sábado, 19 de diciembre de 2020

MEMORIAS DE UN JUBILADO Las otras Navidades (1)

 



La Navidad que este año se avecina, extraña donde las haya, tan amada como temida, me ha hecho recordar al instante las entrañables y caseras Navidades de mi infancia y adolescencia. Allí, en mi tierra natal, regada y besada por el Duero, las vacaciones de Navidad y Reyes empezaban el mismo día que dejábamos de ir a la escuela, a aquel lugar especial, casi sagrado a veces donde el maestro, enfermo del estómago, al que mandaba verdaderos cargamentos de bicarbonato para aliviar el dolor, convertía cada sesión de clase en algo inolvidable (que conste que lo de “inolvidable” no está dicho siempre en sentido halagüeño). Una de ellas era la lectura en voz alta del Quijote, edición juvenil, en pie y en corro para clasificarnos en buenos lectores, malos lectores y nulos lectores (a estos últimos les decía el maestro que no se habían enterado de lo que acababan de leer, y era verdad, lo que nos hacía admirar a todos). Otra clase inolvidable era la de señalar de espaldas a los mapas con un puntero los ríos, las montañas y las provincias de España; para designar los diez primeros pupitres de Geografía, el maestro nos pedía que señaláramos del mismno modo los principales países de Europa con sus capitales correspondientes, y los ríos, los mares y las montañas para ocupar los tres primeros puestos de la clasificación. Yo prefería la conjugación de los verbos y los análisis gramaticales, en los que quedaba casi siempre entre los diez primeros chicos de la escuela. Pero se me ha ido el santo al cielo.


     Estaba hablando de que las vacaciones de diciembre y enero comenzaban el mismo día en que el maestro cerraba la escuela hasta el siete de enero, cuando apenas habíamos jugado con los escasos juguetes que nos habían traído los Reyes Magos el día anterior, con lo que el primer día clase todo eran caras largas, que el maestro, tras echarse al coleto un puñado de bicarbonato, para alegrarnos la mañana nos contaba una de aquellas historias suyas sobre el sitio de Zamora, en las que protagonizaba unas veces la reina doña Urraca, otras el Cid Campeador, otras Arias Gonzalo y sus hijos, y otras, que eran las que más nos gustaban, las protagonizaba el traidor Vellido Dolfos. La mejor de todas contaba el asesinato del rey don Sancho cerca del postigo, llamado precisamente de la Traición, a manos de Vellido Dolfos después de que el Monarca, atacado por un repentino retortijón de vientre, le pide a Dolfos que le sostenga el puñal mientras él encuentra alivio a su urgencia; ocasión que el traidor aprovecha para herirle mortalmente.


     La memoria sigue jugándonosla una y otra vez. 

A lo que iba. El primer día de vacaciones, mientras los chicos buscábamos el sol en la plazuela, las radios no dejaban de cantar los números de la lotería con sus correspondientes premios (imposible olvidar el sonsonete “...mil pesetas... mil pesetas...”). Normalmente, allí arrimados contra las tapias de las huertas, al sol bendito del invierno, planeábamos juegos y entretenimientos variados para combatir el frío, desde confeccionar castañuelas con maderas viejas cuyos bordes quemábamos adecuadamente para que sonaran mejor, hasta poner ballestas con un trozo de pan para cazar gorriones en las huertas, cuando no jugábamos a las vistas o a pídola con espolique y culada (el que los recibía entraba en calor más rápido que nadie). Pasábamos la mayor parte del día fuera de casa empleando el tiempo en docenas de actividades. Una de ellas era ir a buscar musgo para el suelo y corcho para las montañas, para dar sensación de vida al Nacimiento que al llegar esas fechas tan señaladas montábamos en un lugar destacado de la casa. Previamente habíamos desembalado las figuritas de barro que eran las verdaderas protagonistas del Belén, el Niño, la Virgen, San José, los Reyes Magos, el pastor con la oveja al hombro, el leñador que acarrea un haz de leña, la mula, el buey, las ovejas con patitas de alambre, el Portal, el puente, el castillo… Luego, día tras día íbamos acercando al Portal las figuras de los Reyes Magos hasta el momento más ilusionado de todas las fiestas.


 

En casa, aunque estábamos de vacaciones, no nos faltaban nunca labores y recados que hacer. El primero de ellos empezaba muy pronto, y era encender el brasero en la plazuela a la puerta de la casa. Con cisco (carbón reducido a su mínima expresión), un soplillo y un poco de maña lo dejábamos pronto listo. Empezábamos haciendo en la cima un hueco como el cráter de un volcán y allí encendíamos un papel de periódico con una cerilla hasta lograr pequeñas brasas, encima de las cuales íbamos poniendo cisco y dándole al soplillo para que el fuego se fuera extendiendo montaña abajo del brasero. Cuando veíamos que la cosa avanzaba como esperábamos, le poníamos al brasero la alambrera y lo subíamos a la cocina; allí lo insertábamos en el círculo de la base de la mesa con faldas y aprovechábamos ya para estrenarlo y entrar en calor antes de volver a la calle. El recado que peor llevábamos era ir a la tienda de comestibles a comprar el pan y las viandas que nuestras madres nos habían encargado. Allí solíamos coincidir con gente mayor que enseguida nos sometía al tercer grado. “¿Cómo te llamas, chico?” “¿Dónde vives?” “¿Quiénes son tus padres?” “¿Cuántos hermanos tienes?”... No nos librábamos del interrogatorio aunque la persona que nos preguntaba nos conociera. Las preguntas nos caían igualmente con la insistencia de un chaparrón. “¿Cuántos años tienes ya?” “¿Se ha recuperado tu padre de la gripe?” “¿Habéis vuelto a saber algo del hermano que trabaja fuera?” “¿Al final, tu abuela pasó a mejor vida?” En lo que a mí concierne, estaba deseando que el tendero me dijera cuánto costaba la compra para pagarla y salir pitando al mundo del silencio y la soledad de la calle, nunca buscados con más ansiedad.


Y a seguir jugando con los amigos a lo que fuera con tal de hacer infancia, complicidad y aventura: a las canicas, a machacarnos los peones con sus rejones de hierro, a luz o a fabricar corredores para participar en carreras ciclistas sobre rutas que pintábamos con tiza o señalábamos con un clavo en la tierra del recogido callejón de la escuela, al que excepcionalmente acudíamos cuando el viento y el frío nos impedían hacerlo al descubierto. Fabricábamos los corredores con un chapete de gaseosa, un cromo de algún ciclista conocido (Bernardo Ruiz, Bahamontes, Miguel Poblet...) y un cristal que redondeábamos en los huecos de los refuerzos de hierro de los postes de la luz y pulíamos frotándolo contra el cemento del pretil del río, todo un rito de tantos como pautan la niñez y la adolescencia. Y cuando el temporal se convertía en nuestro enemigo público número 1, no salíamos de casa hasta nueva orden. En la cocina, al calor del brasero, encontrábamos el momento y recogimiento necesarios para dedicarnos a la lectura de nuestros tebeos favoritos (Las Aventuras del FBI, El Cachorro, El Jeque Blanco, Roberto Alcázar y Pedrín, El Guerrero del Antifaz...) o libritos de la Enciclopedia Pulga, donde encontrábamos temas de todos los gustos (novelas adaptadas de Julio Verne, Tolstoi, Bécquer...; biografías de músicos y pintores universales, conocimientos de ciencias naturales, estilos artísticos, curiosidades, juegos...). Y cuando nos cansábamos de leer las viñetas de los tebeos y las páginas de la Enciclopedia Pulga, nos poníamos a dibujar a nuestros héroes favoritos  o a copiar ilustraciones de la Enciclopedia que habían reclamado nuestra atención. Aún conservo como oro en paño algunos de esos dibujos: El guerrero del antifaz, el Cid Campeador, un capitel corintio, el escarabajo de oro de la famosa obra homónima de Allan Poe...

Cuando dejé la escuela del barrio para acudir a estudiar a los Salesianos de la capital, mi vida experimentó una transformación completa en todos los órdenes. Allí aprendí a estudiar, a recitar, a saborear las emociones escondidas en las letras de los poemas que nos hacían aprender de memoria los hermanos,  a cantar canciones populares de las diversas regiones españolas de entonces y también villancicos, a presentar limpios y ordenados los trabajos escritos, a ser más cuidadoso con las cosas que estaban a mi arbitrio...; en resumen, con los Salesianos dejé de ser un niño y empecé a ser un adolescente responsable dentro de lo que cabe en una edad que todavía seguía siendo muy temprana. Durante los días previos a las vacaciones navideñas, los hermanos nos enseñaron en un solo villancico los extremos de tristeza y alegría que contienen estas emotivas canciones navideñas. El villancico empieza con alegría: “Resuenen con alegría/los cánticos de mi tierra,/y viva el Niño de Dios/que nació en la Nochebuena...” y continúa con la tristeza: “La Nochebuena se viene, tururú,/ la Nochebuena se va./Y nosotros nos iremos/ y no volveremos más...”


Este villancico lo tengo siempre presente porque entraña el verdadero sentido de estas fiestas tan familiares. Con el tiempo vamos dejando de ver a muchos de nuestros seres queridos (también a nosotros un día ya no nos verán las personas que nos quieren), con los que precisamente cantábamos esta letra tan melancólica como verdadera.






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