miércoles, 11 de noviembre de 2020

MEMORIAS DE UN JUBILADO. Defensa del Cine (1)

 


        No hay mejor momento que el que estamos sufriendo, por culpa del coronavirus, para hablar del Cine (con mayúscula) y defenderlo con uñas y dientes. El mismo fervor que siento por la poesía, lo muestro por el Séptimo Arte; de ahí que lo defienda intensa y amorosamente como defiendo la poesía. El cine es, al fin y al cabo, poesía de imágenes en movimiento. 

Desde muy pequeño ya el ir a un cine de mi ciudad natal a ver una película, la que echaran, como decíamos entonces (daba lo mismo una que otra), significaba para mí una aventura de emociones sin límites. Ahora no recuerdo el título de la primera película que vi en un cine, pero puedo afirmar sin ninguna duda que entonces lo de menos era el título; lo que importaba en primer lugar era el género y luego el actor que encarnaba el papel de tu gusto.


Si la película era del Oeste, mi actor favorito era Bob Steele, que manejaba el revólver de una manera endiablada y lo mismo desbarataba bravuconadas de pistoleros sangrientos, desarmándoles unas veces y otras, cuando no había otra solución, acabando con su vida, que disparaba contra los indios ("pieles rojas"), que, emitiendo alaridos descomunales, arrasaban ranchos de pacíficos ganaderos y arrancaban sus cabelleras después de asesinarlos. Evidentemente, en aquellos años de preadolescencia mi mente no alcanzaba a entender todavía la política de propiedades y usurpaciones de tierras, habida entre blancos y pieles rojas. De lo que se trataba era de disfrutar de las aventuras que vivían las personas de aquellos remotos lugares que alimentaban nuestra insaciable imaginación infantil. Poco más tarde, logre ver, emocionado desde el principio hasta el fin, el que para mí es el Western de los Western, Raíces profundas, interpretada magistralmente, en dos de los papeles principales de la película de 1953, el bueno y el malo, por Alan Ladd y Jack Palance. Shane (Alan Ladd), un pistolero resabiado de su propio historial, decide defender a una familia de campesinos contra un ganadero que quiere apoderarse de sus tierras, el cual, al ver que Shane no quiere trabajar a sus servicios, contrata a Jack Wilson (Jack Palance), un asesino a sueldo. La tragedia se masca desde el primer momento y la nota de ternura la pone el hijo de los campesinos, un niño que adora a Shane. La escena habida entre Wilson y Shane, presenciada por el niño, es de las que no se olvidan.


Si la película era de Romanos, del Antiguo y Nuevo Testamento, me emocionaba igual con el Victor Mature que hacía de Sansón y, arrancando de sus bases las columnas a la que estaba encadenado con una fuerza inusual, derribaba todo un templo sobre los filisteos allí congregados, que con el Charlton Heston que encarnaba a Judá Ben-Hur, un hombre respetable que llega a conocer a Jesús de Nazaret en un momento desgraciado de su vida, cuando, sufriendo condena de galeote, recibe de él un trago de agua, gesto que no olvidará nunca.

Lo mismo me ocurre con algunas películas del género, que me será muy difícil olvidar. Podría citar muchas, pero me conformo con mencionar sólo estas seis: Quo Vadis, La túnica sagrada, Espartaco, Los últimos días de Pompeya, El cáliz de plata y Rey de Reyes. Éstas y las dos películas citadas más arriba, todas las Semanas Santas de mi infancia y adolescencia visitaban los cines de la ciudad del alma.


Y si el film era policíaco, mi actor preferido era Richard Widmark, que en Pánico en las calles (fácil es su recuerdo si pensamos en la epidemia que estamos sufriendo todos en el momento en que redacto estas memorias), colabora con la policía para capturar al perverso Jack Palance (impecable interpretación en esta película, igual que en otras que ahora me vienen a la cabeza, como la que sigue siendo una de mis favoritas de todos los tiempos y que ya he mencionado más arriba, Raíces profundas).

Por el cine negro, tengo que reconocerlo, lo mismo que por la novela del mismo género, siempre he sentido una atracción irresistible. Las películas que tienen nombre de mujer me fascinan. Rebeca, Gilda, La mujer del cuadro, Laura, La dama de Shanghai… Y, tanto como ellas, los filmes que vieron la luz el año en que nací. Perdición, Laura, La mujer del cuadro o Tener o no tener, del emblemático Humprey Bogart, el detective de gabardina, sombrero ladeado y cigarrillo humeante. De unas y otros me quedo con Gilda, de la que llegué a aprender algunos diálogos. El tándem formado por Rita Hayworth y Glenn Ford ha sido pocas veces superado en la historia del cine negro, igual que las dos escenas en que Gilda canta en playback las canciones "Put the Blame on Mame" (“Échale la culpa a Mame”) y “Amado mío”, cuya verdadera voz, grabada, es la de Anita Ellis, que son de una plasticidad y dramatismo inusuales. Pero también recuerdo las demás películas mencionadas con emoción y otras que aquí no cito y que seguramente haré en cualquier otro momento de estas memorias.


       Si el film era de asunto bélico, el primer largometraje que recuerdo haber visto es Los ángeles perdidos. Yo entonces era muy pequeño y estudiaba en los Salesianos, donde todos los domingos por la tarde, los externos íbamos a ver el cine a la sala del Colegio, cuyo proyector recuerdo que hacía mucho ruido al girar los rollos en sus ejes en medio del pasillo de la sala, a un paso de donde estaban las sillas de los espectadores y a veces dejaba de funcionar y en la pantalla se hacía una mancha amarilla que se agrandaba más y más hasta que el operador lo detenía y arreglaba el desaguisado para continuar con la película. A veces también se paraba sólo mientras sonaba en la sala la última frase pronunciada por un personaje de la película, cuyo final acababa en un descenso hilarante que arrancaba la carcajada general de los asistentes. “Arriba las manooooooouuuuuussss…”

En Los ángeles perdidos me pasaba toda la sesión limpiándome a escondidas las lágrimas que no podía evitar. El niño que sufre los horrores de la segunda guerra mundial se pasa la película buscando a su madre (el título original, The Search, ya lo anuncia) y Montgomery Clift, el soldado americano que le ayudará en la búsqueda, son los dos personajes que convierten la película en una historia entrañable. La escena en que el niño, huido de un campo de refugiados en la Alemania de la postguerra, muerto de hambre, aparece entre las ruinas a pocos metros de donde el militar se halla comiendo un bocadillo, y cuando ve asomar al niño, deposita lo que está comiendo sobre una piedra para atraerlo, es de las más tiernas; sin embargo, era la última escena del film la que provocaba más lágrimas y más aplausos.


       De las sesiones de cine de los domingos en los Salesianos, recuerdo docenas de cortometrajes en que las lágrimas eran sólo de risa; me refiero a las del Gordo y el flaco, en las que era imposible no soltar la carcajada ante los golpes que se propinaban Laurel y Hardy entre sí o los que recibían por separado al caérseles encima todo tipo de muebles y artefactos. Recuerdo ahora el piano mecánico (de Haciendo de las suyas, título original The Music Box) que, como empresarios de mudanzas, tienen que subir por unas escaleras muy empinadas, en las que topan con varias personas. También veíamos muchos dibujos animados, especialmente del Pájaro Loco, La hormiga atómica o Tom y Jerry, entre otros. 


      No puedo dejar de citar aquí algunos ejemplos del cine español que los Salesianos nos ponían aquellas tardes inolvidables, seguramente para fomentar el amor patrio. La que mejor recuerdo es Jeromín, donde veíamos de niño a Juan de Austria, el que sería de mayor el héroe de la batalla de Lepanto. Pero también La torre de los siete jorobados, una película de miedo, basada en la novela homónima de Emilio Carrere, dirigida por Edgar Neville y protagonizada por Antonio Casal, película que se estrenó curiosamente el año de mi nacimiento; la primera vez que la vi me produjo honda impresión el ambiente fantasmal que reinaba desde el principio al fin, y una de las escenas que me pareció más curiosa fue la de encontrar la misteriosa entrada a la torre, que era, creo recordar, un baúl con falso fondo que ocultaba una escalera siniestra que conducía a una ciudad subterránea, cuyos moradores realizaban actividades fuera de la ley.
        Finalmente, debo añadir que también encontré en casa la entrañable colaboración del cabeza de familia con mi afición por el cine. Él, con sus insistentes y apasionadas alusiones al actor americano Errol Flinn y sus películas, fue quien me hizo sentir una admiración especial por el protagonista de cintas inolvidables como El príncipe y el mendigo, Robín de los bosques,  La isla de los corsarios, Las raíces del cielo o Murieron con las botas puestas. De esta última hablaba más que de ninguna otra película, y recuerdo que al verla me llevé un berrinche de mucho cuidado cuando los indios lo mataron en la famosa batalla de Little Big Horn.

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