sábado, 3 de abril de 2021

MEMORIAS DE UN JUBILADO Más curiosidades de la Semana Santa de Zamora


      Antes de que el periodo de la Semana Santa acabe, quiero dedicar un cariñoso recuerdo a gentes zamoranas ilustres que tuvieron que ver con nuestra Semana Mayor y a otros detalles de la vida e historia zamoranas relacionados con ella. Entre la gente ilutre, destaco en primer lugar, por proximidad personal, al escultor Ramón Abrantes.

  De formación autodidacta, pronto montó su taller cerca de la iglesia de San Cipriano, al otro lado del Puente de Piedra, y se atrevió a esculpir con materiales muy diversos: madera, bronce, granito, pizarra... Más tarde, consagrado como artista de reconocimiento nacional, trasladó su taller al lugar en el que trabajó hasta su fallecimiento en 2006, en  la calle Sacramento, detrás de la iglesia de San Juan Bautista, templo en el que solía guardarse la única obra de Abrantes que desfila en Semana Santa. Me refiero a la Virgen de la Amargura, que todos los Lunes Santos procesiona en la Hermandad de Jesús en su Tercera Caída, acompañando al Jesús Caído de Quintín de la Torre, que el propio Abrantes restauró a principios de los sesenta, y la Despedida de Jesús y María de  Pérez Comendador. En su taller se expone la mayor parte de su obra escultórica, aunque existe mucha en colecciones particulares. En uno de mis retornos a Zamora me mostró, con un orgullo que me emocionó muchísimo, el primer caballete que tuvo, mientras me decía: “Este caballete me lo hizo tu padre.” Buena parte de sus esculturas presenta la figura de la «mujer-madre» en varias situaciones como eje central de la obra, incluidas las de iconografía católica.


En mi Zamora entre la ausencia y el reencuentro, 1995, escribí a propósito:

“Voy de asombro en asombro porque Abrantes

me enseña el caballete que le hiciera

mi padre en otro tiempo, en la primera

hornada que esculpieron los amantes

diamantes de sus dedos. Los diamantes

postreros me los muestra en primavera

--¡oh tacto cuidadoso y luz certera

de tallas femeninas y brillantes!--.

Voy de asombro en asombro por el Arte

que Abrantes muestra vivo por su casa

en bronce, en barro, en piedra… Y es tan fuerte

a huella que en el alma me reparte,

que, aunque sé que su cuerpo muere y pasa,

lo que posee de dios no tiene muerte.

 


Otro Ramón grande fue Ramón Álvarez, también escultor y sin duda el más importante de los imagineros zamoranos. Nació en Coreses, pueblo situado a la orilla del Duero, a pocos kilómetros al norte de la capital, en septiembre de 1825. De familia humilde, no tuvo más formación que la que se podía procurar un artesano, y hasta los treinta años ofició de hojalatero. A edad madura cursó el bachillerato, y tras enseñar dibujo en la Escuela de la Sociedad Económica de Amigos del País, obtuvo por oposición una cátedra de Dibujo lineal, adorno y figura en el Instituto de Segunda Enseñanza de Zamora en 1866. Y cuando la imaginería procesional decae en la capital aparece con fuerza Ramón Álvarez para dar forma y popularidad a su Semana Santa de tal manera que cabe afirmar que las figuras más representativas de los pasos que desfilaban por las calles y plazas de la ciudad salieron de sus manos o de las de los alumnos que se formaron en su taller. Los elementos que más se emplearon en la confección de las imágenes fueron muy sencillos, como la escayola y la tela encolada que, unidos a la madera y debidamente pintados transferían vida y verosimilitud a las figuras. Lo económico de los materiales usados y la genialidad del escultor se unieron para que sus pasos, cuya carga dramática movía a la devoción de los fieles y espectadores, fuesen requeridos por la mayoría de las cofradías semanasanteras. Por ello conviene afirmar que Ramón Álvarez, más que un escultor, fue un excelente imaginero y que su obra es sobre todo expresión plástica local y afirmación de lo vernáculo, así que para comprenderla en su exacto significado y valorarla justamente hay que situarla en el marco espacio-temporal de la Zamora de la segunda mitad del siglo XIX. Y que su genialidad estriba, más que en la sencillez de su concepción artística, en ser forjadora de una piedad y devoción que incluso en la actualidad es capaz de suscitar multitud de emociones.

Entre sus obras destacan La Soledad, El Descendimiento, La Virgen de las Angustias, La Lanzada, La Crucifixión, La Verónica o La Caída, que era el paso preferido de mi padre y del que tanto me habló siempre. Recuerdo con muchísimo cariño lo que me decía del paso en su conjunto y de las figuras que lo componían,  del niño de la cesta de los clavos, del sayón que tira de la soga que pende del cuello de Jesús, del otro esbirro que apoya un pie en su espalda y le amenaza con el puño en alto, del Cirineo que le ayuda a llevar la cruz, de la Virgen María que asiste desconsolada a la desgracia de su Hijo, de la Magdalena que intenta consolarla y del propio Jesús, que mira a ambas mujeres, agradecido y comprensivo del dolor que sufren por él. 


 

 También el río Duero, compañero inseparable de Zamora, está vinculado de algún modo a nuestra Semana Santa, como a continuación expongo. Recuerdo con un nudo en la garganta los varales de los empleados del Ayuntamiento que a bordo de barcas lentas palpaban las entrañas del Duero entre las azudas de Cabañales y San Frontis y las aceñas de Olivares y la carretera de Vigo, en busca de algún cuerpo humano que había tenido la desgracia de morir ahogado. Desgraciadamente, los ahogados en el río Duero forman parte de nuestra más triste tradición y hasta pasaron a la historia de nuestra imaginería semanasantera, pues la talla del cuerpo de Cristo muerto de la Urna que desfila los Viernes Santos en la Cofradía del Santo Entierro, en la que tuve la suerte de procesionar un año por generosidad de un amigo zamorano, al que desde aquí le reitero, además de mi amistad incondicional, mi eterno agradecimiento; la talla del cuerpo de Cristo muerto de la Urna está inspirada precisamente en un hombre que apareció ahogado en el río. Parece ser que el escultor al que se le encomendó tallar el cadáver de Jesús, que no era otro que Aurelio de la Iglesia, artista de vida al parecer poco ordenada, pospuso el trabajo durante bastante tiempo y, al verse acuciado por la fecha de entrega, no se le ocurrió otra solución que copiar el cuerpo de un ahogado, con el pecho realzado y otras discrepancias que no iban bien con el tema sagrado. De modo que al ser mostrado a las autoridades eclesiásticas para su bendición, éstas obligaron a realizar algunos cambios que consideraron necesarios. De esos cambios se encargó otro escultor, Florentino Trapero, que retalló, además de hacer algunos retoques más, el prominente pecho del cadáver, porque recordaba demasiado al hombre que había perecido en el río. Aún se hizo más al llegar el siglo XXI, pues la imagen de Cristo muerto inspirada en el ahogado fue sustituida por el Yacente que ocupa la urna en la actualidad, que es obra del imaginero Luis Álvarez Duarte. La imagen, que fue bendecida en la iglesia de San Andrés, se muestra al culto en la capilla de Santa Inés, justo bajo la torre románica de nuestra Catedral. En cuanto a la talla peculiar de Aurelio de la Iglesia, se expone en el Museo de Semana Santa, dentro de la urna que desfila el Viernes Santo en la mencionada Cofradía del Santo Entierro, si bien el día de la procesión se extrae la imagen de la Urna y ocupa su lugar la moderna de Álvarez Duarte.

 


Para terminar de momento esta sencilla evocación de la Semana Santa zamorana, debo decir que nada ha cambiado en mi alma respecto a la Zamora que siempre quise y querré y creo que tampoco ha cambiado el alma de la ciudad, pese al correr de los tiempos que le dieron otros nombres (Ocellum Durii, Semure, Azemur, Çamora…). La ciudad que vio caer el puente de San Atilano que los romanos tendieron entre San Frontis y Olivares y del que sólo quedan gloriosos molares gigantescos que muerden la eterna corriente del Duero. La ciudad que ha mudado de sitio, pero no de su Plaza, la estatua del Pastor que fue el Terror de los Romanos. La ciudad que fue testigo de guerras que sembraron el dolor en sus moradores. La ciudad que ha sufrido parciales desapariciones de iglesias y palacios que fueron antaño ejemplares rincones de actividad religiosa y civil, y hogaño, entre la historia y la leyenda, guardan recogido silencio en alguna de sus plazas y calles. Sí, puede que la piel y el esqueleto de Zamora hayan variado en el correr de los tiempos. Pero permanece su espíritu, su alma tranquila, soñadora, esforzada, mística, independiente. Y a ello hemos contribuido todos los zamoranos: desde el pastor que lucha y muere ante el invasor que intenta adueñarse de la tierra que es su vida, hasta el escultor imaginero que con gubia milagrosa extrae de la madera y la escayola rostros y gestos de Vírgenes y Cristos para que llenen de fervor las rúas zamoranas durante las Semanas Santas, pasando por el cantero o el albañil que restaura la cara de los monumentos o levanta nuevos edificios para dar cobijo a las nuevas generaciones. Y los zamoranos que siguen viviendo en Zamora y cuidan de ella como si fuera un miembro más de sus propias familias. Y también nosotros, zamoranos de la diáspora, que mantenemos viva la memoria de la tierra que nos vio nacer. Todos, gente dedicada a educar a los hijos en el amor a Zamora y a cualquiera de sus manifestaciones civiles o religiosas, como en este caso de su Semana Santa.

                                                                 Desde Barcelona, Semana Santa de 2021 

                                                                     


 

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario