lunes, 12 de septiembre de 2022

LAS MUJERES DE BÉCQUER (3)


 

Tercera Secuencia 

 

El estudio del poeta.

Suave penumbra.

 

Gustavo Adolfo Bécquer sigue febril, delirante, sentado en el sillón del escritorio.

De pronto le sobreviene un ataque de tos.

Silencio.

Se lleva una mano al pecho en un gesto de dolor y de cansancio  

Fuera el viento golpea la madera de alguna ventana abierta.

Nuevo silencio.

El poeta acerca el retrato de su hermano, lo mira fijamente y se pone a hablar con él.

--Sara ya se ha ido. Ahora, ¿quién será la siguiente mujer en aparecer? ¿Beatriz Borges? ¿Aquella joven francesa que vino a curarse a Soria, y en el palacio de los Alcudiel, donde estuvo alojada con su familia, conoció a su primo Alonso? ¿O será la anónima mujer de los ojos verdes de la Fuente de los Álamos, de la que se enamora Fernando de Argensola?  ¿O acaso María Antúnez? ¿Aquella mujer toledana, hermosa donde las hubiera, con aquella belleza diabólica que a veces presta el diablo a algunas personas para convertirlas en instrumentos suyos aquí en la tierra? Más de una vez, Valeriano, conocimos tú y yo en la ciudad del Tajo algunas de esas mujeres tan bellas como caprichosas y extravagantes, capaces de hacer perder el juicio a los hombres que tuvieran la mala suerte de enamorarse de ellas, obligándoles a cometer grandes sacrilegios para satisfacer sus caprichos. Como María que incitó a su amante a robar la ajorca de oro que llevaba puesta en su brazo la Virgen del Rosario de la catedral de Toledo de la que se había encaprichado durante la fiesta de la Virgen. ¡La catedral de Toledo! ¿Te acuerdas de ella? ¡Cuántas veces la visitamos juntos!  ¡Aquel mundo de piedra, inmenso como el espíritu de nuestra religión, sombrío como sus tradiciones, enigmático como sus parábolas! Y con todo, siempre tendremos una idea remota de ese eterno monumento del entusiasmo y la fe de nuestros mayores, sobre el que los siglos han derramado abundantemente el tesoro de sus creencias, de su inspiración y de sus artes. ¡La catedral de Toledo! ¿Recuerdas cuando, absortos ante su rica belleza, un día un vigilante del templo nos confundió, al oírnos hablar de sus tesoros artísticos, con dos ladrones que pensaban cometer un robo? Y allí en la cárcel, como si la cosa no fuese con nosotros, seguimos hablando de belleza, de arte, de monumentos, de capiteles y ojivas, hasta que apareció el director del periódico para el que trabajábamos y les dijo a nuestros carceleros quiénes éramos y nos dejaron en libertad. Siempre hemos sido tú y yo, Valeriano, unos soñadores. ¡Qué le vamos a hacer! El arte y la literatura es lo nuestro, y así ha sido hasta el final.

En ese momento, vuelve a sonar un leve chasquido en el reloj de pared y acto seguido empiezan a oírse las cuatro campanadas del primer cuarto del día mientras un punto luminoso aparece a un lado de la mesa y empieza a agrandarse hasta aparecer en él la figura de una mujer también joven y hermosa, vestida asimismo con traje de época, que mira al poeta con ojos de fuego mientras le muestra un brazalete de brillantes. El poeta le dice enseguida:

--Sé quién eres. Y antes de que me digas lo que has venido a decirme, quisiera que me escucharas unos minutos.

--¿Qué son para mí unos minutos si tengo a mi abasto toda la eternidad?

--Tienes razón. Pero a lo que iba:  si has dejado el mundo de las sombras para venir a recriminarme el trato que te di en la leyenda donde tú eres la verdadera protagonista, ya me adelanto que si lo hice fue porque así me lo dictaba mis creencias y mis propios sentimientos y, especialmente, la idea que tengo de las mujeres que como tú, estando enamoradas de los hombres que quieren, le incitan a infringir las normas divinas y humanas como prueba de su amor, y así Pedro de Orellana, que siempre está dispuesto a hacer lo que sea para complacer tu capricho, le roba la ajorca de oro a la Virgen del Rosario, a la que venera muchísimo, y encuentra el castigo que merece, sin dejar de gritar “¡Suya, suya!”, refiriéndose a ti. Cuando el castigo lo tendrías que haber recibido tú. Y una tradición es una tradición.


--Puede que tenga usted razón. Pero también usted mismo dejó escrito en la misma leyenda que mientras yo rezaba absorta en mis pensamientos religiosos, sin poder explicármelo, mis ojos se fijaron en el brazalete de la Virgen que hasta ese momento nunca había visto, se lo juro. Y nada podía apartarme de esa visión. Y aquella misma noche no pude pegar ojo con aquel pensamiento puesto en la ajorca de oro, y cuando al fin logré dormirme, encima soñé que una mujer morena y hermosa llevaba puesto el brazalete de la Virgen que más quiero y, mostrándomelo entre risas, me decía: “No es tuya y nunca lo será”. A la mañana siguiente desperté con la misma idea fija en mi cabeza, “semejante a un clavo ardiente, diabólica, incontrastable; inspirada, sin duda, por el mismo Satanás”. Son palabras que usted dejó escritas. Y cuando se lo dije a Pedro, y pensó que se lo decía para incitarle a que consiguiera la joya de la Virgen para mí, se espantó y me dijo: “¿Por qué no la tiene el arzobispo en su mitra, el rey en su corona, o el diablo entre sus garras? Yo se la arrancaría para ti, aunque me costase la vida o la condenación. Pero a la Virgen del Sagrario, a nuestra Santa Paloma, yo…, yo, que he nacido en Toledo, ¡imposible, imposible!” También son palabras de usted. Y si más tarde decidió por su cuenta robársela, es acción de la que sólo él es responsable. Me duele decirlo, pero creo que es así.

--Tal vez. Pero muchas veces las palabras, las insinuaciones y el tono con que las expresamos pueden trastornar el juicio de las personas a las que se las decimos y hasta robarles la voluntad y las buenas intenciones que siempre han dormido en sus almas. Y si es amor lo que profesamos, la fuerza de nuestras palabras rompe la más firme de las resistencias. Ése es el mensaje de la leyenda. Además, María, tú misma te has presentado esta noche a mí con el brazalete en tus manos. ¿Quieres decirme qué significado tiene eso?

Un silencio.

Los ojos de María pierden la intensidad del fuego y la ajorca desaparece de sus manos.

Luego le muestra las manos abiertas, vacías.

--Ahora ya no la tengo, ¿ve? Es lo que pasa cuando no acertamos a juzgar ecuánimemente nuestros actos. Por un momento pensé que la ajorca de la Virgen podía ser mía, y en ese sentido tenté a Pedro con mi llanto para que la robara para mí  aquella tarde infausta de Toledo en que los dos estábamos viendo pasar desde el alto pretil árabe de la ciudad imperial la corriente del Tajo. El hecho de presentarme aquí ante usted esta noche no tiene que ver nada con reproches ni recriminaciones. Sólo quería decirle que muchas de las cosas que hacemos en la vida, que parecen malas, no lo son, y otras que a la vista de las personas que nos rodean parecen buenas, en realidad no lo son tampoco, si unas y otras se examinan con los ojos del alma. Usted debe hacer eso, ahora que se acerca el trance de dar cuenta a Dios: examinar sus acciones con los ojos del alma para que no se mortifique ni se exculpe más de lo necesario pensando en ellas. Y del trato que dio a las mujeres en sus escritos, menos. Que usted siempre fue considerado con ellas, con sus criaturas, con todas nosotras, con las que nos compuso de cuerpo y alma humanos y con las que vistió de piedra, como la dama que tuvo que sufrir la afrenta de un oficial francés en uno de los conventos de Toledo, que en la época en que las tropas de Napoleón invadieron nuestra patria lo habían convertido en alojamiento. Usted lo cuenta con emoción y belleza.

--¡Ay!, ya sé a qué dama te refieres. Ese oficial francés irreverente, a la luz de la luna que entraba en el templo por una ventana de la capilla mayor,  la confundió con una mujer arrodillada, pero al acercarse a ella vio que era la estatua de mármol de una dama castellana que por un milagro de la escultura parecía que no la habían enterrado y que permanecía en cuerpo y alma y de rodillas, con las manos juntas en actitud de rezar, sobre la losa del sepulcro que cubría sus restos. Y eran tan bellos los rasgos faciales de la mujer, que el capitán francés se había enamorado tan locamente de ella, que sentía celos de la estatua que estaba de pie junto a la de la dama, la de un hombre con armadura, su marido sin duda; y eran tantos sus celos como he dicho que, preso de la locura, confesó a sus camaradas que había pensado muchas veces en hacer pedazos su estatua. El caso es que una noche, rodeado de soldados, el oficial francés llevó su locura al extremo de intentar besar a la dama de mármol, y ese intento le costó la vida. Pues el guerrero de piedra que estaba a su lado, vigilando más allá de la muerte que ningún mortal se atreviera a tocar a su amada, abatió al capitán de una espantosa bofetada de su guantelete de piedra.


 

--Justo castigo divino a quien osa burlarse de las leyes de Dios. Que es lo que usted pretendió siempre al escribir sus leyendas, ¿verdad?

--No sólo las leyes divinas. También las humanas. En una de mis leyendas traté el caso de Margarita que entregó su honra por amor a una persona que decía ser el escudero favorito del conde de Gómara, después de que su amante le prometiera casarse con ella cuando volviera de guerrear contra los moros para conquistar Sevilla, con estas palabras: “Volveré, te lo juro; volveré a cumplir la palabra solemne empeñada el día en que puse en tus manos ese anillo, símbolo de una promesa.” El día de la marcha de las huestes del conde de Gómara, la gente salió a las calles a despedir al conde y a su ejército; y allí estaba Margarita, que buscaba a su amante entre los guerreros, sin sospechar que era el mismo conde de Gómara su misterioso amante. Al descubrirlo, dio un grito y cayó desmayada en los brazos de las personas que estaban junto a ella viendo el desfile.

--¡Pobre mujer! ¿Y qué fue del mal caballero que de esa manera la engañó?

--En un alto de las batallas que precedieron a la de Sevilla confesó a su más antiguo escudero la razón de la angustia y tristeza que sentía después de que una mano misteriosa le salvara de una muerte segura cuando más peligro corría, envuelto de moros por todas partes. “Desde entonces, a todas horas, en todas partes, continúa diciendo el conde a su escudero, estoy viendo esa mano misteriosa que previene mis deseos y se adelanta a mis acciones. La he visto, al expugnar el castillo de Triana, coger entre sus dedos y partir en el aire una saeta que venía a herirme; la he visto, en los banquetes donde procuraba ahogar mi pena entre la confusión y el tumulto, escanciar el vino en mi copa, y siempre se halla delante de mis ojos, y por donde voy me sigue: en la tienda, en el combate, de día, de noche…, ahora mismo, mírala, mírala aquí apoyada suavemente en mis hombros.”

--Se había vuelto loco—concluyó María.

--Algo similar. Pero lo peor vino después, cuando a las puertas de Sevilla, esperando la orden del rey Fernando para dar el último ataque a los árabes que la ocupaban, el conde de Gómara, acompañado de su fiel escudero se acercó a un personaje extraño que había formado a su alrededor un corro de soldados y se disponía a cantar una canción titulada Romance de la mano muerta. La canción empezó así: “La niña tiene un amante / que escudero se decía; / el escudero le anuncia / que a la guerra se partía. / --Te vas y acaso no tornes. /--Tornaré por vida mía--/ Mientras el amante jura, / diz que el viento repetía: / ¡Mal haya quien en promesas / de hombre fía!” El conde mientras escuchaba la canción fue perdiendo la compostura y cuando el cantor acabó de cantarla, el conde se acercó a él y, agarrándole por el brazo, le hizo una serie de preguntas, a las que el romero fue respondiendo hasta llegar a la última respuesta: “Esta cantiga se refiere a una desdichada cruelmente ofendida por un poderoso. Altos juicios de Dios, han permitido que al enterrarla quedase siempre fuera de la sepultura la mano en que su amante le puso  un anillo al hacerle una promesa. Vos sabréis quizá a quien toca cumplirla.”

--¿Y el conde de Gómara cumplió la promesa?

La luz de la escena empieza a apagarse.

--Tarde, pero sí. El conde, arrodillado sobre la sepultura de Margarita, estrechó en la suya la mano de la joven que sobresalía, y un sacerdote autorizado por el Papa bendijo la unión. Al instante la mano muerta se hundió para siempre en la tierra.

María desaparece, mientras se despide del poeta. Finalmente se oye su voz:

--Mucha suerte en su otra vida.

Oscuridad completa el tiempo que dura el recitado siguiente:

“Ella era hermosa, hermosa con esa hermosura que inspira el vértigo; hermosa con esa hermosura que no se parece en nada a la que soñamos en los ángeles, y que, sin embargo, es sobrenatural.”  

 


 

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