viernes, 21 de octubre de 2011

Una novela del siglo XVIII

14. A propósito de Manon Lescaut

Al que no le fueron bien las cosas fue a Valentí, mejor dicho a su imprenta, que de la noche a la mañana apareció incendiada, apenas una semana después de que nos entregara los ejemplares de Manon Lescaut a Ortega, Albert y a mí. Enseguida pensamos que había sido obra de don Matías, el cura de Santa Ana y sus secuaces, aunque las “pesquisas” de las fuerzas del orden y defensores de la ley achacaron el incendio a un simple accidente laboral y hablaron de una ventana abierta en el cuarto contiguo al taller, del viento que había soplado la noche anterior y de una lámpara de aceite que debía estar mal asentada. El caso es que debido al papel almacenado allí y al material altamente combustible, como libros y cajas de cartón, el fuego se extendió rápidamente y arrasó todo lo que encontró a su paso, destruyendo de golpe las ilusiones de colaborar con la cultura y la libertad de expresión y el modo de ganarse la vida de Valentí. Éste cayó en una postración que daba pena verla y decidió irse una temporada al pueblo de su padre a curarse del disgusto tremendo que se había llevado. Carretero le echó en cara su reacción y le dijo que no reconocía en él al luchador que siempre había sido. Y añadió contundente:
--Si tú no haces nada, lo haré yo. Iré a Santa Ana, tiraré si es preciso del púlpito abajo a ese cura criminal, lo llevaré arrastrando hasta las cenizas de tu imprenta y se las haré tragar.
Trabajo nos costó en ese momento a Valentí y a mí convencer a Carretero de que sin pruebas nada podíamos hacer y menos tomarnos la justicia por nuestra mano.
La cuestión fue que Valentí, apenado por lo sucedido, desapareció de Barcelona y estuvo ausente todo el invierno, mientras nosotros, me refiero a Ortega y a mí porque el carretero desapareció también, seguimos dedicándonos a lo nuestro. Por mi parte, decidí preparar para el Diario un artículo defendiendo la libertad de expresión y condenando ciertas prácticas delictivas llevadas a cabo para cercenar aquélla, citando los dos casos ocurridos con la librería del señor Viçens, en el que el librero encontró la muerte, y con la imprenta de mi amigo Valentí. Hablé de sus personalidades y de la labor encomiable que hacían para llevar al gran público la cultura y la literatura sin ningún impedimento.
Además releí la Manon con papel y pluma a mano y escribí un pequeño ensayo sobre las tonterías que se habían dicho y escrito aquí en España sobre la novela por las gentes más reaccionarias del país.
Es una lástima que Manon Lescaut, novela que el abate Prévost publicó por primera vez en 1731 en Ámsterdam con el título Historia del caballero Des Grieux y de Manon Lescaut, se viera rodeada de escándalo y prohibida durante un tiempo por la Inquisición, ese flagelo de libertades y guadaña de existencias comunes. Porque se trata de una obra ejemplar que todo bien nacido, intelectual y libre debe leer. Prévost, temiendo las consabidas críticas que la novela suele recibir como una colección de fantasías, aventuras y personajes extravagantes, se curó en salud planteó su novela como si se tratara del último tomo de sus Memorias de un hombre de calidad, como una historia, haciéndola aparecer como un relato fidedigno que el protagonista de los hechos, el caballero Des Grieux, narra al hombre de calidad. Es más, leyendo la novela, me ha hecho pensar en la propia vida de Prévost. Sin ir más lejos, Manon se parece mucho a aquella mujer holandesa llamada Lenki, de la que el abate anduvo perdidamente enamorado, y Prévost al caballero Des Grieux pues los dos nacen en el seno de una familia honorable, se forman con los jesuitas y hacen el noviciado, tienen temperamento fuerte, viven aventuras escandalosas y acaban volviendo al buen camino. Sea como fuera, la novela es una historia de amor entre dos personas muy jóvenes, de las cuales el personaje central es Des Grieux, que narra lo que pasa y cuya presencia es constante hasta más allá de la desaparición de Manon; es un joven de buena familia, estudioso, muy tratable y cortés, pero que, cuando conoce a Manon en el patio de una venta, olvida todas esas cualidades y se deja arrastrar por una pasión que le causará terribles consecuencias. Y es ella, Manon, una chica de quince años, recatada y adorable, de mirada triste porque va enviada a un convento, quien transforma radicalmente la personalidad de Des Grieux. Ambos se enamoran perdidamente el uno del otro, y es ese amor el que, a lo largo de la novela, los convierte en dos seres envilecidos. Él se hace jugador y fullero para conseguir el dinero que le pide su amada, y acepta que ella juguetee con viejos verdes con tal de que le siga amando, y se embarca en robos que lo llevan a la cárcel. Y no acaba ahí la vileza de Des Grieux, que hace que su mejor amigo Tiberge le ayude en la fuga de la prisión, se gana la confianza del superior de Saint-Lazare, a quien acaba traicionando, y en la fuga mata a uno de los guardias. Todo para ayudar a escapar a Manon, que se halla cautiva en Salpêtriere. Y si el enamorado es así, la enamorada no le va a la zaga en envilecimientos. Es coqueta, codiciosa de lujo y placeres, y como Des Grieux no puede proporcionárselos, los busca, y, unas veces con el consentimiento de su amado y otras sin él, engaña a varios hombres entrados en años para que le den regalos y dinero a cambio de sus favores, aunque en el fondo sigue queriendo con locura a su amado, quien llega a decir de ella que es “liviana e imprudente, aunque recta y sincera”. Entre ellos se halla Tiberge, piadoso, serio y responsable que hace de verdadero ángel custodio de Des Grieux y llega a viajar a América cuando de allí recibe una llamada de auxilio de éste. Pero lo más importante de la novela para mí no es todo ese cúmulo de acciones que llevan a cabo los dos amantes, sino la simpatía que despiertan en el lector, debida al amor que sienten uno por otro. Todo cuanto realizan, malo o bueno en la novela, tiene como motivo el amor, que es siempre noble, aunque la conducta sea reprobable. Prévost ha tenido la sabia destreza de describir todo tipo de acciones deshonestas cometidas por los dos jóvenes enamorados, horribles muchas veces, pero que en ningún caso estropean la integridad y la inocencia de los protagonistas. Si Manon se prostituye, nunca llega a entregar su cuerpo, y si Des Grieux hace trampas, roba y hasta mata, en el fondo no es un criminal, y todo se debe a que el amor puro que se profesan uno al otro lava todas sus faltas, aunque en el caso de él a estas faltas se añade su sentido de culpabilidad, la idea de pecado que su amigo Tiberge le recuerda una y otra vez. Pero Des Grieux cree que está predestinado a amar a Manon y a sufrir hasta sus últimas consecuencias a causa de ese amor, pues cuando ya se hallan en América los dos enamorados y deciden ambos llevar una vida honesta, la fatalidad se ceba con él con la muerte de Manon. Ni Manon ni Des Grieux son culpables de sus acciones porque la única intención que les mueve a hacerlas es el amor. Además, el desenlace de la novela encierra una gran lección moral pues Manon se arrepiente de su pasado y los dos amantes se disponen a comenzar una nueva vida casándose. Desenlace que señala que la felicidad es un espejismo que se desvanece cuando se cree alcanzarlo. Aún así, Des Grieux no se somete a la desesperación, sino que vuelve a Francia dispuesto a modificar su vida, con estas palabras: “El cielo me iluminó con la luz de su gracia y me inspiró el deseo de regresar a él por el camino de la penitencia.” Viviendo así de acuerdo con los principios morales y religiosos que sus padres le habían inculcado de niño.

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