martes, 4 de agosto de 2020

MEMORIAS DE UN JUBILADO. La Barcelona de ayer (1)





Hace unos días volví a Barcelona y experimenté una sensación de tristeza al ver el cambio desfavorable que ha dado su aspecto exterior (muy moderno y todo lo que se quiera, pero falto de alegría y humanidad) y la forma de vivir de muchos de sus habitantes, un tanto depreocupada y sólo atenta a sus intereses personales en perjuicido de la buena convivencia de la comunidad en general, y no sólo me refiero a la influencia que ha causado en ella la pandemia del coronavirus, que sigue dejando su terrible huella. 

A consecuencia de todo ello, no he podido evitar que aflore en mí la nostalgia de la Barcelona de ayer, cuando un verano como éste hace ya más de cincuenta años, empezamos aquí una nueva vida llena de ilusiones y proyectos. Notalgia que expongo en forma de pequeñas instantáneas vitales.



La estación de Francia
Una de las primeras cosas que vi al llegar a Barcelona fue la estación de Francia y su alta luz de cien razas viviendo con sus lenguas  y exóticas historias. Yo acababa de dejar en la esquina del pasado mi página vivida de ciudad provinciana, y abría a la aventura del mestizaje libre y sin fronteras mis ansias de aprender pese al cansancio nocturno de los casi mil kilómetros que me separaban de la primera almendra de la vida, ya en las lindes de la verdad adulta y sus celadas.
Los cuatro viajeros de entonces alucinábamos ante la imparable cascada de habla y etnia junto al tren, en aquella estación de puertas libres. Eso fue lo primero: la preclara, libre apertura hacia verdades vivas.



El sitio de la casa 
El sitio de la casa, luminoso, abierto, cosmopolita y brujo, junto al canto del agua de Montjuic y su esmeralda subiendo hacia el Castillo. (Al alcance de la mano, todo un mundo reciente esperándome.) El piso en alto, tibio el aire en los balcones y la luz en el alma del ser que ya aprendía sin libros y sin sueños. (Casi olvido las huertas y los nidos de aquel otro que vive en mi interior, siempre alumbrando.)
Y también aprendía de los míos: cinco hermanos ardiendo en sueños..., y los padres  haciendo lo posible por que se cumplieran. Versos hablan con gratitud de aquellos manantiales de esperanza.
El mar
Pero también del mar en Can Tunis, al pie del Cementerio de Montjuic,  el agua alegre  brillando en nuestros cuerpos. Era verano y ya estaba dispuesta la amistad a saludarme pronto. Allí, en la orilla, compartiendo la espuma de las horas, los primeros amigos catalanes me hablaron de museos, de caminos futuros por los barrios con solera donde el vino se casa con el arte. Yo, a cambio, les daría humo de versos,  y, todos, saciaríamos bohemias ingenuas de endiosada juventud.


Nombres
Sus nombres quedan ya sembrados, vivos, en mis surcos diarios. Versos hablan  del estudio del amigo pintor donde tejíamos nuestros sueños artísticos; sus lienzos regían nuestras charlas; yo leía mis versos becquerianos; lo demás era fruto del vino y la esperanza.
La juventud podía con los ebrios retornos por la calle del Romano, en torno a cuya estatua solíamos librar batallas de sueños, versos, y galerías de arte.
Y el tranvía, sin dejar de soñar con la gloria,  nos iba transportando por la noche como Ulises camino de sus Ítacas.
Atrás quedaban versos y dibujos sembrados en la frágil servilleta, entre el olor a vino peleón y el humo del cigarro, como un guiño que la diosa bohemia nos brindaba.



Brillos de diamante
Nombres, vivos nombres que ahora traen momentos de amistad, que a la mirada prosaica del presente me torturan con la nostalgia inútil. Pero entonces..., entonces eran brillos de diamante en nuestras manos. Petritxol, Canuda, los Baños Viejos..., mundos donde abrían  sus puertas al amor y al arte cuerpos y almas tocadas por un don común,  por un año de gracia, aquel primero en que aprendí el misterio de Barcino, arrimando el oído al corazón, a los barrios de las tentaciones del cuerpo y del arte.
Pintábamos de día en caballete con el mar a los pies y el cielo azul temblando entre las velas de los muelles.
Y por las noches abríamos las salas de Baco con las llaves más gozosas. Entre vaso y vaso abríamos ventanas  a las musas, mientras uno perdía lápices en Cristos agonizantes y mujeres desnudas, otro buscaba sus minotauros, un tercero soñaba con París, una flotaba en nubes de Picasso y el amigo pintor la dibujaba con pinceles  impregnados del óleo eterno del corazón.

 
El refugio
Las inocentes ebriedades duraban lo que duraba el fiel arrobamiento. Luego volvíamos al recinto de los Beatles y volvíamos a caer en toboganes de amor y de magia.
En el estudio  pasábamos el tiempo hablando de Dios, del arte, del amor y el erotismo y de poemas mientras el mundo se multiplicaba en andamios y las palomas pintaban las estatuas con sus grises de fuego. En el refugio tocábamos las teclas de las musas y planeábamos híbridas visitas a museos y tabernas. Recuerdo todo eso con pasión.


El Mercadillo de los libros
Como también recuerdo el generoso horizonte del Mercadillo de San Antonio. Libros esperando la suerte de las manos que saben teclearlos con caricias de inaciable estudiante y de poeta.
El amigo pintor me acompañaba las mañanas de domingo por búsquedas y encuentros. Libros de magia, de poesía, de arte. Libros que un día sirvieron de escondite a secretos bélicos y a conjuras esotéricas. Libros que fueron cuajando bibliotecas y sueños...  Libros que acabaron siendo testigos de una época y que ahora me obligan a esbozar, entre los labios,  arabescos de gris melancolía cuando hojeo sus bosques de poemas, sus cálidas ventanas de pinturas, de rostros, de paisajes, de esperanzas.


Aquel 64
Aquel 64 del inicio fue también la aventura de las aulas, de las asignaturas serias, hondas,  de los sabios doctores que supieron sembrar en mí los dones del trabajo bien hecho, la lectura, la enseñanza... Martí de Riquer, Blecua , Castro Calvo..., compromisos de rigor y de entrega hacia el estudio...
Y nuevos compañeros, y otras rutas: la Avenida de la Luz y el cariñena, y el bulevar lujoso donde quiso Gaudí poner la almendra de sus sueños en casas temblorosas, casi tartas de piedra, invitaciones para que Dios bajase a ver si eran reales o plagios rebeldes de su excelsa magia.
Aquel 64 del inicio la sabia luz de la Universidad alumbró los desvanes de mi cerebro.


La ciudad en invierno
Y si era la ciudad en el verano un diamante brindado a quien osara entrar en su recinto misterioso  con los cinco sentidos en alerta, en invierno se convertía en una dama que ofrecía sus encantos sin fin bajo la lluvia  y el olor de alquitrán y los sonidos perdidos de la noche, a quien quisiera poner en el tablero su ventura, sus virtudes de amante sin prejuicios.
Los amigos cogíamos el metro y, mineros del arte, un día amábamos la piedad de Pedralbes, y al siguiente, deseábamos a las mujeres que ardían en los cuadros que Picasso en Montcada dejó vírgenes para aliviar miradas encendidas...
Era todo la fiebre de la edad,  que lo mismo encendía nuestra sangre joven que alzaba el corazón del alma a los altares.


Sitges
O nos daba de pronto por cambiar  de horizonte y, locos, nos subíamos al tren del litoral. Y, como a dioses en la orilla del mar, la luz de Sitges nos ungía de gracia, de arte y de poemas, tras rendir pleitesía a la pintura de Rusiñol en Cau Ferrat.
Comíamos entonces  bocadillos de esperanza y bebíamos el vino de la gloria mientras quemaba  los ojos la alegría de formar parte ya del arte fiel que no recibe nada y lo da todo.
Hay fotos que dan fe de aquellos días,  y humos de cigarros y papeles habitados de esbozos y poemas, y cuadros que ya cuelgan para siempre en las salas eternas del olvido.

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