sábado, 3 de septiembre de 2022

LAS MUJERES DE BÉCQUER (2)

 

Segunda Secuencia

 

11,58 de la noche. El estudio del poeta.

Suave penumbra.

 

Gustavo Adolfo Bécquer está sentado frente al cuadro del caballete, contemplando atento lo que la pintura representa, que no es otra cosa que el propio poeta, muy joven, con la boca entreabierta, como hablando a un público invisible.

Aúlla fuera, lúgubre, el viento nocturno.

Luego silencio.

Y enseguida se deja oír un chasquido en el reloj de pared y empiezan a sonar las doce campanadas de la medianoche, lentas, seguras, profundas…, mientras un punto luminoso aparece en el lado opuesto de la pintura.

Gustavo se levanta del sillón para prestar atención a la luz que va agrandándose hasta aparecer en él la figura de una mujer muy joven y muy hermosa, con ropas de época, que mira al poeta en silencio. Éste se acerca a la aparecida con solicitud. Le dice:

--Tú eres Sara, sí, ojos grandes, labios encendidos, tez blanca y transparente como el alabastro… Sí.  Mi hermano Valeriano me acaba de anunciar tu visita. Supongo que vienes a recriminarme mi actuación respecto del rumbo que di a tu destino en la leyenda que redacté en Toledo sobre tu familia…


 

--Sí, soy Sara, y como usted sabe, mi nombre en hebreo significa “princesa”. Mi padre me puso ese nombre en recuerdo de Sara, la esposa de Abraham y madre de Isaac, y supongo que deseaba para mí un destino judío de buena esposa y buena madre. Para nada pensó en la comunidad cristiana de Toledo, tan cercana, por otra parte, a la nuestra. Y el amor no distingue razas ni religiones. Usted lo sabía  muy bien al escribir la leyenda de la que me hizo su protagonista. Gracias. Y no. No he venido a recriminarle nada respecto al papel que me da en su relato, porque así lo pide la tradición que le sirve de base. Si usted no hubiera querido mostrar al pueblo cristiano la lección que se desprende de la leyenda, no habría introducido en ella al pastor que pasó por las ruinas de la iglesia en que fui sacrificada y encontró la planta que brotó de la tierra donde estaban enterrados mis huesos, y mucho menos el arzobispo habría tenido entre sus manos la flor de dicha planta que le llevó el pastor, la cual, abierta, muestra los tributos de la pasión de Jesús, la corona y los clavos.

--Tienes razón, querida niña.

--No, yo no he venido a reprocharle nada, mi querido escritor; al contrario, esta noche he venido a consolarle y a recordarle que tampoco debe temer nada de los posibles reproches que le puedan hacer las tres mujeres que vendrán a verle después de mí. Usted siempre habló bien del género femenino y lo trató con exquisita delicadeza. Ya sé que en un momento de desilusión o desengaño hacia el amor y hacia la vida a todos nos puede tentar alzar una palabra más que otra e incluso llegar a afirmar cosas de las que nos arrepentimos, y si ustedes los escritores dispusieran de la oportunidad de corregir lo que dejaron escrito en circunstancias así, estoy convencida de que lo harían, es más, lo suprimirían con entusiasmo y alivio. Y respecto a usted, ignoro los motivos (debieron de ser de mucho peso) para que llegara a escribir en una rima: “Una mujer me ha envenenado el alma, / otra mujer me ha envenenado el cuerpo (…) / Si mañana, rodando, este veneno / envenena a su vez, ¿por qué acusarme? /¿Puedo dar más de lo que a mí me dieron?” Pero sé que a su mujer, Casta, de la que sin duda estuvo usted muy enamorado, y que por las circunstancias que sólo ustedes dos conocen, decidió seguir su camino y dejar que usted siguiera el suyo (es algo que puede ocurrir en todos los matrimonios), le dirigió, sin embargo, las palabras más bonitas que un hombre puede decir a una mujer: “Tú prestas nueva vida y esperanza / a un corazón para el amor ya muerto; / tú creces de mi vida en el desierto / como crece en el páramo la flor.” Y posiblemente también estas otras: “Podrá la muerte / cubrirme con su fúnebre crespón; / pero jamás en mí podrá apagarse / la llama de tu amor.” Y a Elisa, uno de sus primeros amores, estos cuatro versos: “Para poder poner ante tus plantas / la ofrenda de mi vida y de mi amor, / con alma, sueños rotos, risas, lágrimas, / hice mis versos yo.” Estaría recordándole toda la noche que tiene usted motivos para estar orgulloso de las atenciones que mostró siempre hacia la mujer en su obra. La mujer es la protagonista de la mayor parte de sus versos, lo mismo que de sus tradiciones y leyendas y otros escritos en prosa, como las cartas literarias que dedicó a la mujer que le inspiró el amor, la propia poesía y la religión. La religión, el castillo interior del que trató otra mujer, ejemplo de mujer de los pies a la cabeza, Santa Teresa de Jesús. El castillo interior que cada ser humano guarda celosamente en su corazón. Como usted o como yo, una pobre y humilde joven que ha tenido la suerte de venir esta noche aquí a conocerlo en persona y a brindarle, si me lo permite, mi consuelo, antes de que pueda pensar que las mujeres que me relevarán a lo largo de esta noche tienen algo de razón en lo que aleguen en sus reivindicaciones, y baje usted al reino de las sombras con el alma llena de zozobra y el sentido de la culpa azotando su corazón. Le deseo que su tránsito le sea leve.

--No sabes, Sara, lo reconfortado que me quedo tras oír tus palabras. Por eso antes de que regreses al mundo del que has venido, quiero decirte que siempre te consideré, pese a todo, una mujer fuerte y valiente al presentarte aquella noche de Viernes Santo ante tu padre y los judíos que lo acompañaban, decididos a matar a tu enamorado cristiano.

--¿Fuerte? ¿Valiente? Me animaba la fe inquebrantable en el verdadero Dios que mi amado me había revelado. Aún recuerdo, y le doy a usted las gracias por ello, las palabras que puso en mi boca: “Vengo a deciros que en vano esperáis la víctima para el sacrificio, si ya no es que intentáis cebar en mí vuestra sed de sangre, porque el cristiano a quien aguardáis no vendrá, porque yo le he prevenido de vuestras asechanzas.” Nunca antes me había sentido tan orgullosa de haber abrazado la verdadera religión y entendido el alcance de aquel milagro del Cristo de la Luz, que había sido robado por unos cuantos judíos, pero que el crimen fue descubierto porque el Crucificado había dejado un rastro de sangre tras Él. Y orgullosa sigo. Y usted haga igual. Siéntase orgulloso de sus escritos,  especialmente de los dedicados a honrar a las mujeres. Ellas se lo agradecerán siempre. Adiós.

--Adiós, Sara.

La luz de la escena va apagándose paulatinamente, mientras una voz dice: “El cadáver, aunque nunca se pudo averiguar de quién era, se conservó por largos años con veneración especial en la ermita de San Pedro el Verde, y la flor, que hoy se ha hecho bastante común, se llama Rosa de Pasión.”

Oscuridad total durante unos minutos.



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