viernes, 24 de diciembre de 2021

NAVIDAD NAVIDAD AGRIDULCE NAVIDAD

 




      Llega otra vez la Navidad, momento ideal para recuperar la capacidad de recordar con cariño a las personas, las cosas y las experiencias que tuvieron que ver con nosotros en alguna circunstancia de nuestra vida. Por ello, la Navidad, queramos o no, es una festividad agridulce porque junto a la alegría de reunirnos en familia para celebrarla, no podemos evitar la tristeza de notar la ausencia de los seres queridos que ya no están con nosotros. De ahí que haya elegido para acompañar estas fiestas que se avecinan un relato que comparte los dos lados de la celebración. Y lo he titulado por eso mismo 

 

NAVIDAD NAVIDAD AGRIDULCE  NAVIDAD

Y llegaba el momento repetido de vivir otra vez la Navidad, aquel rito sagrado de familia reunida alrededor de unos villancicos cuyas letras a veces contenían partes demasiado tristes. Como aquella que decía: “La Nochebuena se viene, la Nochebuena se va, y nosotros nos iremos y no volveremos más...”

Y sin embargo, nosotros volvíamos, y siempre volvíamos a repetir la tradición que ambienta la Navidad. Primero estaba la escuela, que, con las vacaciones, cerraba su puerta vieja y sus ventanas con cristales sin masilla, las cuales, cuando soplaba el viento, los hacía temblar y repiquetear como dientes que tienen frío; aunque no era el frío que pasábamos nosotros antes de salir al recreo, donde por fin entrábamos en calor a las primeras de cambio jugando a la pelota en la lonja de la iglesia que estaba al otro lado de la carretera. Después estaba la plazuela y su bendito rincón de sol donde nos reuníamos los amigos para hablar del Nacimiento que cada uno a su modo montaba en casa, del musgo que íbamos a recoger a las zonas más umbrías del soto, del corcho para las montañas que sacábamos de los negrillos más viejos y, finalmente, de las figuras del Belén, cuyo deterioro se notaba al paso de los años, especialmente las de las ovejas y corderos que tenían patas de alambre.

        Pese a esa parte triste del villancico: “Y nosotros nos iremos y no volveremos más”, nosotros volvíamos, siempre volvíamos a dejarnos abrazar por el invierno y por el beso blanco de la Navidad, llena de pequeñas cosas entrañables y caseras, como bajar a encender el brasero a la plazuela (mi hermana la badila y yo el soplillo), hasta que el picón se ponía rojo como los dientes de la granada y le poníamos ceniza por encima para conservar el fuego, mientras las ondas de la radio ardían también con las bolas del bombo de la lotería, y los niños de San Ildefonso no paraban de cantar su esperanzadora letanía: “Liroliroliro...mil pesetas...” Y por la noche, al calor de la camilla con faldas, la familia en pleno cantaba villancicos... Yo contemplaba asombrado a mis padres tan alegres, cantando aquellas letras repetidas, con pastores y reyes que adoraban al Niño que acababa de nacer en un pesebre, mientras por dentro me entristecía presintiendo que alguna Navidad en el futuro como esa Navidad que todos estábamos viviendo en ese presente tan dichoso, ya no estarían con nosotros, cantando tan contentos, y se haría realidad aquella letra que decía agoreramente: “Y nosotros nos iremos y no volveremos más.” Entonces yo fingía y tapaba aquella pena cantando como ellos, riendo como ellos, y luego le daba un pequeño mordisco a mi culebra de mazapán, pequeño, pequeñísimo (sólo para notar el sabor de la azúcar y la almendra mágicas) para que me durara hasta la noche de los Reyes...


 

Ah, la noche de los Reyes, ¡qué momento vivíamos los pequeños en la víspera de aquella fiesta mágica! Mi padre, aquel trabajador que de trabajo enfermó tantas veces, que murió finalmente cansado de trabajar, aquel gran hombre, simulando que había oído un ruido singular, daba un golpe en la camilla y nos decía: “Ahí están, ya han llegado, los Reyes, id a recoger los juguetes a la Sala.”


 

Y mi hermana y yo salíamos volando (con la ilusión más pura en la mirada) hacia el lugar donde ocurría el gran milagro. Y allí, al lado de nuestros zapatos, estaba el caballo de cartón que orinaba cuando le echaba agua por la boca entreabierta, y la muñeca que cerraba los ojos cuando, tierna, mi hermana la mecía entre sus brazos, y la pelota Gaviota que saltaba más que ninguna en el rincón de sol de la plazuela del alma...

Entonces ningún frío lograba acobardarnos. La posguerra se escondía tras las tapias de la huerta contigua, más allá de los miedos, la delación y el hambre, para que pudiéramos vivir en paz y alegres la Navidad, la eterna Navidad, pese a aquella parte terrible de la letra del villancico: “Y nosotros nos iremos y no volveremos más.”


 

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