sábado, 15 de enero de 2022

EL QUIJOTE APÓCRIFO DE SANSÓN CARRASCO (I) Los orígenes de don Quijote de Calatrava

       


       El doctor Cristóbal Suárez de Figueroa, como en otras ocasiones, fue algo más preciso que Cervantes en ubicar en la tierra de sus andanzas caballerescas al protagonista de su libro pues, en vez de hablar de él como natural de una aldea perdida en una comarca extensa de Castilla, La Mancha, al modo del Manco de Lepanto, lo hizo nacer en un territorio más concreto, aunque sin precisar la población tampoco. Este territorio es el del campo de Calatrava, perteneciente a la provincia de Ciudad Real y comprendido entre los ríos Guadiana y Azuer y la cordillera Bética. Comarca variada que, por un lado, ofrece la fertilidad de extensos viñedos, olivares y campos de cereales, así como pastos ricos en invierno para los rebaños de ovejas trashumantes y, por otro, la aridez salvaje de dilatados paisajes volcánicos por haber habido allí volcanes activos que cubrieron la tierra de lava y ceniza. Es sabido que el nombre de Calatrava le viene a la comarca de la orden religiosa y militar del mismo nombre, fundada en 1181 por Sancho II de Castilla y aprobada por el Papa Alejandro III en el mismo año con el objeto de defender la fortaleza de Calatrava de los ofensivas moras, orden que rigió los destinos de aquellos lugares durante bastante tiempo. 
       
    

       Aunque no se sabe muy bien en cuál de sus poblaciones nació el famoso caballero, la gente estudiosa de la obra del atrabiliario doctor apunta el nombre de algunas, en especial Calzada, donde hubo en otro tiempo un castillo de considerables dimensiones y un convento de cistercienses, ambas construcciones hoy en ruinas desgraciadamente. Pero existe un canónigo, Antonio de Argamasilla, tan estudioso como los demás de los escritos de Suárez de Figueroa, que se empeña en afirmar que fue Carrión de Calatrava la cuna de Don Quijote; documentación no le falta y, así, muestra cartas y un contrato de compraventa firmados por Suárez de Figueroa en dicha población en 1612; de estos datos y otros deduce que allí estuvo viviendo un tiempo el cuerpo largo y delgado del doctor, cuerpo coronado por aquella cabeza suya, tan poderosa como brillante era su generosa calva (la cualidad de generoso sólo estaba reservada a esa parte de su anatomía). Añade el citado canónigo que el conocido carácter agrio y maldiciente del doctor le granjeó nuevas enemistades entre los lugareños, sobre todo, la de un bachiller poco amigo de estudiar y mucho de meterse en asuntos ajenos, con el cual llegó a las manos por un asunto de faldas, asunto para el que tampoco el doctor estaba suficientemente preparado.  
 

              
        Antonio de Argamasilla afirma que hasta allí se llevó el doctor la primera parte del Quijote de Cervantes con la intención de enmendarle la plana y escribir un Quijote que ganara al que ya circulaba por España como una persona viva en boca de cultos e iletrados. Y para hacerlo con todo tipo de garantía se hizo acompañar de varios voluminosos cartapacios que contenían los Anales de La Mancha y los datos que escribiera sobre Don Quijote el historiador árabe Cide Hamete Benenjeli, aunque, como veremos, bien poco caso hizo de ellos. Dice el canónigo erudito que, una vez llegado allí, Suárez de Figueroa mandó colgar en el zaguán de su casa un letrero con la frase archiconocida de Lope : “De poetas ninguno hay tan malo como Cervantes ni tan necio que alabe a Don Quijote.” Letrero que le valió un desafío a muerte por parte de un hidalgo seco y esmirriado que en aquellas palabras se vio claramente ofendido. A la luz de dos faroles cruzaron sus espadas los dos contendientes en una fría y oscura noche de enero. Los testigos dieron por buena una estocada que no fue tal y ninguno salió malparado, salvo la capa del hidalgo, que presentaba un siete descomunal a la altura del costado izquierdo. Precisamente Suárez de Figueroa tomó a este hidalgo, de nombre Jerónimo Merchante Pavón, como modelo para su Quijote y lo situó en el primer capítulo de su obra al modo del de Cervantes, perdido el juicio de tanto leer libros de caballerías, pero con el añadido de dos secretos fundamentales que lo marcaron para siempre. El primero de ellos relacionado con su infancia. Suárez de Figueroa se extiende en detalles que no podemos pasar por alto, como el de haber nacido normal pero de padres intelectuales e impacientes. Y así leemos en el mencionado capítulo que su madre doña Isabel Pavón le recriminaba a menudo su torpeza con la frase: “Jerónimo, pedazo de tonto, creo que nunca podrás aprender nada serio. ¿Cómo es posible que tu padre y yo hayamos tenido un hijo tan zoquete?” 
         

         El caso es que doña Isabel Pavón escribía y hablaba varios idiomas correctamente, caso singular en una mujer de aquellos tiempos, mientras que don Pablo Merchante era un reputado jurista que había ayudado al mismísimo Cervantes a salir de uno de sus acostumbrados líos de faldas. Doña Isabel tenía fama de exigente y severa y, como escribe Suárez de Figueroa, “cuando se percató de que su vástago era un poco lento en el aprendizaje de las letras y que no mostraba ningún progreso académico, recurrió a un régimen inexorable de palizas diarias esperando con ello inculcar algún conocimiento en su inmadura cabeza, pues deseaba que, cuando regresara don Pablo de la Corte, el zote estuviera en condiciones de manifestar algún adelanto. Pero el joven no lograba dar el mínimo paso hacia la sabiduría. Antes al contrario, empezó, no se sabe muy bien si con intención o sin ella, a manchar sus cuadernos de caligrafía. El pobre chico se quejaba en vano de que su pluma goteaba, porque su meticulosa madre, lejos de atender a sus excusas, acrecentaba los palos con que regalaba las acciones de Jerónimo...” Sigue contando Suárez de Figueroa que un día, en el cual Jerónimo había babeado sobre su tarea de escritura, doña Isabel, en la cumbre de la ira, cogió a su hijo de los pelos y lo arrastró hasta la escalera del sótano, tiró de él hasta el piso húmedo del habitáculo, mientras la cabeza de Jerónimo contaba los escalones uno por uno, y allí abajo remató su faena con una buena tunda de golpes que llenaron el cuerpo del muchacho de toda la curia cardenalicia. “Sin duda, continúa diciendo el autor, aquellas palizas constantes y los golpes sufridos en la cabeza, ablandaron los sesos del muchacho más de la cuenta, preparándole para la absorción sin juicio de los disparates que contaban los libros de caballerías.” 
        

      El segundo secreto del hidalgo al que se alude en el primer capítulo de Don Quijote de Calatrava tiene que ver con el ama y la joven que en el libro de Cervantes es considerada sobrina del enloquecido protagonista. Resulta que don Jerónimo Merchante había mantenido en algunos momentos de su solitaria vida ciertos escarceos amorosos con el ama, de los cuales habría nacido una niña preciosa a quien llamaban Siempreviva. El asunto lo mantuvieron siempre a escondidas ama e hidalgo y, para no despertar sospechas, decidieron inventar una historia, según la cual la chica era hija de un hermano del hidalgo que se había ido a las Indias en busca de fortuna y lo único que allí encontró fue unas fiebres malignas que lo llevaron al sepulcro en unos días, dejando huérfana a una niña, fruto de unos amores con una mulata de La Habana. Lo cierto es que cuando, tras mantenerla oculta el primer año de su vida, decidieron presentarla a los vecinos, algunos de ellos no dudaron en hallar en los rasgos de la pequeña (ojitos grandes y ligeramente rasgados, pelo negro como la pez y cutis levemente cetrino) caracteres indígenas de allende el Atlántico. Con lo cual se dispusieron a vivir tranquilos el resto de sus vidas, aunque siempre bajo la amenaza de que un día su secreto fuera desvelado por uno de los dos progenitores. Imaginación no le faltaba al hidalgo, el cual, antes de dedicarse a gastar la herencia de sus padres en comprar libros de caballerías, tuvo el infortunio de caer en las garras engañosas del bachiller Gracián de Saavedra, personaje creado a raíz del altercado que el propio Suárez de Figueroa había tenido con aquel bachiller que había sido vecino suyo en Carrión de Calatrava. Resulta que Gracián de Saavedra, conocedor del poco seso del hidalgo, se presentó un día en casa de este último con la idea de venderle una supuesta carta del mismísimo Miguel de Cervantes que el escritor había enviado al virrey de Nápoles; en la misiva le pedía recomendaciones para un abogado de Valladolid que llevaba un asunto de amores ilícitos de una de las hermanas del alcalaíno. Se la vendió casi regalada porque por entonces estaba preparando el camino de un negocio futuro que le daría sustanciosas ganancias a expensas de la escasa materia gris del cerebro de Jerónimo Merchante. 
       

      Más tarde se presentó con un presunto manuscrito de Quevedo en el que el escritor exponía un suceso relacionado con el duque de Osuna y una dama de rumbo de Venecia y del que él había sido testigo. Al hidalgo se le iluminaban los ojos cada vez que el bachiller aparecía en su hacienda con una nueva venta bajo el brazo. Y así, poco a poco, le fue comprando escritos cada cual más peregrino: una versión nueva de la fábula de los dos ratones de El libro de Buen Amor, un canto de amor inédito de Ausias March, un capítulo del Tirant lo Blanc que Joanot Martorell había desechado, unos tercetos de Dante en castellano dirigidos a Beatriz... hasta llegar al colmo de la credulidad comprándole una Vida de Jesús de niño escrita por su madre la Virgen María. 
     

      No fue esto lo único que cambió Suárez de Figueroa en el primer capítulo de su obra respecto de la de Cervantes. Pongamos algunos ejemplos. Hablando de los carismáticos personajes de Dulcinea y Sancho, aunque respetó los nombres que les había dado Cervantes, los hizo nacer y vivir en lugares distintos y poseer algunos rasgos diferentes que iremos viendo a lo largo de las líneas siguientes. En primer lugar, la dama de sus pensamientos la hizo nacer y vivir en Aldea del Rey, con lo cual, en vez de llamarla Dulcinea del Toboso, la llamó Dulcinea del Rey; le parecía el sobrenombre más noble y distinguido que el de un pueblo de Toledo, alejado de la comarca a la que pertenecía Don Quijote. La había conocido en una romería del santo del lugar y enseguida se enamoró de ella, pero nunca se atrevió a confesarle su amor, y cuando, a imitación de los caballeros andantes, cuyas aventuras había leído en docenas de novelas de caballerías, decidió salir por esos andurriales para defender a los débiles contra la injusticia de los poderosos, puso a la dama de su corazón como destinataria de sus proezas. Suárez de Figueroa habla así de ella: “Contaba Dulcinea cuando la conoció Jerónimo Merchante alrededor de treinta años y estaba casada con un labrador rico del lugar; era muy hermosa, blanca y delgada como una nube de verano. Su ocupación principal era arreglar la casa, poner la mesa cuando su marido volvía del campo y leer; leía sobre todo libros piadosos y relacionados con la vida doméstica; tenía dos libros de cabecera: uno era La perfecta casada de fray Luis de León y el otro La vida de Santa Teresa contada por ella misma...” 
      

      Respecto del bueno de Sancho Panza, Suárez de Figueroa añadió el detalle de que era un buen amante de la cocina, gran conocedor de yantares y vinos, aunque sus escasos bienes no le permitían darse el gusto de saborear unos y otros como hubiera deseado. Su mujer y sus hijas eran insaciables en la mesa y eso hacía que el hombre de la casa buscara en otras tierras trabajos que le reportaran ingresos proporcionales al consumo alimenticio de quienes dependían de él; y así, pasaba temporadas largas en Andalucía vareando la aceituna o en Valencia recogiendo para otros naranjas y limones. De ahí que, cuando su vecino el hidalgo Jerónimo Merchante, convertido de la noche a la mañana en caballero andante, le propusiera ser su escudero y acompañante en aventuras que les reportarían beneficios sin cuento, aunque en su fuero interno pensara que poco podía esperarse de quien los paisanos decían que tenía agua en la mollera, decidió salir con él más pensando en librarse de las obligaciones y responsabilidades familiares que en los bienes que pudiera obtener acompañando a aquel chiflado que, con palabras de Suárez de Figueroa, “había mandado azotar a su caballo porque durante un paseo por los campos de labor le había derribado al notar la presencia de una serpiente muy cerca de uno de sus cascos.” 
           

       Y ya que se ha aludido a Rocinante, conviene aclarar que era hijo de un garañón de su padre don Pablo, al que llamaba Atila, y una yegua sana y fuerte, propiedad del alcalde de Calzada, adonde había ido aquél para lograr la adecuada descendencia del que había sido el caballo más lozano de cinco leguas a la redonda. Figueroa dice al respecto: “Y así fue al principio, hasta que unas hierbas ratoneras que crecían al borde del regato del lugar emponzoñaron las aguas que bebió Rocinante un aciago día en que el paseo fue más largo que los acostumbrados. El animal empezó a adelgazar y a ponerse en los huesos, y parecía que la oscura enfermedad que había invadido sus entrañas iba a terminar con él, cuando el bachiller Gracián de Saavedra intervino a tiempo hablándole de un libro llamado Botánica esotérica, del licenciado Ruiz de Rioseco, el cual contenía preparados y recetas basadas en flores, raíces y hojas de plantas que remediaban las enfermedades más desconocidas, ya fueran padecidas por seres humanos como por animales...” El mismo bachiller le trajo el libro citado de la Corte y, buscando la fórmula adecuada a partir de ojicanto, ortiga y oxalis, prepararon una pócima que suministraron a Rocinante en siete dosis repartidas en otras tantas noches de una misma Semana Santa, como exigía el ritual del libro; el animal encajó con estoicismo humano el tratamiento, al cabo del cual sanó del todo, aunque sin recuperar la belleza anterior ni las arrobas que había perdido, y pese a parecer su cuerpo un conjunto de perchas ambulantes, su andar acompasado y el brillo de sus inteligentes ojos solían arrancar la admiración de cuantos lo veían. Finalmente, fue el mismo bachiller quien le proporcionó de manera indirecta la armadura y las armas con que, ya caballero andante, y acompañado de su inseparable Sancho Panza, saldría en el capítulo siguiente a desfacer entuertos y a librar de malandrines la intranquila faz de la tierra. Resultó que, al derribar un viejo caserón que había pertenecido a un antepasado suyo para levantar otro en su lugar, fueron halladas en una doble cámara hasta doce piezas de una armadura apavonada que se habían conservado impecablemente debido a las perfectas condiciones climáticas que el hueco en cuestión había permitido; entre las piezas no faltaban la celada, la gola, los guardabrazos, el peto, las coderas, los brazales o los guanteletes. Junto a ellas también había una lanza, una espada y un escudo, igualmente bien conservados.
         

     La armadura y las armas se las vendió el bachiller por un precio que le pareció al falso caballero andante casi irrisorio, pero que a Gracián de Saavedra le ayudó a pagar los gastos de la escritura de su nueva casa. Además, el bachiller se aprovechó de la sandez del hidalgo, que a todo esto consideraba a Gracián de Saavedra como un amigo de valor incalculable, haciéndole prometer que, con palabras de Suárez de Figueroa, “si en alguna ocasión se encontraba en apuros, pues en las aventuras de los caballeros andantes nunca faltan trances arriegados, habidos contra gigantes y seres de otro mundo, acudiera a él en busca de ayuda...” En pocos más detalles se extiende el contenido del primer capítulo de Don Quijote de Calatrava, como los relacionados con las costumbres, los hábitos alimenticios y las aficiones del hidalgo, que eran madrugar mucho, comer frugalmente: las legumbres tenían gran predicamento para él, así como cualquier producto de la huerta servido en frío o guisado de mil maneras; en cuanto a la carne, apenas entraba en su menú, a no ser los torreznos del cerdo y algún palomino los días festivos, y el pescado que nadaba en su plato era el chicharro del Norte, frito y adornado con olivas y pimentón dulce; la caza con galgo le atrajo en un principio y los paseos a caballo por los campos vecinos suplieron todas las salidas anteriores, hasta el momento de olvidarse de todos esos hábitos al afrontar la tarea de ampliar y completar su abundante biblioteca, cuyos coste y lectura acabaron de consumir la mayor parte de las reservas económicas de la hacienda y lo que quedaba aún de sano en el cerebro de su dueño, que era bien poco. Y, para no olvidar nada, también tiene lugar en estas primeras páginas del libro la mínima presentación que hace Suárez de Figueroa del cura del lugar, el licenciado Tomé de Avellaneda, y el barbero, Sebastián Lozano, ambos grandes amigos y aficionados a jugar a las cartas, comer bien y beber mejor, los cuales tan sólo hablan aquí para poner de vuelta y media al protagonista. 

 

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