viernes, 25 de marzo de 2022

ESPAÑA EN SEMANA SANTA (III)

 


Desfilar con la propia mortaja

El Lunes Santo Demetrio llevó a los dos amigos a visitar a un escultor de la tierra, amigo de la familia, en su propio taller de la calle de Sacramento. Se llamaba Ramón Abrantes, estaba ya muy envejecido y minado por una cruel enfermedad. Sin embargo, el poder de crear belleza debe de proteger y dar fuerzas al artista porque Abrantes, pese a todo, no había perdido la simpatía ni mucho menos las ganas de vivir. Las dos plantas de su casa eran un Museo donde exponía su obra tallada, entre otros materiales, en piedra de Calatarao, negra y pulida como el azabache. Sus rotundas maternidades y otras figuras femeninas enseguida despertaron la admiración de Lisardo y Cristóbal. Pero lo que no sabían ellos era que una Virgen de Abrantes desfilaba esa misma noche por las calles de Zamora. Se lo soltó de golpe Demetrio delante del escultor. Y ellos no acertaban a decir palabra.

--Se llama la Virgen de la Amargura—añadió Demetrio.

--Y en realidad su ejecución me costó amargas horas—dijo sonriendo Abrantes--. Pero no me arrepiento lo más mínimo. Y eso que sólo esculpí la cabeza y las manos. Lo demás es un miriñaque para sostener toda la imagen.

--A propósito de lo que dice aquí el amigo Abrantes de su Virgen-- intervino de nuevo Demetrio--, también se cuenta de Ramón Álvarez, otro de  nuestros mejores imagineros, creador de La Caída, el Longinos, el Descendimiento o la Verónica, que las pasó canutas tallando las manos de la Soledad. Dicen los que lo saben que no acertaba a dar con la postura de los dedos de su Virgen,  y ya estaba a punto de tirar la toalla, cuando le sacó del atolladero su hija pequeña el día en que, ante un contratiempo que había sufrido, colocó sus manitas justo en la postura que el escultor andaba buscando.

--Es verdad—afirmó Abrantes--; algunos de sus biógrafos así lo testifican.

--Podéis dar gracias los dos Ramones por no haber tenido que pasar por el mal trago que pasaron las monjas del Tránsito.

--¿Qué les pasó?—preguntó interesado Cristóbal.

--Que los ángeles que se hicieron pasar por escultores para tallar la imagen de la Virgen del Tránsito, que se venera en el convento, dejaron sin acabar una de las manos de la Virgen por culpa de la curiosidad de las hermanas.

--Cuéntaselo bien, hombre—dijo Abrantes--. Que no te cuesta nada. Según la leyenda, los escultores enviados por Dios se ofrecieron a las monjas para esculpir una Virgen para su convento, con la condición de que no les molestasen ni les interrumpiesen mientras durara su trabajo. En un principio respetaron la condición y dejaron que los cinceles y las mazas trabajaran sin descanso, hasta que intrigadas por saber cómo iba la escultura, se asomaron curiosas por la puerta de la estancia donde los ángeles trabajaban y, como por un ensalmo, los divinos escultores se desvanecieron en el aire, dejando una de las manos de la Virgen sin un dedo. Y en efecto, aún hoy puede comprobarse que a la imagen de la Virgen le falta un dedo.

Aproximadamente una hora más tarde Lisardo, Cristóbal y Demetrio vieron pasar por la calle de Santa Clara, muy cerca del hotel donde estaban alojados los dos primeros, la procesión de la Tercera caída. El desfile se cerraba con la Virgen de Abrantes, la cual, bajo la noche callada y alumbrada por faroles, mostraba realmente, con la cabeza y una  mano en alto, el inmenso dolor que una Madre como Ella podía sentir por la trágica suerte que corría un Hijo como Él, que  unos metros por delante, había caído por tercera vez bajo el terrible peso de la Cruz que cargaba camino de la muerte.  Al final, cuando la calle principal de la ciudad se quedó vacía, los dos amigos se despidieron de Demetrio hasta el día siguiente por la noche. Demetrio les recordó:


--No os olvidéis. Al otro lado del Puente de Piedra, en Cabañales. Allí asistiremos a otra despedida, pero de los pasos de la procesión: el del Nazareno de San Frontis, que seguirá camino a la iglesia de ese barrio, y el de la Virgen de la Esperanza, que se recogerá en el templo de Cabañales.

En el restaurante del hotel, mientras tomaban la última copa del día antes de acostarse, Lisardo y Cristóbal coincidieron con un viajante andaluz y un ganadero de la provincia. Como era natural y lógico, el tema de la improvisada conversación fue la Semana Santa. El viajante andaluz defendía, claro está, la de su tierra, Granada, y afirmaba que las saetas, la alegría de sus paisanos lanzando piropos a los Cristos y a las Vírgenes y las bandas de música, entre otras cosas, le hacían llorar cada vez que veía pasar una procesión, y se lamentaba de que ese año no pudiera presenciar ninguna. El ganadero zamorano, natural de un pueblo de Aliste llamado Bercianos, aseguraba no gustarle ninguna Semana Santa, porque todas buscan, según él, el lucimiento de las cofradías, que se pelean por sacar los mejores pasos y los mejores hábitos, y si tenía que escoger alguna procesión, se quedaba con la de su pueblo, en la que todos los cofrades llevan puesta la que será su mortaja el día que entregue su alma a Dios. Al oírle, Lisardo se interesó vivamente.

--Y esa procesión de mortajas de su pueblo, ¿cuándo tiene lugar? Porque nos gustaría verla.

--El Viernes Santo por la tarde.

--No podemos—dijo Cristóbal--. Tenemos otros planes para la segunda mitad de la Semana Santa. Queremos ver alguna procesión andaluza.

--Les aconsejo que vean la de mi tierra—intervino el viajante granadino.

--Tal vez lo hagamos.

Lisardo se encaró con el ganadero.

--Ya que no podemos ir a… ¿cómo ha dicho que se llama su pueblo?

--Bercianos, Bercianos de Aliste.

--Ese. Ya que nuestros planes nos impiden ver esa procesión, ¿por qué no nos la explica?

--Se la diré pero rápido. Debo descansar para mañana que tengo un día muy movido. Es mitad procesión, mitad representación teatral, pero muy viva, se palpa en el aire. Verán: de la iglesia se saca un Cristo articulado que llevan al campo los cofrades que visten su auténtica mortaja personal, y una vez allí, en medio de la soledad del paisaje y entre cánticos solemnes lo desclavan de la cruz y le dan enterramiento. No tiene nada que ver con las procesiones de la capital ni de ningún otro sitio.

Aquella noche Lisardo no pudo pegar ojo pensando en la gente que desfila en Bercianos de Aliste llevando puesta su propia mortaja. Y hasta tuvo una pesadilla en la que Cristóbal le ponía a la fuerza una mortaja para llevarlo a enterrar sin que hubiera muerto.

 


La despedida

Tal como habían quedado, la noche del Martes Santo los dos amigos se reunieron con Demetrio al otro lado del río Duero, a la salida del Puente de Piedra, para ver la despedida del Jesús de San Frontis y la Virgen de la Esperanza. Había aún poca gente apostada en el lugar esperando la llegada de la procesión. En el cielo, sobre sus cabezas, una luna llena luchaba por librarse de las nubes. Demetrio señaló hacia la plazuela que se abría detrás de ellos.

--Ahí—les dijo--, en la casa del centro, la que tiene tres balcones, nació un amigo mío que ahora vive en Barcelona; era muy amante de nuestra Semana Santa y, mientras vivió aquí, salía de cofrade en varias procesiones: una de ellas, la de esta noche. Recuerdo que, tras acompañar a la Virgen de la Esperanza hasta la iglesia parroquial, nos reuníamos en esa casa para tomar una aceitada y una copa de anís junto a sus padres y los míos. Ahora, mientras miro la luna llena, me parece posible sólo con cerrar los ojos imaginarme a mi amigo regresar de la procesión, o lo que todavía es mejor, ver a mis padres y a los suyos, que en paz descansen, reunidos alrededor de la mesa de la cocina para comer una aceitada y brindar con una copa de anís por la vida. ¿Viven vuestros padres?

--No—respondió Lisardo mientras Cristóbal le acompañaba negando con la cabeza--. Los padres de Cristóbal murieron hace mucho, y eran bastante jóvenes todavía; primero el padre y, a los pocos años la madre; y los míos perdieron la vida hace cuatro años en un accidente de tráfico.

Demetrio intervino:

--Nos estamos poniendo muy tristes, y aún os queda mucha Semana Santa que ver. Mañana, sin ir más lejos, os espera el Cristo de las Injurias, una de las procesiones emblemáticas de Zamora.

--Tenemos otros planes—dijo Cristóbal.

--Sí, mañana, si Dios quiere, estaremos en Granada—añadió Lisardo--. Otra vez será.

--Entonces, la despedida de esta noche es doble: la de los dos pasos de la procesión que esperamos, y la vuestra. Bueno, ¡qué le vamos a hacer!

--Te pondremos correos como siempre o te llamaremos por el móvil para contarte nuestra vida y milagros—dijo Lisardo--. Ahora vamos a disfrutar del momento que tenemos.

--Sí—dijo con resignación Demetrio--. Ya suenan las cornetas de la Cruz Roja por el Puente.

La gente se había ido juntando a su alrededor. Y la luna, con el brocal de su pozo pleno de luz, dominaba un cielo sin nubes. Y de repente, las conversaciones desaparecieron como arte de magia y se hizo el silencio, un silencio donde se armonizaban perfectamente el ruido del río que pasaba por debajo de los arcos del Puente y el toque insistente de las cornetas, que cada vez sonaba más cercano.


 

Momentos después asistían a la emocionante despedida de los dos pasos de la procesión, y luego se unían al río de público para acompañar hasta su iglesia a la Virgen de la Esperanza. Al cabo de un rato el silencio y el vacío eran totales en el barrio. Parecía que nada había ocurrido allí, y bajo la mirada insistente de la luna, los tres amigos partieron hacia la casa de Demetrio, situada en el vecino barrio de Pinilla.

--Os invito a una aceitada y a una copita de anís—dijo éste mientras caminaban por una carretera bordeada por una arboleda fantasmal, al fondo de la cual se veía espejear la plata viva del Duero--. Luego os llevo en coche al hotel.

--Te lo agradecemos—contestó Cristóbal.

--Y ya puestos—intervino Lisardo—nos cuentas alguna anécdota de tu Semana Santa, quiero decir, algo que vivieras de niño, como lo de las aceitadas.

--Antes mencionaste el Cristo de las Injurias—dijo Cristóbal--. Lo de las Injurias supongo que se refiere, claro, a los pecados de la Humanidad y todo eso por lo que Él asumió el hecho de la Redención.

--Por supuesto, supongo que sí. Pero entre la gente de aquella Zamora de mi infancia corría una leyenda que tenía que ver con el Cristo que ocupaba una capilla de la Catedral forrada de terciopelo rojo. Antes, sin embargo, estuvo en el convento de San Jerónimo, situado entre los barrios de San Frontis y el del Sepulcro, cerca de aquí, junto con otras obras de arte donadas por ricas familias nobles para ser albergadas y veneradas entre los muros del convento. Pero volviendo a la imagen del Cristo crucificado, está atribuida al escultor Gaspar Becerra. Lo que más llama la atención de la hermosa talla son en primer lugar sus ojos medio en blanco por la agonía, su boca abierta como buscando anhelosamente el aire para respirar y la herida del costado derecho que abrió la lanza de Longinos y de la cual mana abundante sangre que recorre el cuerpo lívido de Jesús. Y en cuanto a las Injurias de la leyenda, cuenta ésta que en 1600 vivían en una casa muy pobre de San Frontis una abuela y su nieto, un niño muy travieso que traía de cabeza a la pobre anciana. El chico, salvaje y temerario, no respetaba nada salvo al Cristo de San Jerónimo. Su abuela, devotísima de la imagen, iba a menudo a rezar a su capilla y se hacía acompañar por su nieto para que aprendiera a sentir el sano temor de Dios, y vaya si lo sentía pues, al ver a aquella imagen de cuerpo amoratado y lleno de sangre, sólo alumbrado por pequeñas velas, le parecía estar viendo a un hombre muerto de verdad y se notaba el corazón acongojado.

Los tres amigos acababan de entrar en las primeras luces de Pinilla. El silencio era total y la leyenda en labios de Demetrio adquiría tonos verdaderamente lúgubres y patéticos.

--El caso fue que la abuela murió cuando el chico acababa de cumplir los quince años, y viendo éste que sólo podía encontrar cobijo en el convento, hacia él se encaminó. Uno de los monjes se ofreció a prepararle para su ingreso en la orden de los jerónimos, pero el joven no se veía sirviendo a Dios con el hábito del convento, sino con la armadura del campo de batalla. Así que el fraile lo llevó ante el Crucificado y le dijo: “¿Sabes por qué llama la gente a esta imagen el Cristo de las Injurias? Porque los pecados de los hombres son injurias que se le hacen a Él. Por eso lo crucificaron. Todos esos pecados son espinas de la corona que hacen sangrar a su divina cabeza. Tú no peques nunca para no añadir más espinas a esa corona.” Y el chico primero sirvió a varios amos y luego, hecho mayor, partió a Flandes como soldado, donde triunfó en el campo de batalla y en el campo del amor, y enseguida volvió a las andadas de chico. Pronto se convirtió en un desecho de hombre y se olvidó de las palabras del fraile jerónimo. Su corazón se endureció y pecó una y mil veces y sólo un milagro podría salvarlo.

Habían llegado los tres a la casa de Demetrio. Y sentados a la mesa, ante la bandeja de las aceitadas y la botella y las copas de anís, el anfitrión concluyó de este modo la leyenda del Cristo de las Injurias:


 

--Una fría noche de enero un caballero llegó montando en su corcel a las puertas del convento de San Jerónimo. Descabalgó y con paso decidido entró en el templo buscando la capilla del Cristo de las Injurias. Una vez allí, miró fijamente a la imagen y le increpó: “¡Cristo de las Injurias! ¡Si veo en tu corona una sola espina de mis pecados, creeré en Ti!” La capilla seguía igual, apenas alumbrada por las escasas velas que allí había y un silencio sobrecogedor respondió a las palabras del caballero. Entonces éste profirió en una horrorosa carcajada e hizo ademán de darse la vuelta para salir de la capilla. Pero entonces un resplandor vivísimo le hizo detenerse. La luz cegadora se posó sobre la divina cabeza del Cristo y le obligó a mirar hacia ella. Y cuál no sería su sorpresa al ver, aterrorizado, cómo una espina enorme traspasaba la frente del Señor. Al instante, el caballero cayó de rodillas al suelo pidiendo al Cristo de las Injurias misericordia y perdón para sus pecados. Luego perdió el conocimiento. A la mañana siguiente los frailes lo encontraron medio aturdido en la capilla y le preguntaron quién era. Les contestó: “Un pecador que por sus culpas la corona del Señor tiene una espina más.”

Demetrio hizo una pausa y luego añadió mientras servía anís en las copas:

--Con las aceitadas y el anís os iréis de Zamora con otro sabor de boca.

 

 

La solución

Luego vino el viaje a Granada, después a Moguer y por último a Baeza, donde el profesor les cedió un piso y los dos amigos conocieron a Ana, la lectora de Clarín. Y llegó la tarde en que durante el ensayo de El Inspector, de Gogol, que realizaba TABA, la compañía de teatro de aficionados de Baeza, Ana le entregó a Cristóbal una papel doblado que quiso que fuera de manera furtiva pero que Lisardo descubrió desde el escenario. Y esa misma noche, a solas en el piso, Lisardo le pidió a su amigo explicaciones sobre el papel que en tan extrañas circunstancias le había entregado Ana. Cristóbal, cansado del día y de tantas emociones, le prometió hablar del tema al día siguiente.

Pues bien, a Lisardo le faltó tiempo nada más levantarse para exigir a su amigo lo que la noche anterior le había prometido. Cristóbal miraba a través del balcón las lomas que llenaban el paisaje de izquierda a derecha con líneas de olivos que se cruzaban perfectamente en suaves colores grises bajo un cielo azul purísimo, cuando oyó hablar a su amigo. Se giró para darle la cara y entregarle el papel que mantenía en una mano.

--Toma—le dijo--. Las explicaciones sobran. Juzga tú mismo.

Lisardo cogió el papel y leyó en voz alta su contenido.

--“Mañana invéntate algo para que tu amigo no se encuentre en el piso cuando yo vaya. Ha de ser a primera hora.” –Levantó los ojos de la nota y miró a su amigo mientras le devolvía el papel--. ¿Esto es todo?

--Esto es todo.

--Entonces, dejo el campo libre. Desayunaré en el bar más cercano.

--¿Esto es todo?

--¿Y qué quieres que haga?

--Lo que hicimos cuando aquella otra mujer estuvo a punto de acabar con nuestra amistad, ¿no lo recuerdas?

Los dos amigos sonrieron y se estrecharon las manos. Lisardo dijo:

--Pero algún día llegará en que…

Cristóbal le interrumpió:

--Pero de momento…

Al cabo de un rato sonó el timbre del piso. Era Ana. Los dos amigos esperaron de pie a que la mujer, tras abrirle la puerta, se encontrara con ellos.

Segundos después Ana llevaba su mirada sorprendida de un rostro a otro. Finalmente, se encaró con Cristóbal.

--¿Qué significa esto?—le preguntó sin apearse de su sorpresa.

--Nada que no se pueda explicar. Lisardo y yo somos… mucho más que amigos.

Ana abrió tanto sus ojos azules que parecía que el mar encerrado en ellos se iba a derramar por todo el piso y acabaría ahogando a todos, incluida la dueña del mar.

--¿Es que sois…?

--Somos…

--¿Y cómo no me lo dijiste en el teatro?

--No sabía lo que habías escrito en la nota que me diste.

Ana miró de nuevo a uno y a otro y, sin decir una palabra más, se dio media vuelta y salió del piso. Los dos amigos se miraron un segundo y luego estallaron en una sonora carcajada. Después se estrecharon las manos y Lisardo dijo:

--He aquí la solución.

--Mejor imposible—sentenció Cristóbal.

--Lo siento por Ana. A lo mejor sentía verdadera atracción por ti.

--A mí tampoco me caía mal.

--Ni a mí—dijo Lisardo.

--Sin embargo—añadió su amigo--, vista la reacción de Ana, quizá sea mejor que todo acabe así.

En ese momento sonó el smartphone de Cristóbal. Lo abrió y dijo:

--Es Demetrio. Pregunta qué tal va todo por aquí y dice que aún hay tiempo para ver algunas procesiones de Zamora y que, si decidimos ir, no nos preocupemos por el alojamiento, que nos ofrece una habitación grande en su casa de Pinilla.

--¿Le vas a contestar?

--Claro.

--¿Diciéndole que vamos?

--No, eso todavía no. Hasta que sepamos alguna cosa del profesor no haremos nada. Sería de desagradecidos desaparecer así, sin más.

--Si es por eso, no te preocupes. En cuanto venga, le damos las gracias y todos tan contentos.

Así lo convinieron. Pero antes de que tuvieran tiempo para meditar sobre eso, un amigo del profesor, al que ya habían visto hablar con él y trabajar en la obra de El inspector, se presentó en el piso de parte del profesor.

--Me ha dicho que le disculpen por no poder venir a despedirlos personalmente. Les ruega que me den la llave del piso y…

--¿Es por lo sucedido con Ana?—preguntó dolido Cristóbal.

--Yo no sé qué ha sucedido con Ana—dijo el mensajero--, ni me importa. Yo sólo he venido a decirles lo que el profesor me ha dicho y a recoger la llave del piso.

Lisardo y Cristóbal se miraron sin poder dar crédito a lo que estaban viviendo.

--Bueno—dijo molesto Lisardo--, al menos denos unos minutos para recoger nuestras cosas.

--No hay inconveniente. Les estaré esperando en el bar de la esquina una media hora; si necesitan más tiempo…

--Con eso tenemos suficiente—dijo seco Cristóbal--. Aquí no nos retiene mucho más.

Cuando el mensajero desapareció, los dos amigos se pusieron a recoger sus cosas y en mucho menos tiempo del que aquél les había concedido, habían acabado. Ni una palabra habían cruzado entre ellos durante la operación, pero cuando cerraron la puerta del piso, Lisardo abrió la boca para decir:

--No yo me marcho de aquí sin hacerle un regalito al profesor.

Y le cogió la llave a Cristóbal.

--¿Qué vas a hacer? Que te conozco. Acabemos con esto de una vez y vayamos a la estación, a ver si encontramos un tren que nos devuelva a la gente normal.

--Voy a responder al profesor con su mismo talante—dijo y se agachó para tirar la llave al interior del piso por debajo de la puerta. Luego se incorporó y, con una sonrisa mefistofélica, añadió:-- Ahora me acerco al bar y me invento una historia para decirle a su amigo que he cerrado el piso tirando de la puerta sin haberme dado cuenta de que había olvidado la llave dentro. A ver qué cara pone.

--Eres de lo que no hay. Termina con tu aventura y larguémonos de aquí. Ahora lamento lo que tuvo que pasar en este pueblo el bueno de don Antonio Machado.

--Ya te dije que lo de la generosidad del profesor tenía trampa. Bueno, ya no tiene remedio.

--Ya no tiene remedio, efectivamente. Haz lo que ibas a hacer y luego miramos en la estación el horario de algún tren que salga hacia el norte, dirección a Zamora.

Mientras iban por el camino, Cristóbal le puso un wasap a Demetrio diciéndole que cogerían un tren ese mismo día para Zamora. Demetrio le contestó alegrándose de la decisión que había tomado su amigo y añadió que en cuanto estuvieran subidos en el tren le dijera cuándo estaba previsto que el convoy llegara a la ciudad del Duero, pues fuera la hora que fuera él les estaría esperando en la estación. Y en eso quedaron.



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