jueves, 8 de octubre de 2020

EL AÑO DE GALDÓS (III) CARTAS ABIERTAS A DON BENITO. La mujer

 

 


Apreciado don Benito. Soy un sencillo profesor de Literatura jubilado de forma diferente a la suya, pues usted disfruta de la merecida jubilación. Un profesor del montón después de escoger que quisiera, si me permite que le quite un poquito de esa paz que está gozando, darle las gracias por retratar tan fielmente la vida española de finales del siglo XIX, que, pese a todos los detractores que tuvo que sufrir en su tiempo, continúa estando vigente en pleno siglo XXI. 


Los temas que usted tan justa y honestamente trata en sus novelas, desde el amor, los celos o el adulterio hasta la caridad, la amistad, el dolor, la enfermedad o la muerte, relacionados todos con la condición humana, sin olvidar la cultura, la sociedad y la política a la que pertenecen los hombres y las mujeres que llenan de vida sus páginas, trajinando sin parar y mostrando directamente sus defectos y virtudes; los temas, digo, de sus novelas son los de siempre, los que ya trató Cervantes, su maestro español favorito, en las aventuras y desventuras de Don Quijote y Sancho Panza, que representan respectivamente la idealización de la realidad y la propia realidad, franca y cruda, y los que tratarían después sus propios discípulos, don Benito; discípulos entre los que se cuentan, en la generación que siguió a la suya, Azorín, Baroja o Unamuno; posteriormente, Cela, Delibes, Gironella, Zunzunegui…, y ya en nuestros días, Rafael Chirbes, Almudena Grandes, Fernando Aramburu o Javier Cercas, por no hacer la enumeración de nombres demasiado larga. Gracias por todo ello, don Benito.


Y gracias, en especial, por haber contado con la mujer como protagonista o personaje principal de muchas de sus narraciones. Y en este último detalle quiero centrar el motivo de mi carta. Muchas son las novelas que ya tituló usted con nombre propio de mujer: Gloria, Halma, Marianela, Fortunata y Jacinta, Doña Perfecta, Tristana…, y también son abundantes las novelas que tienen como protagonistas a mujeres de toda condición social y humana: María Egipciaca ( en La familia de León Roch), Isidora Rufete ( en La desheredada), Amparito Emperador o Tormento, como la llama el sacerdote D. Pedro Polo ( en Tormento), Doña Rosita Pipaón ( en La de Bringas), que ya había hecho usted aparecer en la novela anteriormente citada junto a su esposo D. Francisco Bringas, Camila (en Lo prohibido) y Benigna, Benina o simplemente Nina ( en Misericordia).


Y antes de terminar esta primera carta, quisiera destacar la figura de la última mujer mencionada, Benina, como otros personajes de la novela gustan llamarla, porque en ella ha cifrado usted una de las virtudes más generosas que un ser humano puede mostrar aun en sus momentos más desgraciados. Pues, encariñada con su antigua señora doña Francisca Juárez, viuda que se encuentra en un estado lamentable de pobreza (perdóneme por citar los datos que tan bien conoce porque son suyos), gasta sus propios ahorrillos para mantenerla y, cuando éstos se acaban, se dedica a mendigar por las calles para seguir ayudando a doña Francisca, a quien miente diciendo que hace de asistenta en casa de un sacerdote llamado D. Romualdo, todo inventado por Benina para que su antigua señora no sepa que está ejerciendo la mendicidad. A Benigna le dio usted un corazón que no le cabía en el pecho, capaz no sólo de llegar a contraer pequeñas deudas por doña Francisca, sino también de manifestar su bonachona caridad a otras personas de la novela, como Obdulia, la propia hija de doña Francisca, casada con un sinvergüenza que la tiene muerta de hambre, o Frasquito Pontes, un caballero arruinado (“Persona más inofensiva no creo haya existido nunca; más inútil, tampoco”, son dos de la abundancia de  calificativos que usted le dedica).


Además, por medio de la señá Benina, usted no sólo pinta excelentemente la mendicidad en Madrid en el siglo XIX, sino también denuncia sin  paliativos las costumbres de la picaresca de entonces (en este detalle, don Benito,  demuestra usted soberbiamente la provechosa lectura de nuestros clásicos de los siglos XVI y XVII, del Lazarillo, de Guzmán de Alfarache, de Quevedo o del propio Cervantes, su verdadero mentor), que explota la caridad especialmente en las puertas de los templos de la capital de España. Quizá el tipo más elocuente de esa mendicidad sea el ciego Almudena, personaje que, cuando leí la novela para explicársela a mis alumnos, me hizo pensar inmediatamente en el ciego del Lazarillo, sin que llegue a poseer su malicia, desde luego.

Y acabo constatando asimismo que, al lado de esa caridad, que es amor sagrado en  Benigna (¡qué bien, por cierto, ha elegido usted el nombre de su protagonista, cuyos sinónimos son bien elocuentes: benévola, bondadosa, indulgente, complaciente, propicia, magnánimo, misericordiosa!); al lado de eso, usted ha contrapuesto al final de la novela, sabiamente, la ingratitud (desagradecimiento, egoísmo) de doña Francisca que, al recibir una herencia que la hace rica, lejos de acoger de nuevo en su casa a la persona que le dio todo lo que tenía por ayudarla cuando era pobre de solemnidad, tranquiliza su conciencia con la mezquindad de asignarle una pensión de dos reales diarios y prometerle gestionar su ingreso en la Casa de Misericordia. Misericordia, título irónico de la novela.


 

Gracias nuevamente, don Benito. Y siga gozando de la jubilación eterna.

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