martes, 28 de abril de 2020

MEMORIAS DE UN JUBILADO. DEFENSA DE LA POESÍA (IV)



Yo siempre he sido una persona soñadora e imaginativa. O eso me han llamado a menudo quienes me conocen.
  ¿Qué significa ser una persona soñadora? El diccionario afirma que “soñador” es aquel “que sueña mucho”, y, figuradamente, “que discurre fantásticamente sin tener en cuenta la realidad”. Enmendando la parte que dice “sin tener en cuenta la realidad”, soy una persona soñadora a mi manera porque siempre parto de las cosas que me rodean. Si veía, por ejemplo, en el desván de mi infancia, uno de mis lugares emblemáticos, entre las sombras filtrarse por un rendija del tejado un hilo de luz, enseguida creía que era polvo de oro donde nadaban seres fantásticos que flotando sin caer nunca querían comunicarme varios estados del alma, sosiego, equilibrio, eternidad. Y pensaba que si miraba con intensidad aquel prodigio iluminado, el tiempo no pasaba para mí. Mi sueño casi siempre acababa cuando llegaba hasta mí  a través  de las paredes y estancias de la casa la voz de mi madre llamándome para comer o para hacer algún recado en el barrio.
Volviendo al principio, ¿es lo mismo ser soñador que imaginativo? Yo creo que “imaginativo” es el adjetivo hermano de correrías poéticas del adjetivo “soñador”. Si éste califica al que piensa fantásticamente sin tener en cuenta la realidad, “imaginativo” es el “que continuamente imagina o piensa”. Fíjese es el adverbio “continuamente”, que alude a un estado no transitorio o pasajero, sino perenne y constante, y en el verbo del que deriva, “imaginar”, que significa “representar idealmente una cosa, inventarla, crearla en la imaginación.” Así pues, los dos adjetivos, “soñador” e “imaginativo”, combinados adecuadamente, significarían: el que inventa otra realidad, ideal, imaginada, como se quiera decir, pero  diferente de la que nos rodea en los actos cotidianos, que van desde asearnos nada más levantarnos por la mañana hasta cualquier otro que se indique, lavarse los dientes, comer, mirar, leer o escribir, por ejemplo. Y escribir poesía puede ser un modo de inventar otra realidad.
            
La primera vez que oí hablar de poesía como algo que se estudiaba en los libros fue en los Salesianos, donde estudié desde los nueve hasta los doce años. En las clases de Lengua eran muy frecuentes las sesiones en que aprendíamos de memoria algunos poemas que los hermanos de la Orden nos proponían para en sesiones siguientes recitarlas ante nuestros compañeros. Fue el hermano Isaac, creo que así se llamaba el salesiano que, oriundo de Xauen, me motivó lo suficiente para hacer mis pequeñas investigaciones sobre poetas nacionales  e hispanoamericanos. La primera poesía que aprendí de memoria y que recuerdo aún en su mayor parte fue El Nazareno, de Gabriel y Galán. ¿Recuerdan?
             “Cuando pasa el Nazareno
             de la túnica morada,
             con la frente ensangrentada,
             la mirada de Dios bueno
             y la soga al cuello echada,
             el pecado me tortura,
             las entrañas se me anegan
             en torrentes de amargura
             y las lágrimas me ciegan
             y me hiere la ternura.
             Yo he nacido en esos llanos
             de la estepa castellana
             donde había unos cristianos
             que se amaban como hermanos
             en república cristiana.” Etcétera.
            
            

 Lo que más me gustaba de este poema era la emoción que respiraba todo él y la música que latían en sus versos. Desde un principio consideré el hecho de que sin emoción ni música era imposible que se escribiera buena poesía. Además había otra razón para que la composición de Gabriel y Galán me gustara tanto, y era que el tema de la misma, la de las procesiones de Semana Santa con el Nazareno como protagonista, lo viví de pequeño en la Semana Santa de mi ciudad natal, tan rica en imágenes sagradas que desfilaban por las viejas calles en medio de un silencio profundo y una devoción a flor de piel que la gente, apostada en las aceras, veía pasar con lágrimas en los ojos los pasos de Jesús cargando con una pesada cruz o muerto en ella y los de la Virgen sufriendo el dolor de ver escarnecido y crucificado a su Hijo.
 Con el tiempo escribí versos sobre las vivencias de mi Semana Santa zamorana, tanto las experimentadas durante mi infancia y adolescencia como las vividas en mis repetidos retornos a la ciudad cuando fijé mi residencia en Barcelona. Ya llegará el momento de referirme a ellas y copiar, si es necesario, algunas muestras. Ahora quiero centrarme en las motivaciones que me llevaron a pensar en la poesía como vehículo de invención de otra realidad partiendo de la que a mi alrededor alentaba y vivía.
Además de soñador e imaginativo, yo siempre fui un niño solitario, aunque no evitaba verme con unos cuantos amigos para jugar o hacer travesuras. Lo del desván ya queda dicho y a este sitio mágico, aislado, ajeno al mundo real, ya volveré en más de una ocasión. Ahora le toca a otro lugar por el que yo sentía verdadera atracción y a él, cuando llegaba el verano, solía encaminarme solo. Me refiero al soto de San Frontis, también frecuentado en compañía cuando se trataba de cazar pájaros o bañarnos en el río. El soto de San Frontis era, como dice la palabra, un “sitio que en las riberas o vegas está poblado de árboles y arbustos”. Junto al barrio del mismo nombre, hacia él me encaminaba, como he dicho, en los primeros días del verano. Bajaba por la cuesta del viejo convento de San Francisco hasta la orilla del río, y por una senda estrecha que allí había caminaba hasta los primeros árboles de la arboleda. La mañana recién inaugurada, el silencio que me envolvía sólo roto por el ruido del agua y el canto de los pájaros, las sombras, el reflejo de la ciudad en el espejo del río, arriba la vista de la muralla y la Catedral, y abajo las aceñas de Olivares y los ruinosos tajamares del antiguo puente romano atravesados en medio del Duero eran sensaciones que, aunque repetidas, me estremecían el alma cada mañana. Yo solo en medio de aquel paisaje sereno y callado, azul y verde, era un especie de Dios bueno que acariciaba con la mirada lo que iba creando en el paseo. Meterme en aquella arboleda donde las sombras, a intervalos iluminadas por franjas soleadas, la brisa y los pájaros eran los únicos moradores, sin contarme yo, constituía para mí un placer indescriptible.
             Más tarde comprendí por qué me gustaban tanto aquellos versos de Garcilaso de la Vega que aprendí en el Instituto:
             “Corrientes aguas, puras, cristalinas;
             árboles que os estáis mirando en ellas;
             verde prado de fresca sombra lleno;
             aves que aqui sembráis vuestras querellas;
             yedra que por los árboles caminas
             torciendo el paso por su verde seno,
             yo me vi tan ajeno
             del grave mal que siento,
             que de puro contento
             con vuestra soledad me recreaba,
             donde con dulce sueño reposaba,
             o con el pensamiento discurría
             por donde no hallaba
             sino memorias llenas de alegría.” Etcétera.
            
Seguía mi camino por la vereda que conocía perfectamente hasta una tapia que acababa en el río. Allí empezaba una de las josas que jamás visitábamos en grupo, una josa abandonada que la naturaleza había invadido totalmente. Entraba por un hueco que había en la tapia semioculto por el grueso tronco de un negrillo y allí empezaba mi aventura, una aventura que repetí incansablemente durante un tiempo. La hierba me llegaba más arriba de la cintura y las sombras eran más grandes que en ningún otro sitio. Los álamos de la orilla del río aparecían cubiertos de yedra y el silencio se extendía por todas partes junto con un olor penetrante a humedad. Me desnudaba en la orilla, en un pequeño cuadrado de arena, desde el que podía contemplar la parte trasera del Castillo, sobre las murallas, y los dos volúmenes de la Catedral, el esbelto cimborrio y la torre cuadrada de San Salvador, y me deslizaba hasta el agua fría, casi helada, del Duero. Allí nadaba un rato mientras mis pensamientos me convertían en otra persona. Castañeteándome los dientes de frío salía del agua y me tendía en la arena, al sol, y allí permanecía hasta que volvía a ser yo. Entonces me vestía y desandaba el camino hasta mi barrio. Lo bueno de aquella aventura es que, a diferencia de otras que me gustaba compartir con los amigos, nunca se la conté a nadie. Hasta que algunos años más tarde, ya residiendo en Barcelona, aquellos íntimos momentos vinieron con tanta fuerza a mi memoria, que me vi obligado a contarlos por escrito.
           “Era un refugio de la infancia,
             era un lugar donde el alma
             sobrevolaba los árboles,
             el silencio de las yedras,
             la esmeralda de los juncos,
             el misterio de las aguas,
             el dorado de la arena…”

Una muestra de uno de mis rasgos distintivos: el de ser solitario, el de buscar voluntariamente la soledad.

 Mucho le debo también, para que mi afición por la poesía creciese en aquellos años de adolescencia, a un regalo que mi hermano mayor me hizo un verano desde Barcelona, donde estaba trabajando desde hacía un tiempo y preparaba el salto del resto de la familia a la ciudad condal junto con el resto de hermanos que también vivían allí. Me refiero a un libro de Bécquer enfundado en un estuche de cartón. Eran las famosas Rimas y Leyendas del poeta sevillano junto con las Cartas desde mi celda, las Cartas literarias a una mujer y algunos artículos de costumbres. Prácticamente devoré el libro aquel verano en las horas de más calor en mi antiguo refugio del desván.
 Mi primera sorpresa ocurrió nada más abrir el libro y encontrarme con su impresionante Introducción sinfónica.
             “Por los tenebrosos rincones de mi cerebro, acurrucados y desnudos, duermen los extravagantes hijos de mi fantasía, esperando en silencio que el arte los vista de la palabra para poderse presentar decentes en la escena del mundo.”

Entendí en esas líneas que la poesía que se piensa, esas emociones y esas ideas que aún no existen, esperan pacientemente a que la palabra artística les dé forma escrita. ¡Los extravagantes hijos de su fantasía! Estremecedora manera de llamarlos.
“Conmigo van, destinados a morir conmigo, sin que de ellos quede otro rastro que el que deja un sueño de la medianoche, que a la mañana no puede recordarse. En algunas ocasiones, y ante esta idea terrible, se subleva en ellos el instinto de la vida, y agitándose en terrible, aunque silencioso tumulto, buscan en tropel por dónde salir a la luz, de las tinieblas en que viven.”

Mejor no se puede expresar la primera fase del proceso creador, aquella en la que las ideas y las emociones, aún indefinidas y confusas, buscan en la mente del poeta la manera de abandonar esa oscuridad en que viven para encontrar la luz de las palabras, de los versos que los vistan adecuadamente. Pero enseguida se presenta la gran dificultad a la que debe enfrentarse el poeta para encontrar esa perfecta adecuación entre la materia de la poesía y su forma definitiva. Bécquer describe así esa dificultad:
“Pero, ¡ay, que entre el mundo de la idea y el de la forma existe un abismo que sólo puede salvar la palabra; y la palabra tímida y perezosa se niega a secundar sus esfuerzos! Mudos, sombríos e impotentes, después de la inútil lucha vuelven a caer en su antiguo marasmo.”

Esa dificultad es la misma que todos cuantos escribimos poesía debemos intentar salvar.
En ese libro de Bécquer aprendí muchísimo. Leyendo una y otra vez sus Rimas llegué a encontrar filones de afirmaciones que venían a confirmar lo que yo había aprendido acerca de ciertos aspectos que tenían que ver con la poesía. Uno de ellos era, ¿cómo no?, el concepto de “inspiración”. En la Rima III es unas veces:
             “Sacudimiento extraño
             que agita las ideas
             como huracán que empuja
             las olas en tropel.”
            
            Otras:
             “Murmullo que en el alma
             se eleva y va creciendo
             como volcán que sordo
             anuncia que va a arder.”
            
            Otras:
             “Ideas sin palabras,
             palabras sin sentido,
             cadencias que no tienen
             ni ritmo ni compás.”
            
            Y siempre:
             “Locura que el espíritu
             exalta y desfallece,
             embriaguez divina
             del genio creador.”
              Es decir, la inspiración sería una conmoción sin causa justificada que experimenta el poeta en el momento de ponerse a escribir cuando en su cabeza aparecen ideas y palabras sin conexión lógica acompañadas de cierta música desprovista aún del ritmo que adoptará cuando el poema esté acabado. Y claro está, una suerte de locura inocente que hace entusiasmarse unas veces al espíritu creador y otras lo desmoraliza en un estado de embriaguez que no es de este mundo. Al llegar a este punto, entiendo el significado del título que puso Claudio Rodríguez a su primer libro: Don de la ebriedad (la ebriedad divina que posee el poeta en el momento de la creación).
             A aquel verano lo llamé el verano de Bécquer. Y aunque seguía saliendo con los amigos, olvidaba enseguida lo vivido con ellos, y así alguna conquista femenina, los bailes de las verbenas en los pueblos vecinos o las vueltas a las aventuras de niños en las huertas o en el río, con los sempiternos partidos de fútbol en la yerbera o la captura de algún palomino en las aceñas, nada lograba suplir las emociones que me deparaba la lectura de las páginas de Bécquer.
          
Disfrutaba con las Cartas que el poeta mandaba desde el monasterio de Veruela, adonde había ido en busca de tranquilidad y aire puro para aliviarse una antigua dolencia pulmonar, a sus colegas de El Contemporáneo, periódico del que era director. En ellas les contaba sus vivencias en el monasterio y sus correrías por los pueblos vecinos en busca de leyendas y curiosidades. En una de ellas, creo que es la Tercera, existe un pasaje con el que me identifico plenamente. Se refiere a la evocación que hace el poeta de las inquietudes que tenía cuando era un adolescente allí en Sevilla, junto al Guadalquivir.
             “Cuando yo tenía catorce o quince años, y mi alma estaba henchida de deseos sin nombre, de pensamientos puros y de esa esperanza sin límites que es la más preciada joya de la juventud; cuando yo me juzgaba poeta; cuando mi imaginación estaba llena de esas risueñas fábulas del mundo clásico, y Rioja en sus silvas a las flores, Herrera en sus tiernas elegías y todos mis cantores sevillanos, dioses penates de mi especial literatura, me hablaban de continuo del Betis majestuoso, el río de las ninfas, de las náyades y los poetas, que corre al Océano escapándose de una ánfora de cristal, coronada de espadañas y laureles, ¡cuántos días, absorto en la contemplación de mis sueños de niño, fui a sentarme en su ribera, y allí. Donde los álamos me protegían con su sombra, daba rienda suelta a mis pensamientos y forjaba una de esas historias imposibles, en las que hasta el esqueleto de la muerte se vestía a mis ojos con galas fascinadoras y espléndidas! Yo soñaba entonces una vida independiente y dichosa, semejante a la del pájaro, que nace para cantar, y Dios le procura de comer; soñaba esa vida tranquila del poeta que irradia con suave luz de una en otra generación.” Etcétera.

Pero también disfrutaba con sus hermosas Leyendas, insufladas de honda y misteriosa poesía, y que a mí me parecían y aún me siguen pareciendo filones de prosa poética, cuando no verdaderos poemas en prosa, algunos pasajes de ellas. Me estremecía leyendo Los ojos verdes, viendo cómo Fernando de Argensola encontraba gustoso la muerte en el fondo de la Fuente de los Álamos atraído inexorablemente por la mujer diabólica que moraba en sus aguas. Me entraba una pena inconsolable cuando terminaba de leer las últimas palabras de El rayo de luna, relato bellísimo que cuenta la decepción del joven caballero Manrique, poeta para más señas y amante de la soledad y la naturaleza, que una noche de verano cree ver en una arboleda de Soria el vestido blanco de una mujer, quizá la mujer con la que ha soñado siempre, y cuando empieza a hacerse ilusiones con la bella dama, descubre que no es más que un rayo de luna que se ha filtrado a través de las copas de los árboles hasta el suelo.
        Yo iba de un lado a otro del libro subrayando frases o aprendiéndomelas de memoria, frases que tuvieran que ver con la poesía. En la primera de las Cartas literarias a una mujer tenía subrayados estos tres pequeños parrafitos, que considero importantes para el caso.
         “Sobre la poesía no ha dicho nada casi ningún poeta; pero, en cambio, hay bastante papel emborronado por muchos que no lo son.”
           “El que la siente se apodera de una idea, la envuelve en una forma, la arroja en el estudio del saber, y pasa. Los críticos  se lanzan entonces sobre esa forma, la examinan, la disecan y creen haberla entendido cuando han hecho su análisis.”
           “La disección podrá revelar el mecanismo del cuerpo humano; pero los fenómenos del alma, el secreto de la vida, ¿cómo se estudian en un cadáver?”
           
         He aquí la diferencia insalvable entre la materia y el espíritu y un detalle que nos acerca a entender un poco mejor la poesía. La forma empleada en la poesía se puede analizar y explicar, pero no la idea, la emoción que da vida a esa forma. El peligro está en considerar, como muchos críticos hacen, que la forma, la expresión, las palabras, el idioma son los que dan la vida a la idea; podrán darle vestido, adorno, pero nunca vida propia. “Los fenómenos del alma, el secreto de la vida”, eso es, creo yo, lo que importa en la poesía. En la misma carta hay una especie de justificación de por qué se escribe poesía: “La poesía es en el hombre una cualidad puramente del espíritu; reside en su alma, vive con la vida incorpórea de la idea, y para revelarla necesita darle una forma. Por eso la escribe.” El poeta escribe poesía porque necesita revelar lo que reside en su alma. Es una explicación. Para mí Bécquer entonces era mi único referente y cuanto dijera acerca de su modo de crear poesía constituía una Biblia para mí.
En la segunda carta literaria aparece, al respecto, el siguiente pasaje:
“Cuando siento no escribo. Guardo, sí, en mi cerebro escritas, como en un libro misterioso, las impresiones que han dejado en él su huella al pasar; estas ligeras y ardientes hijas de la sensación duermen allí agrupadas en el fondo de mi memoria hasta el instante en que, puro, tranquilo, sereno y revestido, por decirlo así, de un poder sobrenatural, mi espíritu las evoca, y tienden sus alas transparentes, que bullen con un zumbido extraño, y cruzan otra vez a mis ojos como en una visión luminosa y magnífica.”

Impresiones, sensaciones… Ese es el origen. En cuanto al poder sobrenatural del espíritu creador, volvemos a encontrarnos con la tan traída y llevada teoría romántica de la inspiración. El caso es que Bécquer era mi ídolo entonces y creía a pies juntillas lo que decía en aquel libro, que fue una especie de Biblia de poetas para mí, como ya he dicho. Por eso tampoco he olvidado un solo renglón de su artículo sobre La soledad, bellísimo libro de poesía de su amigo Augusto Ferrán. Tras leerlo, el autor de las Rimas redacta una página memorable sobre preceptiva literaria; en concreto, sobre las dos clases que existen para él:
“Hay una poesía magnífica y sonora; una poesía hija de la meditación y el arte, que se engalana con todas las pompas de la lengua, que se mueve con una cadenciosa majestad, habla a la imaginación, completa sus cuadros y la conduce a su antojo por un sendero desconocido, seduciéndola con su armonía y su hermosura.
“Hay otra natural, breve, seca, que brota del alma como una chispa eléctrica, que hiere el sentimiento con una palabra y huye, y desnuda de artificio, desembarazada dentro de una forma libre, despierta, con una que las toca, las mil ideas que duermen en el océano sin fondo de la fantasía.
         “La primera tiene un valor dado: es la poesía de todo el mundo.
         “La segunda carece de medida absoluta, adquiere las proporciones de la imaginación que impresiona; puede llamarse la poesía de los poetas.
         “La primera es una melodía que nace, se desarrolla, acaba y se desvanece.
         “La segunda es un acorde que se arranca de un arpa, y se quedan las cuerdas vibrando con un zumbido armonioso.
         “Cuando se concluye aquélla, se dobla la hoja con una suave sonrisa de satisfacción.
         “Cuando se acaba ésta, se inclina la frente cargada de pensamientos sin nombre.
          “La una es el fruto de la unión del arte y la fantasía.
          “La otra es la centella inflamada que brota al choque del sentimiento y la pasión.”
            
         

Sin embargo, en lo que yo perdía más tiempo era leyendo, y releyendo, docenas de veces, las Rimas. Llegó un momento en que me sabía de memoria prácticamente todas y las recitaba en voz alta a la orilla del río o en el desván de la casa. Luego empecé a recitarles algunas a mis mejores amigos, a aquéllos que sentían el mismo amor que yo por la naturaleza, por el río, los gusanos de seda, los vencejos, las aceñas, las ruinas de los tajamares del puente romano volcados en mitad del agua, los reflejos de la catedral, el ruido del viento en las copas más altas de los álamos y el ruido, casi un secreteo de voces, del agua en las piedras de las azudas…Una de las más solicitadas era aquélla en la que Bécquer expresa su desesperación extrema:
             “Mi vida es un erial,
             flor que toco se deshoja;
             que en mi camino fatal
             alguien va sembrando el mal
             para que yo lo recoja.”
            
             Otra era de amor:
             “Por una mirada, un mundo;
             por una sonrisa, un cielo;
             por un beso…, yo no sé
             qué te diera por un beso.”       
            
         Casi todas eran así, breves y concentradas. Aunque había alguna extensa que también me pedían. Como la que trata de la muerte de una niña, cuyo estribillo,  “¡Dios mío, qué solos / se quedan los muertos!”, suena de vez en cuando a modo de solemnes campanadas de luto. A mí me encantaba recitarla:
             “Cerraron sus ojos
             que aún tenía abiertos,
             taparon su cara
             con un blanco lienzo,
             y unos sollozando,
             otros en silencio,
             de la triste alcoba
             todos se salieron.

             La luz que un vaso
             ardía en el suelo
             al muro arrojaba
             la sombra del lecho,
             y entre aquella sombra
             veíase a intérvalos
             dibujarse rígida
             la forma del cuerpo.
         
             Despertaba el día,
             y a su albor primero
             con sus mil ruidos
             despertaba el pueblo.
             Ante aquel contraste
             de vida y misterio,
             de luz y tinieblas,
             medité un momento:
             ¡Dios mío, qué solos
             se quedan los muertos!” Etcétera.

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