sábado, 5 de septiembre de 2015

EL CRUCERO (VI)

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Capítulo VI
Nápoles
                                      Lunes, 18 de mayo

 

Me he levantado a la seis y media de la mañana para ir al lavabo y al volver a la cama me he sentido atraído por la rendija de luz que se cuela por un lado de la cortina del balcón. La he descorrido un poco para no despertar a mi  mujer y lo que he visto fuera ha sido un espectáculo inolvidable. Hace poco que ha amanecido y en el horizonte del mar aparece irradiante una i gigantesca que alumbra el beso inmenso del mar y el cielo. El punto incandescente es el sol y la i restante, también encendida, el reflejo del astro rey rielando en el agua. No hay más que mar todavía alrededor del barco. Nápoles queda lejos aún, es sólo un deseo y una esperanza aventurera. Corro la cortina nuevamente y me vuelvo a meter en la cama.

A las nueve, y a punto de bajar al puente 6 a desayunar, descubro dos aves volando despistadas en el cielo; van primero hacia un lado y luego al otro; finalmente desaparecen del cuadro iluminado del balcón, descorridas totalmente las cortinas.

Hoy, como el barco no llega a Nápoles hasta la una del mediodía, toca hacer vida de a bordo. Perfecto. Hay un mundo de sorpresas aquí dentro. Así que, tras desayunar tranquilos y silenciosos (el mundo de aquí abajo, en este elegante comedor de Il Cerchio D’Oro, es tan distinto del buffet del Zanzíbar del piso 14, muy ajetreado, vocinglero y bullicioso; esto es lo que tiene el Crucero, que puedes elegir a tu capricho y comodidad tanto actividades y acciones como lugares donde llevarlas a cabo). Al salir me cruzo con el señor alto y gordo que me ha confundido con otra persona, y nos saludamos, él dedicándome una sonrisa entre indefinida y descarada y yo con la mano. Mi mujer se da cuenta y me pregunta una vez dentro del ascensor que nos lleva de vuelta al camarote:
“Cariño, ¿tengo que tener cuidado con él?”
Le sonrío y pongo cara de no entender qué ha querido decir.
“Me refiero a que ese hombre desde el principio me ha parecido que quiere ligar contigo.”  
“Sería una experiencia nueva”, digo en broma y sin dejar de sonreír.
Cuando entramos en la cabina aún me dura la sonrisa. Soy bastante dado a fantasear con hipotéticas aventuras misteriosas, pero de ningún modo a jugar con el sexo. Así que, al hilo de mis pensamientos, concluyo en voz alta para que mi mujer lo oiga:
“Ese hombre suda demasiado, cariño.”
Reímos de buena gana.
Salimos al balcón y nos sentamos en las butacas que simulan ser de anea. Noto la brisa del mar en la cara y veo volar los cabellos de mi mujer, que cambia constantemente de posición para evitarlo (no hay cosa que más nerviosa le ponga que notar cómo el viento le alborota el pelo de la cabeza recién peinado). Frente a nosotros hace rato que nos sigue, a lo lejos, la costa italiana besada por el mar Tirreno. En el cielo las nubes navegan en sentido contrario a la nave. Me apoyo en la barandilla para ver cómo en la parte inferior del Fantasía anchas franjas de espuma se abren provocadas por el paso inexorable de su casco.
Luego, tras consultar el Daily program, decidimos subir primero a la planta 16, que curiosamente aún no conocemos, para inspeccionar sus dependencias y luego descender a la 7, a L’Insolito Lounge, para asistir a la clase de Vals Inglés, que tendrá lugar a las once y media de la mañana. De este modo dejaremos trabajar a sus anchas a nuestro camarero Noé.
En la cima del barco descubrimos el Virtual World (cine de 3D, simulación de Fórmula 1, Máquinas para jugar, Sala con ordenadores para gente joven…), pero también el Liquid Disco Bar, una sala circular con pista de baile y amplias cristaleras a través de las cuales se puede disfrutar de extraordinarias panorámicas marinas por un lado y de los elegantes remates del barco por otro. Luego bajamos a tiempo a la 7 para aprovechar al máximo la clase de Vals lento. Allí está la pareja de monitores esperándonos y, cuando hay quórum suficiente, el joven, que es el que lleva la voz cantante, empieza sin más preámbulo a repetir, abrazado a su pareja, el paso del día anterior que nosotros no habíamos hecho por no conocer muy bien todavía el funcionamiento, desarrollo y ubicaciones de las múltiples actividades del Fantasía. El joven emplea todos los idiomas mal que bien para hacerse entender por sus improvisados alumnos; el español no se le da muy bien y cuando uno de nosotros se equivoca repite cómicamente la palabra “catastrofe”, “catastrofe” y se queda tan pancho ante nuestras risas. Finalmente, logramos coger el paso y lo repetimos en la pista ante la mirada inquisitiva del joven, que entonces levanta el pulgar en nuestra dirección y exclama con la misma intensidad que antes “¡bravíssimo!”, ¡bravíssimo!”, “yes”, “okey” y una retahíla de términos de aprobación, mientras la joven que le acompaña nos manda besos con la mano.
Satisfechos de nuestra primera lección, y una vez acabada la clase, enfilamos el sorprendente pasillo de los bares, tan conocido y visitado ya por nosotros en busca de un rincón romántico donde tomar nuestro diario Martini rosso con patatas fritas y galletitas saladas. Lo hacemos en La Vela Bar, llamada así porque todos sus adornos, incluidas las lámparas de mesa, tienen la forma de vela de barco. Nos enseñoreamos del tiempo. La vida así se “soporta” perfectamente. No tenemos ninguna prisa. Cuando queremos, después de saborear a gusto el vermut, subimos al camarote y descubrimos que Noé lo ha arreglado con manos exquisitas, dejando cada cosa en su sitio, con el cuidado y delicadeza de una mujer (Nasi dice que en algunos detalles es más pulido).
A todo esto, los motores del Fantasía se ponen a temblar con más fuerza que de costumbre bajo nuestros pies y es que acabamos de llegar a Nápoles. Nos asomamos al balcón y asistimos al momento en que el barco maniobra lentamente para arrimarse al muelle donde piensa atracar. Nos acompaña la variopinta silueta de la ciudad de la pizza y una pequeña bandada de gaviotas. Muy cerca, atracado enfrente, vemos el Shav Lazio, perteneciente al Grandi Navi Veloci. Las aguas del muelle aparecen muy turbias y las gaviotas, a flor de agua, buscan restos de comida en pleno vuelo.

Comeremos en Il Cerchio D’Oro y luego, tranquilamente (lo de “tranquilamente” es un decir porque según nos han dicho ya hay 32 grados de temperatura cayendo a plomo sobre las calles de Nápoles), luego, digo, saldremos a dar un paseo lo más largo posible por la ciudad del Vesubio, que hace un rato pudimos entrever entre la neblina. Con la mochila preparada (tablet, cuaderno de notas y botella de litro y medio de agua), hemos decidido lanzarnos a la aventura tras tomar, eso sí, nuestro café correspondiente (hoy lo acompaño con un Averna, que está delicioso). Y cuando nos levantamos para ir al deck de desembarco, se cruza con nosotros el hombre alto y gordo, que nos saluda con una extraña reverencia. De camino al puesto de seguridad mi mujer me pregunta:
“¿Pero ese hombre no tiene mujer?”
Le contesto que  nunca lo he visto con ninguna en lo que llevamos de crucero.
“Pues hacer solo un viaje de estos debe de ser muy aburrido.”
Se me ocurre decirle:
“Algún incentivo debe de encontrar al hacerlo.”
Ella sentencia:
“Muy raro, muy raro.”
Nos había contado nuestro hijo mayor, que ha visitado en diferentes ocasiones la ciudad desde que muy joven pasara aquí una buena temporada disfrutando una beca del Erasmus), nos había contado, decía, muchas cosas positivas y algunas no tanto de Nápoles, pero al conocer la ciudad de primera mano, llegamos a la conclusión de que dominan las notas negativas. Y ya de vuelta al barco, entre ruidos de martillos hidráulicos, bocinazos de coches y motos, el caos de circulación que provocan éstos a cada momento, en el que se ven envueltos los pobres peatones (aquí no se respeta un solo paso de cebra y sólo si te pones delante y, molesto, les exiges que paren, aun a riesgo de que te lleven por delante, algún coche frena de golpe para que pases); entre todo eso y la suciedad y miseria que se ve por todas partes, hasta en los lugares más visitados por los turistas, convierten a Nápoles en la ciudad más ruidosa, caótica y sucia de esta parte del mundo.
No podíamos imaginarnos cuando, tras dejar atrás la hermosa Estazione Maritima, subíamos la rampa del Castel Nuovo, que lo que nos esperaba en las calles y plazas del interior de la ciudad iba a ser tan negativo. ¿Era el sofocante calor el que acentuaba lo malo? Quiero creer que sí. De todos modos intentamos sacar el máximo provecho de cuanta hermosura arquitectónica, pese a todo lo anterior, posee Nápoles, que es mucha. La mole negra del Castillo, como un ave gigantesca que abre sus alas oscuras para acoger a los visitantes, ya contiene una belleza singular. Sólo el arco de entrada con sus relieves escultóricos merece la pena estar aquí, bajo este irrespirable bochorno. No hay nada que no remedie un buen trago de agua. Pero al poco tiempo, tras dar con la Via de Toledo, referencia principal para internarse en el casco antiguo, descubrimos lo que nos temíamos. Suciedad, tráfico endemoniado, incivismo por doquier, señales de robo y rotura de cristales de coches, hasta en las cercanías de la bellísima Piazza del Gesú y Santa Chiara, mendicidad a todas luces, patios interiores de bellos palacios convertidos en improvisados aparcamientos de coches y motos y un largo etcétera de incomodidades y muestras de mala educación. La cultura y el arte parecen dar la espalda (o haberse conformado a ello) a la alocada vida de los napolitanos, los de a pie y motorizados (especialmente estos últimos), y refugiarse en las hermosas fachadas de templos y palacios (convertidos hoy en Facultades universitarias) y en los puestos de libros de ocasión, segunda mano o simplemente viejos, que no antiguos, de los escaparates y tenderetes que recorren la Porta Alba o la Plaza de Dante, sólo hermosa en las alturas de las estatuas que coronan el Convitto Vittorio Emanuele y en el blanco, milagrosamente impoluto (aún no han llegado a él las pintarrajeadas costumbres de los insaciables grafiteros) de la estatua del insigne autor de la Divina Comedia, el cual, dando la espalda al Convitto, mira resignado a la ruidosa Via de Toledo. El caos del tráfico rodado (“robado”, diría yo, al buen sentido) y el calor estival reinante bien pudieron inspirar a Dante su Infierno (con razón el de Florencia apunta nostálgico con su dedo hacia su ciudad natal, anhelando inútilmente la calma y la serenidad de la campiña Toscana). Sin embargo, todo hay que decirlo, en medio del barullo incesante y el desconcierto general aparece de vez en cuando a nuestro paso indagador algún rincón de sosiego, milagro de paz y serena belleza, como el patio solitario, ¡sin coches ni motos!, donde junto a unas macetas de elegantes aspidistras se yergue el blanco callado de una estatua de mujer cubriéndose pudorosa sus partes íntimas.

Ahora, gracias a Dios de vuelta a nuestro camarote del Fantasía, y habiendo descartado (cuando se lo dijéramos a nuestro hijo mayor se enfadaría) la Flagelación, de Caravaggio por quedarnos bastante lejos de la ruta que habíamos elegido y también por la falta de tiempo el Museo de Campodimonti, donde se hallaba), de vuelta digo al camarote del Fantasía todo acaba bien con una ducha larga y una siestecita más que regular mientras mi mujer contempla en la tele internacional un episodio de la serie Seis hermanas que comenzó a ver antes de iniciar el crucero. Después, mientras asistimos a la partida del barco para dejar atrás  Nápoles, tomamos en La Vela el batido de rigor, haciendo tiempo (mejor viviéndolo sin prisas) para el comienzo del espectáculo en el Teatro de L’Avanguardia, que hoy ha sido un tributo (no en vano se titula Tribute) al mundo de la ópera: un tenor y una soprano, muy bien los dos, nos han deleitado con arias de conocidas obras, entre las cuales, “E Lucevan l’Estelle”, de la Tosca de Puccini; pero también un tributo a otras culturas musicales y bailarinas, como la nuestra (Granada ha sonado algo rara en la garganta del tenor, pero han volado airosamente los pliegues de los vestidos de las bailarinas andaluzas).

En cuanto a la cena con nuestros compatriotas, hoy ha sido más animada y confidencial que las dos noches anteriores, si bien el matrimonio de Aragón no ha acudido al comedor (posiblemente, Dolores, la mujer, diabética, se ha debido de encontrar mal; le preguntaremos mañana en cuanto la veamos). Ha vuelto a surgir el tema de los hijos y los nietos, junto con el de los viajes y la excursión a Pompeya que ha vivido la pareja madrileña y que, según el hombre, no le ha gustado; critica la prisa en verlo todo (que es como decir que no han visto nada como a ellos les hubiera gustado) y el no haber tenido tiempo siquiera de tomar café después de la comida, igualmente precipitada y pobre. A una pregunta del canario de Santa Cruz de Tenerife, contesta que en la agencia de viajes madrileña contrataron el paquete de excursiones del Crucero a mitad de precio. Y tras unos minutos de silencio, se pone confidencial y nos cuenta brevemente su vida de estos últimos años. Nos dice con alguna lágrima rondándole los ojos que enviudó hace unos años y recuerda mucho y echa de menos a su mujer. Que al poco tiempo conoció a la mujer que le acompaña y se juntó con ella. No se han casado por decisión de ambos, dice, que así están mejor, cada uno con sus bienes y sus aficiones. Parecen los dos buenas personas.

Tras la cena, hemos seguido la sobremesa los cuatro en la Piazza San Giorgio, bonito rincón con techo pintado de azul y nubecillas, veladores y sillas de hierro y fuentes blancas con surtidores de habla suave y agradable. El sonido del agua, la voz de la cantante y la música del piano que la acompaña y nuestra conversación amistosa, sin reservas ya y con refrescantes cócteles delante han formado una sinfonía inolvidable. Habíamos quedado también con la pareja canaria, pero al final no se presentaron. Así que la conversación tiró enseguida por el camino de Aranjuez  y primero el hombre y después su pareja nos contaron cómo viven desde que se jubilaron, qué planes tienen, a qué dedican su tiempo libre, como dice la canción. Él me habló de un huerto que cuida que tiene algunos frutales, y de cuando estaba trabajando de jefe de equipo en una empresa alemana, y de sus cuatro hijos, y sus nietos…, y de su primera mujer… y de  ésta que vive ahora con él, relación que aprueban sus hijos, según dice con alguna lágrima en los ojos.

A las tantas de la noche nos despedimos, y cada mochuelo a su olivo. Mañana será otro día. Al entrar en el camarote, descubrimos sobre la cama el Programa de actividades del día siguiente, entre las que destaca la arribada del Fantasía a Mesina a las ocho de la mañana. Ya contaré.

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