miércoles, 2 de septiembre de 2015

EL CRUCERO (V)

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Capítulo V
Me confunden con otro hombre
                                                        Domingo, 17 de mayo

El barco llega a Génova a las 7 y media de la mañana. Se oyen sus motores mientras todo él se estremece bajo nuestros pies. Está entrando en la dársena del puerto acompañado de una pequeña bandada de gaviotas. En el muelle de enfrente un barco viejo, oxidado, recuerda, atracado a él, mejores tiempos. El Fantasía, este gigantesco hotel flotante en el que estamos viviendo, maniobra lentamente buscando su perfecto acoplamiento, mientras la ciudad natal de Colón baila alrededor con su silueta característica y el sol matutino entra de rondón en el camarote. Aparece, al paso lento del nuestro, el transatlántico Caribbean Princess, que ya lleva atracado un tiempo, cuya inmensa y bella mole cautiva nuestra mirada. Abajo, en  el muelle, aguardan con las maromas en las manos para atracar el Fantasía los empleados de la naviera. Noto que el barco está ansioso por extender su pasarela a nuestros pies para ponernos en contacto con la ciudad. Yo también estoy ansioso por visitar Génova.

Y ahora, pasada la una del mediodía, estamos de vuelta de nuestra visita ante la hermosa fachada de la Estazione Maritima, junto a la enorme hélice dorada que sirve de monumento a la marina. Tras la presentación de la cruise card y la identificación correspondiente, buscamos con alivio el ascensor que nos lleva a nuestro camarote. Y en el balcón, ahora en sombra, y a la vista de la fachada posterior de la Estazione, tomo asiento para escribir lo que recuerdo de la visita a la ciudad.
Una vez que cruzamos la estrada, avistamos la Via Pré y por ella andamos unos metros hasta el Mercado Comunale. Por la escalera pegada al pretil descendemos hasta la concurrida Via  Gramsci y caminamos por la acera hasta llegar a la altura del Galeón de Neptuno, que está atracado al otro lado de carretera y cuya imponente estampa (mascarón de proa, casco, mástiles, jarcias y demás componentes) me recuerda uno de aquellos que se usaban en la época del descubridor de América para dominar los mares. Cruzamos la Vía y durante unos minutos examinamos su enorme volumen. Después curioseamos aquí y allá por el bullicioso paseo entre vendedores ambulantes y llegamos hasta la plaza de San Jorge. Curiosa mezcla entre las pinturas exquisitas del exterior del Palacio del mismo nombre y el rastro casi miserable que se extiende a sus pies donde se venden objetos y prendas de vestir de cuarta, quinta o enésima mano. Algo más adelante enfilamos la calle de San Lorenzo hasta dar con la hermosísima catedral de su nombre. El santo mártir y su famosa parrilla aparecen en el tímpano de la entrada principal mientras que en los extremos de su bellísima fachada, construida entre los siglos XII y XIV y con elementos góticos y románicos (la torre del campanario y la cúpula son del siglo XVI), dos soberbios leones de mármol son montados por chiquillos ante la pasiva mirada de sus padres (¡qué le vamos a hacer!, el incivismo está a la orden del día y la educación de los padres y tutores de los pequeños en total penumbra).
 Preferimos contemplar el interior del templo. Enseguida llaman la atención, entre otros detalles, los arcos subidos sobre otros que sirven para separar la nave central de las laterales, el mármol verde y blanco tanto en arcos como en columnas, el colorido del rosetón y las vidrieras, los sepulcros y sus magníficas estatuas, el órgano con puertas abiertas decoradas con bellas pinturas, la bóveda de estucos y medallones que rodean los frescos de Tavarone…, todo formando una sinfonía arquitectónica solemne pese al gentío que entra y sale, deambula aquí y allá portando cámaras de fotos (yo no me excluyo: si no añado a la información escrita previa que llevo conmigo la gráfica del instante vivido estoy absolutamente perdido); lo que no soporto de ninguna manera son los comentarios en voz alta que unos y otros hacen a mi lado casi en el pabellón de mi oreja. Menos mal que la belleza es incorruptible.
Y salimos de la catedral para seguir subiendo. Algo más arriba, a la izquierda, damos con el Palazzo Ducale, en la piazza Matteotti, ocupada por un mercadillo de alimentos artesanales. El palacio fue sede del gobierno de la República y hoy de grandes eventos, exposiciones y actividades de prestigio. Teatro, pintura, mucha luz y claustros lisos, casi minimalistas, hechos sólo para buscar la paz y el equilibrio, paréntesis entre los actos encaminados a la recreación del espíritu. Tras dejar atrás el Palacio, llegamos a la Plaza Ferrari. La sensación fue ver en el centro la fuente con un chorro de agua rosa, detrás la fachada circular de la Bolsa y a la izquierda la estatua ecuestre de Garibaldi defendiendo las columnas del Teatro de Carlo Felice. Por el XII de octubre bajamos hasta encontrar escondido en un jardín particular la réplica blanca del David de Miguel Ángel. Foto obligada, lo mismo que en otros sitios, camino ya del paseo marítimo, como la Puerta Soprana, la efigie de Elvis Presley en la entrada de un bar próximo o, ya en el muelle, la esfera de la vida frente al acuario y junto a la hélice gigantesca que reposa delante de la Estazione Maritima. Aún hay tiempo de cruzar nuevamente la estrada y enfilar la Via Garibaldi para acercarnos al Palacio Blanco y admirar las pinturas de Veronese y Caravaggio, entre otros, especialmente su magnífico Ecce Homo. Algo cansados volvemos a la Terminal. El Fantasía parece desde fuera un animal fabuloso que espera sorprender a cada instante al pasajero que va a entrar en su grandioso vientre. Como un Jonás voluntario, entro en él en busca de nuevas sorpresas, pese a llevar tres días a bordo y haberlo visto casi todo.

Es la hora de comer y lo hacemos en Il Cerchio D’Oro. Nos acompañan dos parejas españolas, una andaluza y otra madrileña, que, por lo visto comparten mesa por la noche. A una pregunta, contestamos que es nuestro primer crucero y en seguida se turnan las dos parejas para hablarnos excelencias de los cruceros que han realizado. Luego dicen que se han quedado en la zona de las piscinas disfrutando del agua, el sol y los refrescos. No han bajado a ver Génova porque ya la conocían de otras veces, añade el hombre andaluz, que aprovecha para quejarse de algunos servicios del barco, a lo que el madrileño intenta quitar hierro diciéndole que ha debido de haber algún malentendido por culpa del idioma, que los camareros son muy simpáticos y bla bla bla. Se interesan por nuestra procedencia y al conocerla nos preguntan sobre el tema del independentismo catalán. Preferimos emplear generalidades para evitar que la comida nos siente mal.

A las cuatro y media de la tarde, después de haber tomado el café y una averna con hielo en El Capuchino Bar y de subir al camarote a reposar un poco, decidimos subir en bañador a la zona de las piscinas a tomar el sol y si hay sitio a probar las burbujas del jacuzzi. Con las toallas naranjas bajo el brazo alcanzamos la cresta del animal fantástico, que a esas horas está bastante habitada por gente medio en cueros. Buscamos un par de hamacas vacías, extendemos las toallas y nos colocamos adecuadamente sobre ellas. Al poco rato, ya no puedo aguantar más el calor y me  acerco a la barandilla superior. Me apoyo en ella notando en la cara la brisa del mar. Es agradable mirar desde aquí arriba cuanto se nos ofrece a los ojos. Abajo, enfrente mismo, se abre el jardín de un palacio. Hay una fuente rematada con una estatua, posiblemente un dios marino, Neptuno tal vez (es uno de los motivos estatuarios más recurrentes), acompañado de dos caballos del mar; en los paseos del jardín deambulan como hormigas en busca de su hormiguero unas cuantas personas. Al fondo del jardín nacen dos escalinatas que se juntan en la explanada donde se levanta el palacete, en el que destaca el juego de arcos y columnas de la fachada principal. Detrás de éste asciende la montana hasta un cielo azul apenas habitado de unas nubecillas desleídas como gasas desprendidas de un vestido turquesa, y en la ladera verde de la montaña brotan aquí y allá casas blancas, torres de iglesias y otros palacetes. De vuelta a la hamaca opto por meterme en el jacuzzi junto a tres jóvenes italianos que hablan sin parar. Me relajo. Luego llega mi mujer y hace lo mismo y los tres jóvenes siguen metidos en las burbujas sin hacer intención de salir del jacuzzi. Nasi y yo intercambiamos unas palabras sobre el asunto y decido dejar la pequeña piscina circular y regreso a la hamaca. Tomo el cuaderno y me pongo a escribir un párrafo sobre la poca atención y la nula generosidad que mostramos las personas con los demás cuando estamos en un sitio común, llámese jacuzzi o sauna o chorros de agua caliente en un SPA, al que de pronto consideramos de nuestra absoluta propiedad. En ese momento llega mi mujer con parecido talante al mío añadiendo que aún siguen los tres jóvenes italianos metidos en el jacuzzi. Cierro el cuaderno.

“¿Sabes lo que te digo? Que hemos venido aquí a pasarlo lo mejor que podamos. Olvidemos a esos caraduras y, en compensación, tomemos un batido bien fresco. ¿Qué te parece?”

A mi mujer le parece estupenda la idea. Se tiende al sol sobre la hamaca y yo me levanto para acercarme a la barra del Gaudí Bar. Mientras espero a que el camarero venga a atenderme, se me acerca el hombre alto y gordo, ahora más gordo que nunca por estar en bañador (podría nadar sin moverse por los michelines que tiene en la cintura, pienso al instante). No me sorprendo lo más mínimo porque creo que ha venido como yo a pedir algo al camarero sudamericano que anda detrás del mostrador. Pero no. Al parecer soy yo el centro de su atención. Me mira con descaro unos segundos y está a punto de abrir la boca cuando el camarero sudamericano me pregunta qué quiero tomar. Respiro con alivio. Con la carta abierta por la página de los batidos, le señalo un Mango Sunrise y una Piña Colada. El camarero se pone a hacerlos y yo miro de reojo al hombro alto y gordo con michelines. Vuelve a mirarme descaradamente y enseguida abre la boca para decirme:

 “¿No nos hemos visto antes?”

Le contesto que es posible, en el barco, en el autobús de Marsella…

“No, no; me refiero a Barcelona. ¿No es usted Sebastián Cárdenas, el crítico de arte del Eixample?”

Niego con la cabeza mientras pienso que es una manera muy extraña de entablar una conversación tan lejos de Barcelona, en un crucero de relax. Lo mejor hubiera sido hablar del confort del barco, de las comidas o de las propias excursiones en tierra, qué sé yo… Pero él sigue con lo suyo.

“Juraría con la Biblia delante que usted es Sebastián Cárdenas. Es clavado. El pelo blanco, gafas de Prada, bigote y perilla, delgado, de una estatura así como la suya, hasta me pareció que tenía su mismo andar, algo encorvado y titubeante. En cuanto lo vi subir al barco el viernes pasado, me dije qué suerte he tenido al encontrarlo aquí. Así me desharía de un peso que llevo encima desde hace meses.”

Le oía sin escucharle realmente, pero al decirme que había tenido suerte en encontrarme a bordo y que desharía de un peso que llevaba encima desde tiempo atrás, confieso que despertó mi interés, si bien quedó sólo en eso. Así que cuando, después de mostrar al camarero mi cruise card y tomar los dos batidos solicitados, me retiraba de la barra, le contesté simplemente, aunque enseguida me arrepentí:

“Siento no ser ese crítico de arte que dice”.

Y lo dejé con la boca abierta.

Al llegar a las hamacas, le dije a mi mujer que acababa de cruzar unas palabras con el hombre gordo y sudoroso del autobús de Marsella.

“¿Qué quería?”

“Nada, me ha confundido con otra persona.”

“Pues asunto zanjado”.

“Eso, asunto zanjado”, y le di la Piña Colada.

A las seis de la tarde, casi a la misma hora de ayer, el Fantasía abandona la dársena acompañado del barco piloto y una pequeña bandada de gaviotas que más tarde, cuando el barco entre en mar abierto, también volverán al puerto. Dentro de un rato se volverán a quedar solos el mar y el transatlántico. Y la noche, más sola todavía, sumirá a los dos en la calma más absoluta. Pero dentro del Fantasía, en su vientre habitado, seguirán latiendo los corazones de los pasajeros, sonando la música en los rincones más románticos y la explosión de aplausos y sonidos en el Teatro, como un mágico paréntesis sin tiempo, en un recinto aislado, cubierto, lujoso y seguro, que se desliza sin prisa sobre los múltiples y misteriosos senderos del mar, y en su exterior iluminado por luces de esperanza.

Antes de ir al Teatro, como cada tarde, tomamos nuestro cóctel correspondiente y nos damos un paseo por la cubierta 7 viendo al sol ponerse en lontananza, mientras sobre nuestras cabezas los botes salvavidas (leemos que cada uno tiene una cabida de 150 personas) adornan la seguridad del barco.

El espectáculo de hoy es una nueva exhibición del estupendo equipo de animación del Fantasía, que ha puesto en escena una recreación musical, bailarina y circense (ya nos tienen acostumbrados a este tipo de acrobacias y coreografías) de El Zorro, el mítico aventurero. Lo mejor, a mi parecer, ha sido la interpretación de la virtuosa violinista.

Y la cena en Il Cerchio D’Oro. Con la confianza en aumento, las conversaciones de los comensales tratan, no podía ser de otro  modo, de más viajes, de lugares que se han visitado y otros que se piensan visitar, de hoteles, de coches que se alquilan en los diversos desplazamientos, de AVES y trenes de alta velocidad y, claro, de cruceros. Y surgen las inevitables comparaciones y, para que no se moleste nadie con afirmaciones demasiado contundentes o partidistas, aparecen los silencios repentinos, las palabras a medias. Pero ya digo que aún así la confianza (que siempre acaba dando asco, como dice el refrán) va aumentando entre nosotros de plato a plato, y brotan por generación espontánea los chistes y juegos de palabras algo subidos de tono. Todo vale al parecer en un viaje en barco de ocho días hasta cierto punto compartido, menos contar secretos. Al menos de momento (ya llegarán).

Tras la cena, la pareja de Madrid nos ha acompañado al baile de L’Insolito Lounge, del deck seven. Hemos pasado un rato muy agradable, tanto en el rincón que ocupábamos tomándonos unas copas como en la pista de baile marcándonos unas cumbias tocadas y cantadas magistralmente por la orquesta de turno.

Y ahora, pasada la una de la madrugada (¡vaya vida para unos modestos y tranquilos jubilados!), ya recogidos en la paz de nuestra cabina, redacto velozmente estos apuntes antes de meterme en la cama. Mañana toca Nápoles. Mientras lo pienso, me doy cuenta de que los poderosos motores del Fantasía siguen temblando bajo mis pies (nunca están quietos) camino de Nápoles. Este gigantesco complejo turístico que avanza majestuoso surcando la inmensa espalda del mar Tirreno.

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