplemente denegar el permiso. Aunque según Valentí eso es la teoría, porque la práctica y los trucos para burlar la censura estaban a la orden del día y de las circunstancias, con la ayuda de ciertas personas con poder que con favores y prebendas se saltaba a la torera cualquier ley.
Junto a Valentí estaba un hombre alto y fornido como un roble. Me lo presentó como un amigo de la infancia y paisano del pueblo, carretero por más señas. No sé si se llamaba Carretero o se dedicaba a arreglar carros en el pueblo, que nunca se lo pregunté a Valentí y nunca más salió a relucir en nuestras conversaciones el asunto. El caso es que le di la mano y casi me la estruja con la suya, una mano grande y poderosa como una zarpa de oso. Le pregunté a Valentí por las cosas de su padre y me contestó que nada habían cambiado, que los labradores pobres están y estarán siempre sujetos a los abusos de los funcionarios locales y los ricos.
Después de cerrar la imprenta, me comprometí a acompañarles al teatro donde representaban El villano en su rincón, de Lope.
Me hizo mucha ilusión volver a ver a aquel labrador feliz en su vida campestre, que evita visitar la Corte para no contaminar su apacible existencia, siguiendo el dictado de Horacio: “Beatus ille qui procul negotiis.” Mientras veía en escena a Juan Labrador declinar la invitación de visitar al Rey de Francia, pensaba en qué habría ocurrido si Lope hubiera situado su acción dramática en España. Aún así, me parecía mentira que no hubiera ningún reaccionario exaltado en el teatro arremetiendo contra el autor de Fuenteovejuna. Y mirando a mi alrededor, descubrí en un palco apartado a la señora Grau acompañada de la Viuda Entretenida. Casi me da un vuelco el corazón. Ambas mujeres miraban con atención al escenario y yo no pude por menos de recordar otros tiempos felices en que yo mismo acompañaba a mi madre adoptiva a lugares como el presente.
En el descanso, vi que mi madre adoptiva se quedaba muy pensativa y quieta en su silla mientras su amiga salía a buscarle un refresco. Esta vez me hice el encontradizo y saludé a la Viuda Entretenida cuando, portando una bebida, regresaba al palco que ocupaba con la señora Grau. Se alegró mucho de verme, y lo primero que hizo fue decirme que mi madre estaba allí.
--Ya la he visto-- dije.
-- ¿Y no quieres cambiar con ella siquiera unas palabras?-- me preguntó con tono recriminatorio--. Estamos las dos solas. Quiero decir que el señor Dalmau no ha venido al teatro.
--Es mejor que no. Seguramente recordaría lo mal que me he portado con ella y se llevaría un disgusto.
--¿Al menos quieres que le diga que me has visto y me has dado recuerdos para ella? Eso le hará mucha ilusión. Y más en los momentos que está viviendo la pobre.
Preocupado por lo que acababa de oír, le pregunté:
--¿Le pasa algo? He visto que estaba muy pensativa en el palco.
La Viuda Entretenida me explicó:
--El señor Dalmau la engaña con otra mujer y su engaño es de dominio público entre las familias de su entorno, con lo que la vergüenza que está viviendo tu madre la mortifica enormemente.
Yo ya lo sabía desde aquella ocasión en que sorprendí por pura casualidad la conversación entre él y el señor Casamitjana, y así se lo dije mientras por dentro me devoraba una rabia salvaje.
No se extrañó al oírme y añadió:
--Y a esa desventura se le une la terrible enfermedad que padece su naturaleza femenina. Anda de médicos, pero todos le han dicho que sólo un milagro puede salvarla.
Antes de despedirme de la Viuda Entretenida, le dije con lágrimas en los ojos que le dijera a mi madre adoptiva que siempre la había querido y siempre llevaría su buen nombre en mi corazón. Añadí:
--Pídale, de mi parte, que me perdone.
--¿Qué te perdone? Ya lo ha hecho, hijo-- me respondió antes de desaparecer hacia el pasillo de los palcos--. Ya lo ha hecho.
Regresé a mi butaca tosiendo y temblando y prometiéndome a mí mismo no hacer nunca nada que pudiera molestar a mi madre adoptiva. Valentí me preguntó qué me pasaba. Le contesté:
--Acabo de volver al pasado.
Mi amigo sonrió y dijo:
--El ambiente, la obra, los versos de Lope te han impresionado de verdad.
Asentí mientras notaba que las lágrimas luchaban por salir corriendo de mis ojos.
De vuelta al piso, me acompañaron un buen trecho Valentí y el carretero y, al cruzar la calle del Carmen, este último, tras mirar a un lado, nos dijo que alguien nos seguía desde el teatro y acto seguido añadió:
--Seguid caminando como si tal cosa, que yo le espero en este portal para darle loa bienvenida.
Le obedecimos hasta que a nuestras espaldas oímos el barullo de una pelea. Valentí y yo nos giramos a la vez y vimos cómo el carretero tenía al otro individuo en el suelo tendido, inmóvil. Le estaba presionando la espalda con las rodillas y le rodeaba fuertemente el cuello con uno de sus poderosos brazos mientras que con la otra mano sujetaba las del caído. Nos acercamos y oímos su fatigoso respirar. Me agaché para preguntarle por qué nos perseguía y quién le había mandado hacerlo. Como guardaba silencio, el carretero apretó aún más el cuello del caído.
--¡Responde, bichejo!-- le exigió.
Los resuellos seguían. Valentí le pidió a su paisano:
--Aligera la presión. A ver si es que no puede hablar.
Obedeció. Yo insistía:
--¿Quién te ha mandado seguirnos? ¿Es don Matías?
El individuo respiró aliviado y luego dijo con voz temblorosa:
--Si hablo, soy hombre muerto.
El carretero apretó, mientras le decía:
--Y si no lo haces, también. ¡Responde a la pregunta que te acaban de hacer!
Pero el hombre no respondió, sino que soltó un resoplido extraño y dejó de forcejear. El carretero soltó su presa y dijo mientras se incorporaba:
--Este bichejo se ha desmayado.
Valentí se agachó y le tocó el cuello.
--Mucho peor-- dijo levantándose y animándonos a desaparecer--. Ha nuerto. Vámonos de aquí, antes de que pase alguien y nos encuentren en esta situación.
Más tarde, a solas en mi piso, fui al cajón donde guardaba la carta conspiratoria y, mientras la observaba sin ninguna curiosidad, recordé la promesa que me había hecho a mí mismo en el Teatro sobre no hacer jamás ningún daño a la señora Grau. Y pensé que si daba a conocer la carta posiblemente su marido se vería involucrado en un asunto de consecuencias irreparables para él y, de carambola, para ella. Por otro lado, pensé también que si, como me había dicho la Viuda Entretenida, el señor Dalmau la estaba engañando y por ello causándole un daño insufrible, en último término la sacaría a la luz en el Diario o en cualquier otro medio. Estaba en un dilema y como consecuencia no pegué ojo en toda la noche.

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