jueves, 24 de septiembre de 2015

TROZOS DE UN ESPEJO y XI

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 y 25.

No quiero terminar sin dedicar unas palabras al recuerdo de Quique, que en aquella ocasión se quedó sin oír en directo la voz de la Máxima Autoridad, bello sacrificio que sin duda alguna redundaría en sus méritos personales. Buen espíritu, en dos palabras, tan necesario para agradar a la Máxima Autoridad, meta y camino de sus actividades.

Quique, originario de Badalona, era maestro y daba clases en Elemental con verdadera dedicación. Numerario ejemplar, solía repetir y poner en práctica una de las normas referidas a la discreción, recogidas en el opúsculo escrito por la Máxima Autoridad que casi nadie observaba: “La buena administración ni se ve ni se oye”. Quique hablaba, actuaba, servía a los demás sin pregones ni heraldos. ¡Qué diferencia había entre él y otro numerario tan soberbio y quisquilloso como Molino, que cualquier iniciativa que emprendía al momento alguien, si no el mismo, se encargaba de darla a conocer a los cuatro vientos! En cambio, Quique entraba en las clases y sólo se ocupaba de dar la lección como Dios le daba a entender. Y si entraba en el Oratorio se recogía en un lugar retirado, lejos de los bancos del altar, y allí se componía a solas con su alma. Y si cantaba una canción durante la fiesta de Navidad de profesores o recitaba algún poema que previamente me había pedido, pues cantaba y recitaba poniendo en ello lo mejor que tenía.

Dada su forma de ser y su discreción probada, apenas contaba nada que no tuviera que ver con su profesión. Por ello, algunos de nosotros, los que nos llevábamos bien con él, empezamos a apreciarlo más el día en que Juanmari nos contó la desgracia que pesaba sobre la familia de Quique. Se ve que una hermana melliza suya había contraído de muy joven una enfermedad atroz que la fue consumiendo poco a poco hasta postrarla en la cama para siempre sin haber cumplido aún los treinta años. Y ahí no acabó su dolor porque, declarado un incendio en la casa donde agonizaba, nadie pudo evitar que su cuerpo fuera devorado por las llamas. Juanmari me confió que, desde entonces, en la cartera de Quique hay dos estampas juntas: la de su hermana y la de la Máxima Autoridad.

Quique pasaba inadvertido en el Colegio, como todos los que realmente cuentan a la larga en la memoria de las gentes. Para mí Quique formaba parte del grupo auténtico del Colegio, y no contaba para esta clasificación ser o no “religioso”, ni el que de vez en cuando me pidiera alguna poesía mía indicada para niños, para hacérsela aprender de memoria y escribirla en sus cuadernos con letra caligráfica. Un día me enterneció al enseñarme una postal que había encargado hacer a los chicos a partir de mi poema La escoba. Se trataba de dos viñetas a todo color. En una de ellas aparecía una escoba estilizada que bailaba entre restos de papeles y en la segunda, una bruja cabalgando a lomos de otra escoba. Y en forma de caligrama, el texto de la poesía:

“La escoba siempre arrastra
 los pelos por el suelo;
 su cuerpo, tieso y flaco,
 barriendo mira al cielo.
 Furiosa el polvo empuja,
 y dicen que de noche
 sobre ella va una bruja.” 

Le di las gracias emocionado. También montaba algunas clases de Lectura y Ortografía con mi  Copla del cisne:

         “Sobre la línea del agua
 el cisne blanco es un dos,
  un dos de tiza que nada
 y se arrodilla ante Dios.”

Lo que más me gustaba de Enrique era la serenidad que respiraba su persona y la conformidad con que se entregaba a su trabajo y quehaceres cotidianos sin decir “ya lo he hecho” o “aprended de mí a hacer las cosas".  Evidentemente, seguía su norma interior: “Las buenas obras son para hacerse, no para pregonarse.”

                                  ***

Ahora ya pasó todo aquello. La pesadilla y el túnel son sólo recuerdos, recuerdos que se van difuminando poco a poco ante los eventos que van sucediendo alrededor de nosotros, los del grupo que un día empezamos nuestra senda laboral en aquel colegio privado con nombre de sendero, pura contradicción. ¿Sendero de qué?, ¿adónde conducía?

Hace unos días acompañábamos a Llerón en un pequeño homenaje que la Escuela Pública donde trabajaba le dedicó el último día del curso, a punto de jubilarse. Yo mismo, para tal ocasión, escribí unos versos parodiando los que Machado dirige a su amigo José María Palacio en Campos de Castilla. Con ellos quiero dar carpetazo a los fantasmas de aquel pasado, afortunadamente ya lejos de nuestras vidas tranquilas de ahora, en que estamos felizmente jubilados:
 
“Escucha, viejo amigo,
 ¿quedó por fin la tiza a buen recaudo
 al fondo del cajón de lo vivido?
 ¿Quedó por fin cerrada la ventana
 que daba a la arboleda de tu horario?
 ¿Aún sigues sintiendo la luz fiel
 de los ojos alumnos en tu espejo?
 Es algo que no muere. Todavía
 está reciente el aire que lo mueve.
 Aún respira
 tu alma los aromas del oficio.
 Pero todo algún día pasa y teje
 su nido en la memoria y pone huevos
 de pálida nostalgia. También tú
 vivirás lo agridulce de esa hora.
 Los ecos, no las voces; el reflejo
 del alma en la corriente. Pero ahora ,
 Llerón, mi viejo amigo,
 disfruta de esta magia, de este gozo
 que da el saber que has hecho los deberes
con alta nota. Brillan todavía
 en tus manos las uvas que plantaste.
Bebe el vino de la satisfacción,
 que el recuerdo es la copa ya bebida.”

 

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