Además de la colección Laurel, descubrí otras en el Mercadillo de
San Antonio. Una de ellas se llamaba Los poetas. Si la primera era
obra de la editorial Bruguera de Barcelona, la segunda había visto
la luz en Madrid muchísimos años antes, a finales de los años 20,
y presentaba mejor calidad que aquélla. Cada número, dedicado a un
poeta español, venía prologado por un especialista. Los diez
primeros ejemplares recogen sendas obras de otros tantos autores,
entre los que destacan Campoamor (dos números), Espronceda (otros
dos), Quevedo, Villaespesa, Nicolás Fernández de Moratín, Adelardo
López de Ayala y Fray Luis de León.
Otra colección de poesía había visto la luz en la editorial
Fama de Barcelona, la cual abrió generosamente mi horizonte lírico
con títulos dedicados a Víctor Hugo, a los poetas Lakistas
(Wordsworth, Coleridge y Southey), Paul Verlaine, Omar Kheyyam o
Rabindanat Tagore, sin contar con los ejemplares dedicados a clásicos
españoles, desde Bécquer a Gonzalo de Berceo, pasando por Santa
Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz, Quevedo o Zorrilla. Todos eran
ediciones bastante cuidadas, prologadas también por críticos
conocidos como Luis Guarner, Ramón Sangenís o José María Espinás,
que se encargaban, además, de seleccionar los poemas. Guardo
recuerdos imborrables de algunos de estos ejemplares, especialmente
del titulado Poesía Lakista. Los poemas sentidos, naturales y
cotidianos de William
Wordsworth (1770-1850) me llegaron enseguida.
Los narcisos, El cielo después de la tormenta, Escrito en marzo,
Atardecer en la playa o A una alondra son algunos de los títulos más
memorables. La última composición dice:
“Eterno
trovador, peregrino del cielo;
¿desprecias
esta tierra donde el pesar abunda?
¿O
mientras se remontan tus alas cielo arriba
permanecen
en tierra, cubiertos de rocío,
tu
corazón y tu ojo posados en el nido?
¡Ese
nido en que puedes entrar cuando deseas!
¡Esas
alas que tiemblan! ¡Esa música dulce!
Dejad
al ruiseñor en su sombrío bosque;
tú
tienes el dominio de la gloriosa luz,
de
donde tú derramas sobre el mundo cascadas
de
armonía creada por tu divino instinto,
prototipo
del sabio que asciende y nunca vaga,
fiel
siempre a las dos cosas: el cielo y el hogar.”
En fin, que el primer año de mi estancia en Barcelona no pudo
ser más fructífero y aleccionador en todos los sentidos. Además
disponía de unas libretas dietarios que mis hermanos mayor y mediano
me proporcionaban de la Banca donde trabajaban. En ellas podía
expresar cuanto se me ocurría, ya fuera en forma de verso o prosa,
cuentos, artículos, alguna novela y, sobre todo, poemas, muchos
poemas que luego se quedaron dormidos entre sus páginas junto a las
marcas marrones de recortes de periódico que allí guardaba también.
Los títulos de aquellos escritos eran bastante elocuentes: Oraciones
al que hizo mi memoria, La voz desde un principio, Negrura de
conciencias, Notas al “Sentimiento trágico de la vida” de
Unamuno, La vuelta de Dios, Días oscuros… Por otra parte, me
gustaba encabezar los escritos con citas de escritores, entre los
cuales destacaba Lamartine, uno de los últimos poetas que descubrí.
“Dios
es sólo una palabra para dar al mundo una razón de ser.”
“Tu
mano, ¡oh, Dios!, alivia el peso de mis dolores.”
Me causó tan grata impresión el poeta francés que llené
gran parte de una de aquellas libretas dietarios con poemas dedicados
a temas de Lamartine, poemas que precisamente agrupé bajo un título
del mismo poeta, Meditaciones, y que como en su caso, unos eran
religiosos y otros íntimos. Aunque no son nada del otro mundo, para
que se vea la traza que yo tenía entonces, me atrevo, ¡horror!, a
incluir un poema de cada tipo.
1.
“Creo
que para encontrar a Dios,
basta
mirar al cielo estrellado
a
la orilla del mar
una
noche de verano.
Y
si además tenemos
una
mujer hermosa a nuestro lado,
Dios
desciende del cielo
para
cogernos la mano.”
2.
“El
tiempo escapa de nosotros
como
agua entre los dedos.
Aun
antes de darnos cuenta
nos
convertimos en viejos;
el
vigor y la vida
se
marchan lejos
y
poco a poco la muerte
anida
en nuestros cuerpos.
Apenas
logramos detener
el
ingrato y raudo tiempo
con
los hilos invisibles
de
los buenos recuerdos.”
Lamartine siempre ha significado mucho para mí. De él
aprendí, entre otras cosas, que todo buen poema debe contener, al
menos, una idea para la inteligencia, un sentimiento para el corazón,
una imagen para la vista y una música para el oído.
En el resto de páginas de esa misma libreta dietario me
dediqué a comentar Don de la ebriedad, de Claudio Rodríguez (aquel
Cayín de la infancia), libro que ya había leído unas cuantas
veces. Don de la ebriedad es un largo poema dividido en cantos que
exaltan la naturaleza, las cosas cotidianas que rodean al poeta, que
consideraba que la poesía, escribir poesía, era un don, una especie
de borrachera divina, un entusiamo especial, la inspiración, en
resumen (¡qué cerca están los románticos y algunos poetas
franceses del XIX, sobre todo, Verlaine o Rimbaud, con quien Claudio
guardaba tantas afinidades!).
Leí algunos años más tarde las palabras que sobre el libro
pronunció su autor en una entrevista, en el sentido de que el poeta
mira a su alrededor con ojos inocentes y asombrados e intenta hacerlo
presente en el poema trascendiéndolo, dándole nueva vida como si
realmente fuera un mundo creado por él. Eso es lo que me ha gustado
siempre del poder de la poesía: Transformar el mundo, crearlo de
nuevo.
Don de la ebriedad, a lo largo de sus tres partes, culmina con la unión del poeta con la naturaleza y las cosas que lo rodean a diario en una comunión armónica. Desde los magníficos endecasílabos con que se inicia el Libro Primero
“Siempre
la claridad viene del cielo;
es
un don: no se hala entre las cosas
sino
muy por encima, y las ocupa
haciendo
de ello vida y labor propias.
Así
amanece el día; así la noche
cierra
el gran aposento de sus sombras.
Y
esto es un don. ¿Quién hace menos creados
cada
vez a los seres? ¿Qué alta bóveda
los
contiene en su amor? ¡Si ya nos llega
y
es pronto aún, ya llega a la redonda
a
la manera de los vuelos tuyos
y
se cierne, y se aleja y, aún remota,
nada
hay tan claro como sus impulsos!
Oh
claridad sedienta de una forma,
de
una materia para deslumbrarla
quemándose
a sí misma al cumplir su obra.
Como
yo, como todo lo que espera.
Si
tú la luz te la has llevado toda,
¿cómo
voy a esperar nada del alba?
Y,
sin embargo—esto es un don--, mi boca
Espera,
y mi alma espera, y tú me esperas,
Ebria
persecución, claridad sola
Mortal
como el abrazo de las hoces,
Pero
abrazo hasta el fin que nunca afloja.”
Toda una lección de teoría poética, de cómo viene la poesía
hasta el poeta, desde arriba, desde la pura claridad.
“Oh
claridad sedienta de una forma,
de
una materia para deslumbrarla
quemándose
a sí misma al cumplir su obra.”
La poesía es
“Ebria
persecución, claridad sola
mortal
como el abrazo de las hoces,
pero
abrazo hasta el fin que nunca afloja.”
Desde estos magníficos endecasílabos, medidos con la
respiración y el caminar del propio poeta, donde habla de la poesía
como un don, hasta la comunión íntima con la naturaleza y las cosas
de los últimos versos, existe todo un proceso sabiamente trazado por el
poeta. Al final del Libro Primero leemos:
“Como
si nunca hubiera sido mía,
dad
al aire mi voz y que en el aire
sea
de todos y la sepan todos
igual
que una mañana o una tarde.
Ni
a la rama tan sólo abril acude
ni
el agua espera sólo el estiaje.
¿Quién
podría decir que es suyo el viento,
suya
la luz, el canto de las aves
en
el que esplende la estación, más cuando
llega
la noche y en los chopos arde
tan
peligrosamente retenida?
¡Que
todo acabe aquí, que todo acabe
de
una vez para siempre! La flor vive
tan
bella porque vive poco tiempo
y,
sin embargo, cómo se da, unánime,
dejando
de ser flor y convirtiéndose
en
ímpetu de entrega. Invierno, aunque
no
esté detrás la primavera, saca
fuera
de mí lo mío y hazme parte,
inútil
polen que se pierde en tierra
pero
ha sido de todos y de nadie.” Etcétera.
Y si esto fuera poco, nada más comenzar el Libro Segundo, que
Claudio Rodríguez titula Canto del despertar, encabezado nada más
ni nada menos que por una cita de San Juan de la Cruz (ya es hora de
decir que la lectura de los poetas místicos españoles estuvo muy
presente a la hora de la creación de este magnífico libro, a juicio
de Aleixandre, insuperable), nada más comenzar el Libro Segundo nos
encontramos con estos esclarecedores versos:
“El
primer surco de hoy será mi cuerpo.
Cuando
la luz impulsa desde arriba
despierta
los oráculos del sueño
y
me camina, y antes que al paisaje
va
dándome figura. Así otra nueva
mañana.
Así otra vez y antes que nadie,
aún
que la brisa menos decidera,
sintiéndome
vivir, solo, a luz limpia.
Pero
algún gesto hago, alguna vara
mágica
tengo porque, ved, de pronto
los
seres amanecen, me señalan.
Soy
inocente. ¡Cómo se une todo
y
en simples movimientos hasta el límite,
sí,
para mi castigo: la soltura
del
álamo a cualquier mirada! Puertas
con
vellones de nieblas por dinteles
se
abren allí, pasando aquella cima.
¿Qué
más sencillo que ese cabeceo
de
los sembrados? ¿Qué más persuasivo
que
el heno al germinar? No toco nada.” Etcétera.
“El primer surco de hoy será mi cuerpo” es precisamente la
inscripción que figura en la tumba del poeta, que se halla en el
cementerio zamorano, y ante la que fui a rendirle homenaje durante uno de mis retornos a la ciudad del alma.
“¿Qué
más sencillo que ese cabeceo
de
los sembrados? ¿Qué más persuasivo
que
el heno al germinar?”
Pues el final del libro en que el poeta se lamenta de que acabe
su don, su ebriedad, su gozo inmenso de ser poeta tras haber cantado
la unión de su alma con todos los elementos naturales que lo rodean
y haber descubierto que el poder de la palabra los ha transformado en
eternos.
“Cómo
veo los árboles ahora.
No
con hojas caedizas, no con ramas
sujetas
a la voz del crecimiento.
Y
hasta a la brisa que los quema a ráfagas
no
la siento como algo de la tierra
ni
del cielo tampoco, sino falta
de
ese dolor de vida con destino.
Y
a los campos, al mar, a las montañas,
muy
por encima de su clara forma
los
veo. ¿Qué me han hecho en la mirada?
¿Es
que voy a morir? Decidme, ¿cómo
veis
a los hombres, a sus obras, almas
inmortales?
Sí, ebrio estoy, sin duda.
La
mañana no es tal, es una amplia
llanura
sin combate, casi eterna,
casi
desconocida porque en cada
lugar
donde antes era sombra el tiempo,
ahora
la luz espera ser creada.” Etcétera.
“Y
a los campos, al mar, a las montañas,
muy
por encima de su clara forma
los
veo.”
He aquí el milagro de ese don que posee el poeta, la fuerza
que tiene la poesía sobre todas las cosas, que con su claridad,
claridad que viene del cielo (recordemos que así empezaba el libro)
las ocupa y les da vida propia.
Magnífico libro que yo leía sin parar, y aún hoy leo de vez
en cuando. Entonces yo releía unos cuantos endecasílabos que
previamente había subrayado, y anotaba en mi libreta cuanto se me ocurría sobre ellos. A veces eran palabras
sueltas referidas a la luz, decenas de ellas:
.-puros sustantivos: claridad, día, alba, luces, albor, sol,
mañana, resplandores, estrella, esplendor, fuego…
.-adjetivos: claro, deslumbrado, clara, claroluciente,
brillante…
.-verbos: quemándose, calentando, amanece, esplende, arde,
aclarándolo…
A veces me salía un remedo de poema inspirado en ellas.
“El
sol detiene el agua en las azudas
y
generoso la convierte en oro
entre
las esmeraldas de los juncos
y
la nieve movida de la espuma,
antes
de liberarla hacia la aceña
convertida
de nuevo en campesina.”
“La
luz me sigue amante en el pinar
y
me besa en las manos cuando abarco
un
haz de piñas viejas para alzarlas
del
sendero cuajado de inocencias
y
guardarlas atento en mi fardel.
La
luz me sigue fiel hasta la puerta,
y,
al abrirla, su beso generoso
tras
mis pasos en el zaguán se cuela.
Me
da pena cerrar los cuarterones
y
dejar que se enfríe entre las sombras
el
fuego de la luz que era mi amante.”
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