sábado, 26 de diciembre de 2020

MEMORIAS DE UN JUBILADO Las otras Navidades (y 2)

 


Por las noches, la cosa cambiaba. La reunión de la familia al completo, mis padres, mis hermanos, ocho miembros en total, alrededor de la mesa, era el broche de oro de aquellos días de emociones sin cuento, especialmente las noches que mis padres llamaban santas, la Nochebuena y la del 5 de enero, la noche mágica de Reyes. La noche de Nochebuena era apoteósica. Después de cenar, comíamos turrón y polvorones y, antes de que empezara el turno de los villancicos, los dos más pequeños de la familia rompíamos a cantar sin orden ni concierto el típico villancico del momento: “Esta noche es Nochebuena / y mañana Navidad. / Dame la bota, María, / que me voy a emborrachar.”Y todos reían celebrando la ocurrencia. Después cantábamos los ocho a coro, cada uno como podía, con los gallos y desafines correspondientes, los villancicos que iniciaba el cabeza de familia. El villancico que más le gustaba repetir era el “Venite adoremus”, que, según decía emocionado, lo había aprendido de niño en el Colegio de la Santa Espina, que pertenecía al municipio de Castromonte, en la provincia de Valladolid, de donde sus padres eran originarios. También le ayudábamos en su cometido mi hermano mediano y yo con los villancicos que habíamos aprendido en los Salesianos. Entre otros, “Ya vienen los Reyes”, “A Belén, pastores” o “La Virgen está lavando”. Casi siempre terminábamos la noche cantando aquel “Dime, niño, de quién eres / todo vestido de blanco. / Soy de la Virgen María/ y del Espíritu Santo.” Y todas las Nochebuenas nos íbamos a la cama algo más tarde que de costumbre pensando en que al día siguiente volvíamos a estar de fiesta. Además, los dos pequeños nos íbamos a dormir más alegres que nadie porque acababan de regalarnos la culebra de mazapán que, metida en su caja de cartón, nos duraba todas fiestas; así que los últimos bocaditos nos sabían a gloria bendita..


Sin embargo, la noche noche de fantasía e ilusión era la del 5 de enero, la noche de los Reyes Magos. Hacía rato que los dos pequeños de la familia habíamos dejado nuestros zapatos y algo de comida para los camellos en el balcón de la sala central para que los Reyes supieran dónde tenían que dejar los juguetes que les habíamos pedido en la carta enviada al principio de las vacaciones. Sentados a la mesa tras la cena, nos mirábamos inquietos y nerviosos y estábamos más por la espera (que se nos hacía larguísima) de la llegada de los Reyes que por acompañar al resto de la familia en el coro de los villancicos. Nuestros padres, que ya habían advertido nuestra ansiedad, intentaban calmarnos con frases como: “Tranquilos, que los Reyes nunca fallan.” O: “Si habéis hecho bien las cosas, os traerán los juguetes que les habéis pedido.” Y no faltaba la frase que temíamos más: “A no ser que hayáis hecho alguna travesura y sólo os traigan carbón.” Carbón era la palabra que peor sonaba el día de Reyes entre los amigos del barrio. Pero casi siempre todo salía bien en nuestros deseo, pese al trozo de carbón dulce que acompañaba los paquetes de los regalos (“regalo”, del latín regalis, y este de rex- regis, Rey: presente propio de un rey). 


Nuestros deseos llegaban a su culmen la misma noche de Reyes, cuando mi hermana pequeña y yo, medio dormidos por la larga sobremesa de turrones y polvorones, anécdotas de todas clases y la retahíla de villancicos que se engarzaban como piedras preciosas en el collar de la noche, oíamos de improviso la voz de nuestro padre avisándonos del ruido que acababan de hacer los Reyes Magos al entrar por el balcón para dejarnos los juguetes. Y despertábamos abriendo los ojos como platos, dispuestos a salir corriendo hacia la sala central para recoger los regalos. Entonces mi madre nos pedía un poco de calma para dar tiempo a sus Majestades a hacer bien su tarea, antes de ir a la casa de al lado para continuar haciéndola. La ansiedad era tan grande que ni nuestros padres podían detenernos más de cinco minutos en la cocina, y hacia el cumplimiento de la ilusión los dos pequeños salíamos disparados, tropezando uno con otro antes de dar la luz de la sala y descubrir asombrados sobre la mesa los paquetes dirigidos nada más y nada menos que a nosotros. Alborozados de alegría entrábamos en la cocina para enseñar a todos y a cada uno de los miembros de la familia los juguetes que nos habían traído los Reyes. Eran casi siempre los mismos aunque alternados en distintos años: muñecas, pelotas, cocinillas, caballos de cartón... Aún recuerdo (tal vez no es un recuerdo mío, sino el recuerdo de algún hermano) que el primer caballo de cartón, de tanta agua que le echaba para que orinara como uno de verdad, al poco tiempo me quedé sin caballo.

Todas aquellas Navidades de mi infancia y adolescencia siguen siendo parte de los cimientos de mi sangre junto con los afectos de los seres queridos, de los que están y de los que no están (“y nosotros nos iremos / y no volveremos más”, como decía el villancico familiar). Unas y otros han educado mi corazón en la buena voluntad, el cariño y el agradecimiento a la vida, a pesar de todo, y a sus fiestas más entrañables.


Y esta Navidad de ahora, mientras cantan los niños de San Ildefonso los números de la lotería, se presenta tan extraña, como si no nos resultara tan familiar como antaño. Aun así, convertido ahora en cabeza de mi propia familia, y en memoria de aquella otra en la que yo sólo era un niño, me dispongo a celebrar como se merecen los días navideños en compañía de los míos. Ya antes, cuando los hijos eran muy pequeños, vivíamos con ellos cada momento de las fiestas de Navidad, Año Nuevo y Reyes, y así montábamos juntos el Belén y cantábamos villancicos y les ayudábamos a escribir las cartas a los Reyes y les acompañábamos a donde estaba el Paje que se encargaba de llevárselas. Y cuando llegaba la noche de la Ilusión, disfrutábamos con ellos el momento de abrir los juguetes. Pensando en repetir la tradición familiar, antes de que empezaran las Fiestas, y dejando a un lado la incertidumbre que ha sembrado el coronavirus, nos hicimos con el musgo suficiente para alfombrar el suelo del Belén, sobre el que dispondríamos las figuras pintadas al óleo por nosotros mismos. El Portal, construido con corteza de alcornoque, así como las montañas del fondo, la cabaña del pastor que guisa al fuego y el árbol hueco de dos ramas en las que introducimos varias ramitas de pitosforos, evónimos, madroños o arbustos parecidos, confieren a la composición general una estampa de realismo ingenuo, que es lo que se pretende, lo mismo que el circuito de luces que camuflamos en el musgo del piso para que en su momento iluminen misteriosamente las figuras. A medida que pasaba el tiempo, hemos ido añadiendo otras piezas que funcionan con enchufe, como la fuente, cuyo chorrito produce un ruido singular que nos transporta a lugares de cuento, o la hoguera que imita el temblor de las llamas, que ha acabado este año arrimada al pastor que cocina. La cuestión es que el Belén durante las fiestas que vienen nos acompañe como un familiar más. Así, estas Navidades dejarán de ser extrañas y temidas por unos días para ser las entrañables y caseras Navidades de la Infancia y la Adolescencia inmortales que todos llevamos dentro.


 

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