domingo, 20 de marzo de 2022

ESPAÑA EN SEMANA SANTA (I)

 


    Ahora que la Semana Santa está cada vez más cerca, incluyo aquí una serie de cuadros semanasanteros cuyos protagonistas son dos amigos que se conocen desde que coincidieron en sus estudios universitarios y desde entonces se han demostrado siempre una lealtad incondicional. ¿Será así siempre?


Truco infalible

Lisardo Domínguez y Cristóbal Valencia son amigos desde la Universidad y hasta ahora, con casi cuarenta años de edad cada uno, no ha habido entre ellos una palabra más alta que la otra, salvo una vez en que el amor de una mujer estuvo a punto de separarlos. Son solteros, bromistas indomables, quizá algo más Lisardo, cultos por igual y viajeros empedernidos los dos.

Ahora, durante uno de esos continuos viajes, se encuentran en Granada.

Llegaron ayer dispuestos a ver alguna procesión emblemática de la ciudad y, de paso, admirar la belleza nazarí de La Alhambra, cuya visita concertaron meses atrás, la Catedral y la Huerta con la Casa-Museo de Federico García Lorca, sin olvidar darse algunos garbeos por el Albaicín y sus tablaos flamencos y visitar los bares de tapas que se reparten por toda la ciudad.

Precisamente el alegre vía crucis de tapa y vino les había retrasado la llegada a la Plaza Nueva, donde tenían previsto presenciar el paso del Cristo crucificado que, descendiendo de La Alhambra por cuestas imposibles y salvando finalmente el Darro, llega en olor de multitudes a la Plaza. Y realmente había allí aglomerada tanta gente que era imposible dar un paso para acercarse a ver más de cerca el rostro de Jesús contraído por el dolor, como querían los dos amigos, especialmente Cristóbal, que además tenía previsto tomarle al Señor una fotografía de primer plano.

El cielo, encapotado, daba a la noche una oscuridad singular y sólo el paso del Crucificado, alumbrado por faroles, destacaba su imponente presencia en medio de tanta penumbra. Las cornetas, enmudecidas de repente, habían dejado paso a los redobles solemnes de los tambores. Cristóbal resoplaba sin parar y su malhumor iba en aumento. Entonces Lisardo arrimó sus labios al oído de su amigo y le susurró unas palabras. Cristóbal asintió sonriendo. Acto seguido, Lisardo abrió los brazos, puso los ojos en blanco y empezó a cantar mientras echando un paso hacia adelante:


         --Cristoooo, Cristoooo…

La gente empezó a abrirse a un lado.

--Es una saeta—dijo alguien—apártense, por favor.

Lisardo siguió avanzando mientras no dejaba de cantar:

--Cristoooo, Cristoooo…

Y así llegó a la primera fila de espectadores sin dejar de cantar todo lo fuerte que podía:

--Cristoooo, Cristoooo….

Entonces se giró hacia donde había quedado su amigo y gritó por última vez:

--¡Cristóbal, ven acá que ya hay sitio!

Había resultado ser un truco infalible para alcanzar los dos amigos un lugar preferente para presenciar la procesión, pero las consecuencias, como puede esperarse, no fueron igual de halagüeñas.

 

 


 

La bola de cera


Tras su paso por Granada, Cristóbal y Lisardo tomaron un tren rumbo a Huelva. Durante el trayecto habían querido evitar por todos los medios sacar a relucir lo del truco infalible que habían empleado para llegar a la primera fila de la procesión, hablando de la magnífica restauración de la Fuente de los Leones de La Alhambra, de la tumba de los Reyes Católicos de la Catedral o de los altos cipreses y los olorosos arrayanes que rodean la Casa-Museo de Lorca y de la cola inmensa de gente que esperaba en la puerta para visitar los recuerdos del autor del Romancero gitano. Sin embargo, la anécdota del Cristo en la Plaza Nueva de Granada pugnaba por salir por todos los resquicios de la conversación para acabar irrumpiendo en ella. Y lo hizo.

--Si no hubiera sido por la mujer que se tomó como un chiste tu ocurrencia—dijo al fin Cristóbal—, quitándole de la cabeza a su marido la idea de arremeter contra nosotros, no sé si habríamos logrado salir de allí sin que los crucificados fuéramos nosotros.

--Sí, porque al buen hombre sólo le faltó librarse del pañuelo que llevaba al cuello para ahorcarnos allí mismo ante los ánimos que le daban dos o tres energúmenos como él.

--Ahora sólo espero, Lisardo, que no se te ocurra nada parecido en Huelva…

--Bueno, no me eches a mí toda la culpa; que tú no hiciste ningún asco al plan que te había propuesto yo minutos antes.

--Tienes razón. Tengamos la fiesta paz y disfrutemos de la Semana Santa de la ciudad de Colón la jornada y media que nos espera allí, antes de iniciar nuestro largo viaje a Zamora, y a ver si podemos asistir a una saeta de verdad.

Por teléfono ya habían concertado una habitación doble en una pensión de la Plaza de las Monjas, y allí se encontraban ya los dos amigos a la hora de comer. Por la tarde después de una buena siesta, se dispusieron a salir a la calle para asistir a alguna procesión. En la recepción encontraron al hijo de la dueña que, junto a ella, acariciaba con ilusión su bola de cera, reunida durante la procesión de la noche anterior.

--Buena bola—dijo Lisardo al pasar a su altura.

--Aún me queda. El año pasado logré amasar una del tamaño de un balón de fútbol. Con la procesión de esta noche espero aumentarla el doble. Me conocen todos los cofrades.

Su madre, riendo, intervino:

--Sí, y también ese chico de la calle del Puerto. Ya sabes cómo acabó la bola del año pasado.

--¡Mamá!

Cristóbal se interesó.

--¿Qué pasó?

El chico seguía acariciando la bola de cera sin decir nada.

--¡Anda, hijo, cuéntaselo a estos señores!

El chico levantó la mirada de la bola y la fijó afligida en los forasteros, que se quedaron sin saber qué había ocurrido porque el chaval sólo dijo:

--Lo del año pasado no tiene ya remedio. Pero éste será diferente. Lo tengo perfectamente planeado.

Y desapareció con su bola en el interior de la pensión. Los dos amigos se miraron con aire de decepción, mientras la mujer les decía resignada:

--Cosas de críos. –Y ante la intención de los huéspedes de salir a la calle, añadió:-- Si quieren ver bien la procesión no vayan a la carrera oficial. Bajen hasta la calle del Mercado. En una hora pasará por allí y podrán verla a sus anchas, apenas sin público. Pero si lo que desean es contemplar algo fuera de lo normal, vayan a Moguer. Allí los desfiles, las saetas, la emoción de la Semana Santa no tienen igual.

A Moguer tenían pensado ir los dos amigos al día siguiente, después de dejar la pensión. Querían cumplir con una promesa que se habían hecho respecto a la Casa-Museo de Juan Ramón Jiménez y un par de cosas más relacionadas con el autor de Platero, su burrito favorito, y con Zenobia, su mujer. La procesión de la tarde no fue ni chicha ni limoná, y la de la noche poco más, a excepción de haber oído una más que pasable saeta en la plaza de la Mercé y visto deambular desesperado entre las dos hileras de encapuchados al hijo de la posadera, para lograr engordar su bola de cera con lagrimones de las llamas de los cirios, mientras otro chico hacía lo mismo unos metros atrás sin la suerte del primero.


          A la mañana siguiente, tras despedirse de la posadera para partir hacia Moguer, encontraron a su hijo en la puerta de la calle.

--¿Qué, cómo ha ido con tu bola de cera?—preguntó Cristóbal--. Anoche te vimos con ella. Parecía que llevabas la bola del mundo en tus manos.

El chico rió.

--Bien. Antes de perderla con algún que otro golpe de propina, preferí dársela al chico de la calle del Puerto.

--¿Te dio pena su mala suerte?—preguntó esta vez Lisardo.

El chico rió de nuevo antes de contestarle:

--Bueno, algo sí. Pero esta vez he sacado algo a cambio: un álbum de cromos de futbolistas. Además, reunir una bola de cera no es nada difícil… al menos para mí.

 

 

 


Sorpresa en Moguer


Nada más llegar a la Casa-Museo de Juan Ramón Jiménez, Cristóbal y Lisardo saludaron con caricias al burrito de bronce del patio, que no dejaba de soñar en amapolas y en una nube de niños montados sobre su lomo; luego entraron en la sala de actos donde un profesor invitado hablaba a una escurrida concurrencia de la Semana Santa de Moguer. Los dos recién llegados pidieron perdón con gestos al conferenciante y se sentaron en la última fila ante la mirada curiosa de los oyentes. La charla, que seguramente había empezado mucho antes, acabó enseguida. Hubo aplausos tímidos y la gente salió de la sala para recorrer las dependencias de la Institución. El conferenciante recogió sus papeles y al pasar a la altura de los dos amigos, se paró y, sonriendo como un conejo, les sorprendió con las palabras siguientes:

--No se han perdido gran cosa, señores. En realidad, yo que soy de Baeza, prefiero la Semana Santa de mi pueblo. Pero las obligaciones son las obligaciones y quien paga tiene derecho a que se le sirva en consonancia. ¿Les gustan a ustedes las Semanas Santas andaluzas?

Cristóbal y Lisardo se miraron sin saber qué contestar. Lo hizo por ellos el profesor invitado.

--Si quieren que les diga la verdad, a mí no me gusta tanto jolgorio y piropos, tanta saeta y bulla por las calles al paso de las procesiones, tanto lujo y tanta profusión de flores y luces. A mí lo que me gusta en realidad es la seriedad, el recogimiento, la sencillez y la solemnidad de las procesiones castellanas…

Lisardo se atrevió a interrumpirle.

--Perdone, pero ¿no ha dicho usted que es de Baeza?

--Sí, por eso lo digo. Verá: de todas las Semanas Santas andaluzas la que más se parece a las castellanas, a la de Valladolid o a la de Zamora, por ejemplo, donde reina el silencio, la devoción y la sencillez, la que más se parece a ellas es la de Baeza.

Los dos amigos se volvieron a mirar.

--No lo sabíamos—dijo Cristóbal.

--¿Les interesaría conocerla? Adivino por su presencia en esta Casa y por su comportamiento general que ustedes son personas educadas y cultas y sin duda interesadas por conocer nuestro rico patrimonio nacional. ¿No es así?

Asintieron los dos amigos.

--Miren. Ahora debo asistir a un acto religioso en la Plaza de Zenobia, al que estoy invitado por el alcalde y el presidente del Museo. Se trata de presentar al pueblo un nuevo Cristo Crucificado de la escuela de Becerra que posiblemente desfilará dentro del programa de procesiones de la localidad. Pero luego cogemos el coche y salimos hacia Baeza. Y ahora, ¿me acompañan a ese acto? Será cosa de poco tiempo.

Los dos amigos se consultaron con la mirada y Lisardo contestó por los dos:

--Iremos con usted a Baeza encantados, pero no tenemos reservado el alojamiento.

-- ¿Alojamiento? Por eso no se preocupen: les dejaré un pequeño piso que tengo cerca de la Universidad de Antonio Machado. ¿Vamos?

El acto fue breve y mientras el atento profesor dirigía al público reunido en la plaza una breve charla sobre el Cristo del nuevo paso, los dos amigos comentaban su buena suerte. Lisardo, sin embargo, dijo:

--Mientras la cosa no acabe torciéndose una vez nos encontremos en Baeza.

--¿Qué quieres decir?

--No lo sé. No me gustaría que ese profesor, que parece tan hospitalario, nos tuviera reservada una sorpresa.

--¿Otra? ¿No te parece suficiente la que ya tenemos? Además, todos somos adultos y, como otras veces, nosotros dos sabremos salir adelante. Con inteligencia y dinero…

--Tienes razón. A la aventura.

Momentos más tarde, aunque las autoridades de Moguer les invitaron a comer, el profesor de Baeza y los dos amigos prefirieron partir hacia esta ciudad y en un hotel de carretera que conocía el profesor se detuvieron a comer. Lisardo se adelantó para pagar la cuenta, pero el camarero, ante una seña que le hacía el profesor, le presentó a éste la dolorosa. Tampoco les dejó pagar el café, así que abrumados los dos amigos por tanta generosidad no sabían qué pensar.

Llegados a Baeza, el profesor les llevó al piso prometido. Desde el balcón se divisaban campos y campos de olivos.

--¡Vaya vista, eh!—dijo uniendo los labios en su característica sonrisa de conejo--. Les doy una hora para asearse. Aquí tienen de todo. Luego vengo a buscarles para enseñarles la procesión.

Y se fue, mientras los dos amigos le daban las gracias de todo corazón. Enseguida, para acentuar aún más su sorpresa, comprobaron que, efectivamente, en aquel piso tenían de todo: la nevera llena, limpieza y orden por todas partes, una biblioteca ricamente surtida y dos dormitorios con sendas camas grandes y muelles.

--Esto tiene que tener trampa—sentenció Lisardo.

--No adelantemos acontecimientos. Además, el profesor no nos ha pedido nada a cambio.

--Todavía, amigo, todavía.


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