jueves, 25 de agosto de 2022

LAS MUJERES DE BÉCQUER (1)

 




Primera Secuencia


Madrid, tarde-noche del 21 de diciembre de 1870


Gustavo Adolfo Bécquer acaba de llegar a su casa, después de haberse atrevido a salir con un tiempo tan infernal como el propio de Madrid en estas fechas, pese a que primero Casta, su mujer, y luego sus amigos le han advertido del peligro que puede correr su estado de salud al exponerse al frío de ese modo, y más cuando en la Puerta del Sol el poeta se ha subido al piso superior descubierto de un tranvía de caballos y ahí ha permanecido todo el trayecto hasta la calle Sánchez Coello, donde se halla su domicilio. En estado febril y tosiendo fuertemente, ha entrado en su estudio, una pequeña estancia en la que hay, además del sillón donde se deja caer, su mesa de trabajo, una estufa de leña y un reloj de pared. Sobre el escritorio reposan algunos libros, papeles sueltos y un portarretratos con la foto de su hermano Valeriano.

El poeta, que tose a menudo, muestra cansancio, decaimiento y tristeza, y la fiebre le provoca pequeñas alteraciones en la vista y el oído. De pronto coge la foto de Valeriano y se pone a contemplar con ternura el rostro del pintor.

La luz del estudio empieza a apagarse hasta alcanzar una suave penumbra.

Gustavo deposita de nuevo el portarretratos sobre la mesa para prestar atención al punto luminoso que acaba de aparecer a un lado del estudio y enseguida va agrandándose hasta brotar de él su hermano Valeriano. Lleva ropa de pintar, se apoya sobre un caballete que parece sostener un cuadro oculto bajo una tela que aprisiona por una punta, con gesto de tirar de ella para descubrir el cuadro.

Gustavo, sorprendido gratamente, tras toser durante unos segundos, se levanta con esfuerzo del sillón y da unos pasos hacia donde está Valeriano. Le dice:

--¡Ay, hermano! No sabes cuánto te he echado de menos desde que te fuiste de mi lado, apenas hace tres meses.

--Yo también lamento haberte dejado tan solo. Y ahora, más que nunca, necesitas que haya a tu lado un ser que te quiera. Justo ahora que tú también te dispones a levantar el vuelo de este mundo sin sentido. Por eso, con permiso del señor de las sombras, he querido acompañarte durante un tiempo y mostrarte algo que te gustará.


 

Le señala la tela que cubre el cuadro del caballete.

--Muchas gracias, Valeriano. Ya tu sola aparición, en estos momentos tan desoladores, es mi mayor consuelo. ¿Qué oculta esa tela? ¿Acaso es el cuadro que me prometiste en vida durante nuestro último encuentro en Toledo? Porque si es así, ya puedo irme tranquilo al lugar que me espera.

--Algo tiene que ver con ello, Gustavo. Pero antes de mostrártelo, deseo hablarte de un mensaje que alguien de la capital imperial me dio para ti antes de que yo consiguiera el permiso del señor de las sombras para atravesar su umbral para venir a verte.

--¿Alguien de allí, de Toledo? No será del ciego de Zocodover, con el que hablábamos de lo divino y lo humano algunas tardes al caer el sol en el pretil del río, con la vista puesta en el oro del Tajo a su paso por el puente de Alcántara.

--No, Gustavo. No es el sabio ciego del Zocodover quien me dio ese mensaje. Es Sara, la bella joven judía que se sacrificó por el cristiano del que estaba enamorada para que su padre y los suyos no lo mataran.

--¡Ay, pobre Sara! Yo la sacrifiqué. Yo fui, Valeriano, quien la mató para justificar el desenlace de la leyenda de la rosa de pasión, y que ahora de todo corazón me arrepiento. Pero ¿cuál es su mensaje?

--Está relacionado con lo que acabas de decir. El mensaje que me dio Sara es que te anuncie su propia visita y la de tres mujeres más.

--Ya me imagino, Valeriano, de qué mujeres se trata. Y del mismo modo en que me arrepiento con toda mi alma del cruel final que le di a Sara, me arrepiento del modo misógino en que me porté con María Antúnez, con Beatriz Borges y con el espíritu femenino que vivía en la Fuente de los Álamos. Porque son ellas, ¿verdad?

--Así es. Pero también de una cuarta persona.

--¿De quién? ¿De otra mujer? ¿O quizás de un hombre?

--Lo siento, Gustavo. Sobre esta última visita, se me tiene negado proporcionarte cualquier tipo de información.

--No me parece mal. Lo tengo bien merecido. Y dime, Valeriano, tras recibir esas cinco visitas, ¿podré finalmente marcharme tranquilo? Te lo digo porque ya tengo apalabrado el nicho 470 del Patio del Cristo de la sacramental de San Lorenzo y San José.

--Ojalá no encuentres ningún otro impedimento. De cualquier forma, eso sólo depende del señor de las sombras. De momento, aquí sigo yo para hacerte compañía hasta que llegue la hora de las visitas.

--Vuelvo a agradecértelo infinitamente, querido Valeriano. Siempre fuiste mi fiel confidente y compañero vital, y ahora en la antesala de la muerte sigues consolándome. Espero encontrarte al otro lado nada más cumplir mi último segundo de existencia. Y volviendo a esas visitas que me harán los habitantes de las sombras, ¿puedes informarme de cuándo empezarán?

--Eso sí se me está permitido comunicarte. Cuando ese reloj de pared empiece a dar las campanadas de la medianoche y yo te haya mostrado el cuadro que reposa sobre este caballete.

--¡La medianoche! La hora de los muertos, de las brujas, de los que cometen los peores delitos y de la amarga espera de quienes sufren condena. ¿Qué haremos hasta entonces. ¿Quieres que eche más leña a la estufa? En esta época hace mucho frío en Madrid y estarás helado.


 

--Yo ya no siento el frío. El hielo forma parte de mi estado. Además ya falta poco para que mi misión llegue a su fin. Sin embargo, antes de que tire de la punta de la tela que cubre el cuadro del caballete y de que regrese al mundo de las sombras, al que pertenezco, me gustaría volver a oír de tus labios la rima que tantas veces me recitabas para consolarme en las horas más bajas.

--Nada me hará más feliz. A lo mejor así también alivie yo, al recitarla, las posibles y justas recriminaciones de las visitas que están por llegar.

Recita:

Los invisibles átomos del aire

en derredor palpitan y se inflaman,

el cielo se deshace en rayos de oro,

la tierra se estremece alborozada…

Para entonces Valeriano ya ha dejado el cuadro del caballete al descubierto, y la luz acaba de apagarse dejando la escena completamente a oscuras durante unos minutos, en los que suenan nuevamente las toses de Gustavo y enseguida las voces de los dos hermanos.

--Adiós, Gustavo. Te estaré esperando.

--Modificando el sentido de unas palabras pronunciadas por Melibea, te digo: Hasta pronto, Valeriano, y muchas gracias de nuevo; tu mensaje me ha traído consuelo y tu marcha no puede causarme ningún daño.

La oscuridad y el silencio permanecen unos segundos más. 

 

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