martes, 23 de junio de 2020

MEMORIAS DE UN JUBILADO. DEFENSA DE LA POESÍA (VIII)


Durante el segundo y tercer años de mi estancia en la ciudad condal dio un vuelco mi vida entre el amor y la muerte. El amor es una luz que siempre anda encendida cerca de nosotros aunque no nos dé de lleno, y cuando nos da, la vida se revoluciona. Eso me sucedió un septiembre durante la fiesta de la Mercè.
Los amigos de Jíos y yo habíamos montado un guateque en la casa de A, aprovechando que sus padres estaban de vacaciones. Lo teníamos todo previsto: los cubatas, la música, el lugar del baile, preferentemente el estudio, que sufrió una reestructuración urgente, y el comedor de la casa, contiguo a aquél. Hasta las chicas, aunque yo desconocía a algunas. Las dos últimas eran la novia de mi amigo el pintor y una amiga suya que además era compañera de trabajo. 


Y a Virrey Amat fuimos a recogerlas. La amiga y compañera de trabajo de la novia de mi amigo era morena, tenía los ojos color aceituna y una melena que le llegaba a la mitad de la espalda. Llevaba un vestido rosa y un collar de cuentas verdes que hacían juego con sus ojos. Nos presentamos y los cuatro bajamos en taxi hasta la casa. Al poco tiempo fueron llegando los demás y, entre sorbo y sorbo, empezamos a bailar con la chica que mejor nos iba. El guateque se desarrollaba según nuestros deseos, hasta que la bebida empezó a surtir sus efectos. En un momento dado advertí que uno de los chicos jugaba con las cuentas verdes del collar de la amiga de la novia de mi amigo, actitud que vi que no le gustaba demasiado. Fui hacia ella y le pedí que bailara conmigo para ayudarla a deshacerse del moscardón que la agobiaba. Y ya no dejé de bailar con ella. Me encontraba muy a gusto con la chica del collar de las cuentas verdes y había notado que acompasábamos bien el movimiento de nuestros pies siguiendo la música.

No puedo veros hoy, amigos míos,
porque esta noche voy donde ella esté;
le tengo que pedir
que nuevamente vuelva a mí
porque si no es así,
no lo resistiréee.
No vale la vida
sin alguien a quien amar,
  yyo no puedo vivir sin ella.
Y si me veis volver
con ganas de llorar,
os ruego, amigos míos,
no comentar.
Sonrisas quiero ver
en prueba de amistad porque
no debe un hombre, no,
llorar por un amor.
No puedo veros hoy, amigos míos…” Etcétera.
El guateque duró hasta cuando debía durar. Cada uno se fue por su sitio, y A y yo acompañamos a casa a su novia y a su amiga. Ellos bajaron en Virrey Amat y nosotros seguimos hasta la Plaza Ibiza, muy cerca de la cual vivía la joven que desde aquel día se convirtió en la mujer de mi vida.
Mientras regresaba en metro a casa no dejé de pensar en sus ojos verdes y en su negra melena. El primer poema que escribí pensando en ella (ya no he dejado nunca de hacerlo y en la mayoría de los poemarios que he escrito hasta hoy, junio del año del coronavirius, figuran poemas dedicados a ella) me salió de un tirón durante aquella noche, en la cama. En cuanto me levanté al día siguiente, lo copié en una de mis libretas.


En tus ojos de esperanza
baila la luz que yo espero,
baila y me lleva encendido
hacia un mundo de recuerdos,
a otra paz que yo creía
hija sólo de los sueños.
Y me dejo transportar
por la noche de tu pelo
sin pensar que con el alba
debo volver a mi cuerpo.
Tus ojos y tu melena
vienen gratos a mi encuentro
para hacer nido de amor
en las ramas de mi pecho.
Que se queden ahí dormidos
sin despertar de su sueño,
mientras yo duermo contigo
y sueño que no despierto.”
Aunque estos versos son bastante flojos, mientras los pensaba en la cama en la plácida oscuridad de mi cuarto, estaba convencido de que el amor era poesía y la poesía amor. Vamos, que si uno está enamorado es capaz de escribir los versos más encendidos. Eso creía yo entonces. Y aún sigo creyéndolo.
Al día siguiente, haciendo tiempo para ir a buscar a mi novia, entré en Castells, una librería de la Ronda de la Universidad que hoy, como muchas otras, ya no existe, y encontré un libro que hablaba de Poesía. Era una edición de La poesía, de J. Pfeiffer, de la colección de Breviarios del Fondo de Cultura Económica. Ya no lo he dejado de consultar nunca desde aquel día. Lo aconsejo a todo aquel que quiera saber cómo es la poesía desde dentro, más aún, acercarse a la comprensión de lo poético, que es más concreto. Con una Introducción tan breve como magnífica, donde se nos dice, entre otras cosas, que “lo que ante todo suele buscarse en la poesía y exigirse de ella son ideas y problemas; y en consecuencia, las gentes se desentienden totalmente de si aquello que la poesía se propone y pretende decir “existe” realmente en ella, si se ha transformado o no en configuración verbal.” Tiene razón. En cuanto a mí, nunca me ha interesado hablar de ideas y problemas en la poesía, sino su transformación, la configuración verbal que adquieren finalmente, es decir, el cómo se dice y en qué temple y estado de ánimo se dice en el poema. Porque, como dice Pfeiffer, “la única actitud auténtica ante el arte (la poesía en este caso, añado yo) es y será siempre una participación sentimental y emotiva.” Claro que para lograr eso, es decir, llegar a la esencia de las cosas, “debemos hacernos sencillos e ingenuos.” No me cansaré de repetirlo: para llegar a acercarse a ser un poeta auténtico no hay nada como actuar como un niño ante lo que nos rodea y tener constantemente la capacidad de asombrarnos como si fuera la primera vez que lo vemos.


En el trayecto hacia el principio del amor que me esperaba en Virrey Amat, leí el apartado que Pfeiffer titula Configuración verbal de la poesía, una especie de respuesta a la pregunta: “¿qué indicios fundamentales nos revelan que una construcción verbal es arte?” El ritmo y la melodía, la imagen y la metáfora, el temple de ánimo y el estilo empleados en el lenguaje de la poesía tienen mucho que ver. En comparación con el lenguaje normal que se utiliza para la mera comunicación, ya sea coloquial ya sea culta y hasta filosófica, el lenguaje de la poesía es intraducible. Intraducible es la palabra mágica que Pfeiffer emplea para hacernos notar esa diferencia. Y nos lo demuestra.
Finalmente, me licencié en Románicas, me casé y me hice profesor de Lengua y Literatura, y a mis alumnos les transmití la mayor parte de las enseñanzas que mis profesores me infundieron a mí, el gusto por la lectura, aprender textos ejemplares, no sólo por su calidad literaria sino también por los valores humanos que se desprenden de ellos, entender la literatura en general y la poesía en particular como una forma de ver la realidad que nos rodea, comprometidas ambas siempre en mejorarla en sus aspectos más nobles, el buen gusto, el respeto por la libertad y los derechos humanos, la responsabilidad y la solidaridad en los momentos críticos de la vida del país, la tolerancia de las ideas y creencias y el fomento de emociones y sentimientos positivos.







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