martes, 31 de octubre de 2023

DE MIEDO Relato del día

 





“Lo he pasado de miedo”, dijo riendo el payaso al salir de la barraca de feria en la que una hora antes había subido al Tren del Terror. Un grupo de esqueletos lo esperaba al final de la escalera, ansiosos de viajar en el famoso tren. El payaso, antes de bajar los escalones que lo separaban de la calle en la que se levantaba la barraca de feria, dijo sin dejar de reír: “Si queréis que os cuente lo que ahí dentro he gozado…” El que parecía llevar la voz cantante de las osamentas humanas le cortó en el acto gritando en nombre de todos sus congéneres: “Ni se te ocurra. Nosotros nos bastamos solos para disfrutar de lo que ahí dentro nos aguarde sea lo que sea. En nuestro estado ya nada nos puede sorprender. Y hazte a un lado, que ya nuestras ansias no aguantan más tiempo.” Y girándose hacia sus colegas añadió: “¿verdad, muchachos?” Un grito ensordecedor brotó de los desencajados y huesudos maxilares de los presentes: “¡Síííííí…!” 



El payaso obedeció y los esqueletos entrechocando sus huesos unos con otros subieron la escalera de la barraca de feria e irrumpieron en su interior profiriendo alaridos propios del mundo de Hades. Mientras, ya en el suelo de la calle, el payaso, mirando hacia el hueco oscuro de la atracción del Tren del Terror, comentaba en voz alta: “Ni en la soledad y el silencio, ni en la humedad y el hedor del misterioso reino de la muerte que acaban de abandonar esos infelices podrán hacerse una idea de lo que ahí dentro van a vivir.” Y se fue calle abajo riendo a mandíbula batiente.



En ese momento el Tren del Terror se detenía en el andén donde el grupo de esqueletos esperaba su llegada. La máquina que tiraba del vagón no llevaba maquinista y el vagón abrió su única puerta mostrando en su interior, sentado en el banco frente a ella, a un viejecito con gafas negras que llevaba cupones de lotería colgando del cuello de una gabardina que se caía a jirones  sobre el piso agrietado del vagón. Los esqueletos, a un gesto del jefe, entraron y rodearon al viejecillo dispuestos a pasárselo bien a costa suya incluso remedando si fuera preciso una danza de la muerte de su especialidad. Pero antes de que ninguna de las osamentas humanas hiciera el menor gesto, el viejecito de los cupones de lotería abrió la boca que resultó ser una gran boca roja sin dientes y de la cual surgió una lengua blanca y delgada como un gusano de seda que se alargó en décimas de segundo hasta colarse por la cuenca de un ojo del cráneo del esqueleto más cercano, el cual, espantado por el sobresalto recibido, se retiró hacia atrás derribando en su movimiento a los esqueletos que estaban junto a él. 



Como si fueran bolos abatidos en un juego quedó en el suelo del vagón un montón de tibias, radios, húmeros, peronés, cúbitos, costillas,  fémures, etcétera, y al pie del montón cuatro calaveras aún moviéndose como si fueran las ufanas pelotas que los acababan de derribar. 

Ante el estupor que estaban viviendo los esqueletos que permanecían aún enteros, el viejecito adoptó la posición original y se dirigió al conjunto de huesos en un tono conciliador: “¿Es que mi hijo el payaso no les ha advertido de lo que aquí ocurre?” El jefe levantó las falanges del dedo índice de su mano derecha como pidiendo turno para hablar. El viejecito se quitó las gafas oscuras y lo miró con dos ojos blancos que tenían pupilas rojas como rubíes que despedían destellos. “Usted debe ser el mandamás de este saco de huesos”, dijo, “y que seguro ahora va a empezar a proferir excusas y quejas propias de un niño pillado en una falta, ¿verdad?” El aludido bajó el cráneo dos o tres veces antes de decir con voz temblona: “No le dejé que nos lo dijera.” 

El viejecito volvió a ponerse las gafas oscuras, a través de cuyos cristales podían verse, sin embargo,  con toda claridad sus pupilas destellantes. “¡Aquí tenemos a un esqueleto sabihondo!”, dijo. “Lo que faltaba.” 

En ese momento las resquebrajaduras del suelo del vagón se abrieron hasta engullir el montón de huesos y los jirones de la gabardina del hombrecillo, que, imperturbable continuó hablando: “¿Usted no sabe lo que es morir dos veces? ¿Ha visto lo que les ha pasado a sus compañeros? Ahora andarán sus huesos intentando recomponer el rompecabezas de sus respetivas osamentas, y sus fantasmas y espectros enloquecerán de rabia sin saber dónde ni a quién asustar. Pues a usted le puede pasar lo mismo si la suerte no se pone de su parte.”  

El jefe de los esqueletos pareció entrever en la última frase del viejecito un resquicio de esperanza porque enseguida volvió a levantar las tres falanges de su dedo anterior. “Hable, dijo el viejecito, pero hable poco y bien.”  Y el esqueleto dijo: “¿Puedo hacer algo para que la suerte se ponga de mi parte?” El hombrecillo se descolgó del cuello de la gabardina la tira de cupones de lotería y pidió a su interlocutor que escogiera uno. 

El esqueleto tomó entre sus sarmentosas manos la fila de cupones  y los examinó durante unos segundos hasta dar con un número que le pareció que estaba muy relacionado con su vida, y acto seguido lo señaló diciendo: “Escojo éste”.

El viejecito lo extrajo de la tira y se lo entregó mientras decía: “Sublime elección.”

Justo entonces la puerta del vagón se cerró dando un golpe terrible y el Tren del Terror arrancó con un ruido infernal de hierros y maderas.

Desperté, di la luz para echar un trago de agua al vaso de la mesilla de noche, apagué la lámpara, volví a dejar la cabeza en la almohada y esbozando una sonrisa me dispuse a dormir de nuevo alojando en mi mente una idea que pensaba llevar a cabo en cuanto me levantase al día siguiente.

En efecto, nada más ducharme, fui al armario y antes de vestirme cambié el disfraz del año pasado por el otro. Luego salí a desayunar al bar de siempre y la camarera, disfrazada de gata, me sirvió el chocolate con churros mientras me preguntaba: “¿Irá esta noche al baile de máscaras?” Le respondí asintiendo con la cabeza mientras le daba al desayuno. “¿Llevará también el vestido de esqueleto?” Negué y añadí: “Este año me toca ir de payaso. Espero que me conceda usted algún baile,” 



La gata movió los bigotes con un mohín gracioso y se fue a servir al cliente que acababa de entrar en el local.

Ya en la calle, seguí caminando hasta la administración de lotería. Allí estaba el empleado de siempre que enseguida me dijo sorprendido: “¡Cuánto tiempo sin verle por aquí! ¿A qué se debe esta circunstancia, si puede saberse?” “Vengo buscando un número”, le respondí; un número especial, un número que creo que me va a dar mucha suerte.” 

El empleado, que porta siempre gafas oscuras, me preguntó: “¿Qué número es ese?” “El 3110”, dije. El lotero torció los labios levemente. “Se ha vendido prácticamente todo el lote, dijo, y he reservado tres más para clientes asiduos que vendrán a recogerlos a lo largo de esta mañana, pero me quedan dos cupones.” El hombre los sacó de un cajón y me los dio. Se los pagué muy satisfecho. Y él, antes de despedirnos, me dijo: “Sublime elección. La de ese número que se lleva usted."


(Del libro inédito "Fantasmas y aparecidos")

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