sábado, 6 de junio de 2020

MEMORIAS DE UN JUBILADO. DEFENSA DE LA POESÍA (VII)

   

Además de la colección Laurel, descubrí otras en el Mercadillo de San Antonio. Una de ellas se llamaba Los poetas. Si la primera era obra de la editorial Bruguera de Barcelona, la segunda había visto la luz en Madrid muchísimos años antes, a finales de los años 20, y presentaba mejor calidad que aquélla. Cada número, dedicado a un poeta español, venía prologado por un especialista. Los diez primeros ejemplares recogen sendas obras de otros tantos autores, entre los que destacan Campoamor (dos números), Espronceda (otros dos), Quevedo, Villaespesa, Nicolás Fernández de Moratín, Adelardo López de Ayala y Fray Luis de León.
  Otra colección de poesía había visto la luz en la editorial Fama de Barcelona, la cual abrió generosamente mi horizonte lírico con títulos dedicados a Víctor Hugo, a los poetas Lakistas (Wordsworth, Coleridge y Southey), Paul Verlaine, Omar Kheyyam o Rabindanat Tagore, sin contar con los ejemplares dedicados a clásicos españoles, desde Bécquer a Gonzalo de Berceo, pasando por Santa Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz, Quevedo o Zorrilla. Todos eran ediciones bastante cuidadas, prologadas también por críticos conocidos como Luis Guarner, Ramón Sangenís o José María Espinás, que se encargaban, además, de seleccionar los poemas. Guardo recuerdos imborrables de algunos de estos ejemplares, especialmente del titulado Poesía Lakista. Los poemas sentidos, naturales y cotidianos de William
Wordsworth (1770-1850) me llegaron enseguida. Los narcisos, El cielo después de la tormenta, Escrito en marzo, Atardecer en la playa o A una alondra son algunos de los títulos más memorables. La última composición dice:


Eterno trovador, peregrino del cielo;
¿desprecias esta tierra donde el pesar abunda?
¿O mientras se remontan tus alas cielo arriba
permanecen en tierra, cubiertos de rocío,
tu corazón y tu ojo posados en el nido?
¡Ese nido en que puedes entrar cuando deseas!
¡Esas alas que tiemblan! ¡Esa música dulce!
Dejad al ruiseñor en su sombrío bosque;
tú tienes el dominio de la gloriosa luz,
de donde tú derramas sobre el mundo cascadas
de armonía creada por tu divino instinto,
prototipo del sabio que asciende y nunca vaga,
fiel siempre a las dos cosas: el cielo y el hogar.”
     
      En fin, que el primer año de mi estancia en Barcelona no pudo ser más fructífero y aleccionador en todos los sentidos. Además disponía de unas libretas dietarios que mis hermanos mayor y mediano me proporcionaban de la Banca donde trabajaban. En ellas podía expresar cuanto se me ocurría, ya fuera en forma de verso o prosa, cuentos, artículos, alguna novela y, sobre todo, poemas, muchos poemas que luego se quedaron dormidos entre sus páginas junto a las marcas marrones de recortes de periódico que allí guardaba también. Los títulos de aquellos escritos eran bastante elocuentes: Oraciones al que hizo mi memoria, La voz desde un principio, Negrura de conciencias, Notas al “Sentimiento trágico de la vida” de Unamuno, La vuelta de Dios, Días oscuros… Por otra parte, me gustaba encabezar los escritos con citas de escritores, entre los cuales destacaba Lamartine, uno de los últimos poetas que descubrí.

Dios es sólo una palabra para dar al mundo una razón de ser.”
Tu mano, ¡oh, Dios!, alivia el peso de mis dolores.”
Me causó tan grata impresión el poeta francés que llené gran parte de una de aquellas libretas dietarios con poemas dedicados a temas de Lamartine, poemas que precisamente agrupé bajo un título del mismo poeta, Meditaciones, y que como en su caso, unos eran religiosos y otros íntimos. Aunque no son nada del otro mundo, para que se vea la traza que yo tenía entonces, me atrevo, ¡horror!, a incluir un poema de cada tipo.
1.
Creo que para encontrar a Dios,
basta mirar al cielo estrellado
a la orilla del mar
una noche de verano.
Y si además tenemos
una mujer hermosa a nuestro lado,
Dios desciende del cielo
para cogernos la mano.”
2.
El tiempo escapa de nosotros
como agua entre los dedos.
Aun antes de darnos cuenta
nos convertimos en viejos;
el vigor y la vida
se marchan lejos
y poco a poco la muerte
anida en nuestros cuerpos.
Apenas logramos detener
el ingrato y raudo tiempo
con los hilos invisibles
de los buenos recuerdos.”
    
     




     Lamartine siempre ha significado mucho para mí. De él aprendí, entre otras cosas, que todo buen poema debe contener, al menos, una idea para la inteligencia, un sentimiento para el corazón, una imagen para la vista y una música para el oído.

    En el resto de páginas de esa misma libreta dietario me dediqué a comentar Don de la ebriedad, de Claudio Rodríguez (aquel Cayín de la infancia), libro que ya había leído unas cuantas veces. Don de la ebriedad es un largo poema dividido en cantos que exaltan la naturaleza, las cosas cotidianas que rodean al poeta, que consideraba que la poesía, escribir poesía, era un don, una especie de borrachera divina, un entusiamo especial, la inspiración, en resumen (¡qué cerca están los románticos y algunos poetas franceses del XIX, sobre todo, Verlaine o Rimbaud, con quien Claudio guardaba tantas afinidades!).
   Leí algunos años más tarde las palabras que sobre el libro pronunció su autor en una entrevista, en el sentido de que el poeta mira a su alrededor con ojos inocentes y asombrados e intenta hacerlo presente en el poema trascendiéndolo, dándole nueva vida como si realmente fuera un mundo creado por él. Eso es lo que me ha gustado siempre del poder de la poesía: Transformar el mundo, crearlo de nuevo.
   

   Don de la ebriedad, a lo largo de sus tres partes, culmina con la unión del poeta con la naturaleza y las cosas que lo rodean a diario en una comunión armónica. Desde los magníficos endecasílabos con que se inicia el Libro Primero
Siempre la claridad viene del cielo;
es un don: no se hala entre las cosas
sino muy por encima, y las ocupa
haciendo de ello vida y labor propias.
Así amanece el día; así la noche
cierra el gran aposento de sus sombras.
Y esto es un don. ¿Quién hace menos creados
cada vez a los seres? ¿Qué alta bóveda
los contiene en su amor? ¡Si ya nos llega
y es pronto aún, ya llega a la redonda
a la manera de los vuelos tuyos
y se cierne, y se aleja y, aún remota,
nada hay tan claro como sus impulsos!
Oh claridad sedienta de una forma,
de una materia para deslumbrarla
quemándose a sí misma al cumplir su obra.
Como yo, como todo lo que espera.
Si tú la luz te la has llevado toda,
¿cómo voy a esperar nada del alba?
Y, sin embargo—esto es un don--, mi boca
Espera, y mi alma espera, y tú me esperas,
Ebria persecución, claridad sola
Mortal como el abrazo de las hoces,
Pero abrazo hasta el fin que nunca afloja.”
Toda una lección de teoría poética, de cómo viene la poesía hasta el poeta, desde arriba, desde la pura claridad.
Oh claridad sedienta de una forma,
de una materia para deslumbrarla
quemándose a sí misma al cumplir su obra.”
La poesía es
Ebria persecución, claridad sola
mortal como el abrazo de las hoces,
pero abrazo hasta el fin que nunca afloja.”
Desde estos magníficos endecasílabos, medidos con la respiración y el caminar del propio poeta, donde habla de la poesía como un don, hasta la comunión íntima con la naturaleza y las cosas de los últimos versos, existe todo un proceso sabiamente trazado por el poeta. Al final del Libro Primero leemos:
Como si nunca hubiera sido mía,
dad al aire mi voz y que en el aire
sea de todos y la sepan todos
igual que una mañana o una tarde.
Ni a la rama tan sólo abril acude
ni el agua espera sólo el estiaje.
¿Quién podría decir que es suyo el viento,
suya la luz, el canto de las aves
en el que esplende la estación, más cuando
llega la noche y en los chopos arde
tan peligrosamente retenida?
¡Que todo acabe aquí, que todo acabe
de una vez para siempre! La flor vive
tan bella porque vive poco tiempo
y, sin embargo, cómo se da, unánime,
dejando de ser flor y convirtiéndose
en ímpetu de entrega. Invierno, aunque
no esté detrás la primavera, saca
fuera de mí lo mío y hazme parte,
inútil polen que se pierde en tierra
pero ha sido de todos y de nadie.” Etcétera.
   Y si esto fuera poco, nada más comenzar el Libro Segundo, que Claudio Rodríguez titula Canto del despertar, encabezado nada más ni nada menos que por una cita de San Juan de la Cruz (ya es hora de decir que la lectura de los poetas místicos españoles estuvo muy presente a la hora de la creación de este magnífico libro, a juicio de Aleixandre, insuperable), nada más comenzar el Libro Segundo nos encontramos con estos esclarecedores versos:
El primer surco de hoy será mi cuerpo.
Cuando la luz impulsa desde arriba
despierta los oráculos del sueño
y me camina, y antes que al paisaje
va dándome figura. Así otra nueva
mañana. Así otra vez y antes que nadie,
aún que la brisa menos decidera,
sintiéndome vivir, solo, a luz limpia.
Pero algún gesto hago, alguna vara
mágica tengo porque, ved, de pronto
los seres amanecen, me señalan.
Soy inocente. ¡Cómo se une todo
y en simples movimientos hasta el límite,
sí, para mi castigo: la soltura
del álamo a cualquier mirada! Puertas
con vellones de nieblas por dinteles
se abren allí, pasando aquella cima.
¿Qué más sencillo que ese cabeceo
de los sembrados? ¿Qué más persuasivo
que el heno al germinar? No toco nada.” Etcétera.

“El primer surco de hoy será mi cuerpo” es precisamente la inscripción que figura en la tumba del poeta, que se halla en el cementerio zamorano, y ante la que fui a rendirle homenaje durante uno de mis retornos a la ciudad del alma.
¿Qué más sencillo que ese cabeceo
de los sembrados? ¿Qué más persuasivo
que el heno al germinar?”
Pues el final del libro en que el poeta se lamenta de que acabe su don, su ebriedad, su gozo inmenso de ser poeta tras haber cantado la unión de su alma con todos los elementos naturales que lo rodean y haber descubierto que el poder de la palabra los ha transformado en eternos.
Cómo veo los árboles ahora.
No con hojas caedizas, no con ramas
sujetas a la voz del crecimiento.
Y hasta a la brisa que los quema a ráfagas
no la siento como algo de la tierra
ni del cielo tampoco, sino falta
de ese dolor de vida con destino.
Y a los campos, al mar, a las montañas,
muy por encima de su clara forma
los veo. ¿Qué me han hecho en la mirada?
¿Es que voy a morir? Decidme, ¿cómo
veis a los hombres, a sus obras, almas
inmortales? Sí, ebrio estoy, sin duda.
La mañana no es tal, es una amplia
llanura sin combate, casi eterna,
casi desconocida porque en cada
lugar donde antes era sombra el tiempo,
ahora la luz espera ser creada.” Etcétera.
Y a los campos, al mar, a las montañas,
muy por encima de su clara forma
los veo.”
   He aquí el milagro de ese don que posee el poeta, la fuerza que tiene la poesía sobre todas las cosas, que con su claridad, claridad que viene del cielo (recordemos que así empezaba el libro) las ocupa y les da vida propia.
  Magnífico libro que yo leía sin parar, y aún hoy leo de vez en cuando. Entonces yo releía unos cuantos endecasílabos que previamente había subrayado, y anotaba en mi libreta cuanto se me ocurría sobre ellos. A veces eran palabras sueltas referidas a la luz, decenas de ellas:
.-puros sustantivos: claridad, día, alba, luces, albor, sol, mañana, resplandores, estrella, esplendor, fuego…
.-adjetivos: claro, deslumbrado, clara, claroluciente, brillante…
.-verbos: quemándose, calentando, amanece, esplende, arde, aclarándolo…
A veces me salía un remedo de poema inspirado en ellas.
El sol detiene el agua en las azudas
y generoso la convierte en oro
entre las esmeraldas de los juncos
y la nieve movida de la espuma,
antes de liberarla hacia la aceña
convertida de nuevo en campesina.”


La luz me sigue amante en el pinar
y me besa en las manos cuando abarco
un haz de piñas viejas para alzarlas
del sendero cuajado de inocencias
y guardarlas atento en mi fardel.
La luz me sigue fiel hasta la puerta,
y, al abrirla, su beso generoso
tras mis pasos en el zaguán se cuela.
Me da pena cerrar los cuarterones
y dejar que se enfríe entre las sombras
el fuego de la luz que era mi amante.”

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