Aquel mismo verano, me compré una libreta rayada y empecé a
escribir poesía, eso sí, una poesía inspirada en las propias Rimas
de Bécquer. En los poemas, donde intentaba medir las sílabas de los
versos y ajustarme lo máximo posible a la combinación becqueriana
de heptasílabos y endecasílabos, salían ábsides iluminados por la
luz de la luna, ajimeces tras los cuales se adivinaba la mano blanca
de una mujer, arrayanes junto a surtidores nocturnos, auras suaves y
apacibles de melancólicos crepúsculos, blasones heráldicos que
tenían esculpidos corazones, briales que ceñían esbeltas cinturas
de damas medievales, cantigas que entonaban trovadores enamorados en
honor de sus musas, celosías que velaban misteriosamente rostros
femeninos, cendales de seda que transparentaban curvas y pieles
exquisitas, dédalos de callejas por donde el enamorado de turno
camina en busca de la casa donde vive su enamorada, endriagos con
mezcla de rasgos humanos y de bestias productos de horribles
pesadillas, jaramagos que habitaban solares llenos de escombros y
apartados rincones de cementerios aldeanos, lucillos o urnas de
piedra donde estaban enterrados personajes importantes, náyades,
ninfas y ondinas bajo cuya advocación estaban las fuentes, los lagos
o los ríos, reflejos de luna rielando en el haz de los estanques,
lagos y ríos, y muchos suspiros y sombras, nieblas, céfiros y olas
gigantes, susurros y paisajes vistos a través de un tul, hilos de
luz, armoniosos ritmos, fugitivas notas y pupilas nubladas por el
llanto, mujeres hermosas y lejanas estrellas, acordes de arpa y de
laúd, truenos y relámpagos, castillos en ruinas y tumbas
abandonadas, bosques de corales y campos de batalla, deseos que no se
cumplen, amores imposibles…, un léxico especial que ya nunca
olvidé y que me acompaña aún en los momentos en que busco en el
pozo de las palabras alguna que venga bien para expresar lo que
quiero.
A diferencia de mi poeta favorito, me acostumbré a poner
títulos a mis modestos poemas: Un amor triste, La sombra de su
tristeza, Una luz en su ventana, Niebla en el alma, Susurros de
ruinas, Una tumba de iglesia, Solos bajo la tormenta y cosas así. El
menos malo de todos era uno que se titulaba Mi mano en su corazón.
“Llovía
en el jardín,
y
en el banco vencido del naranjo,
como
sombras ausentes,
en
nuestro amor soñábamos.
El
tiempo no existía,
ni
la lluvia ni el banco:
sólo
el suave latido de su pecho
besándome
la mano.
No
sé cuánto duró el bello momento,
pero
cuando al fin nos levantamos
y
dejamos la lluvia del jardín,
éramos
novios confirmados.”
Esa libreta rayada viajó entre mis cosas a Barcelona cuando un
par de veranos después el resto de la familia nos trasladamos a la
ciudad condal, en cuya Universidad me matriculé en septiembre para
cursar Filosofía y Letras. Para entonces ya había descubierto a
otras personas aficionadas a la poesía, y mi forma de escribir había
cambiado algo aunque los motivos empezaron a ser otros:
Zamora, los
recuerdos, el tiempo que pasa inexorablemente, el amor a
la naturaleza, la transición de la infancia a la adolescencia, la
familia y temas cercanos a la propia existencia.Por entonces me inicié en la poesía de Unamuno, y aunque a mí me parecieron siempre los versos del rector salmantino versos de dura fonética, su fondo existencial y profundamente religioso y su intenso amor por las tierras castellanas me hacían pensar mucho.
“Tú
me levantas, tierra de Castilla,
en
la rugosa palma de tu mano,
al
cielo que te enciende y te refresca,
al
cielo, tu amo.
Tierra
nervuda, enjuta, despejada,
madre
de corazones y de brazos,
toma
el presente en ti viejos colores
del
noble antaño.
Con
la pradera cóncava del cielo
lindan
en torno tus desnudos campos,
tiene
en ti cuna el sol y en ti sepulcro
y
en ti santuario.” Etcétera.
Y en la lectura de los posiblemente más grandes líricos de nuestra
poesía de todos los tiempos, Fray Luis de León y San Juan de la
Cruz. En las hermosísimas liras de uno y otro aprendí de todo,
especialmente, la aparente serenidad que vela una pasión inmensa.
Modelo de poesía intimista y religiosa y existencial y comprometida,
dejando aparte la simbología y el mundo de las imágenes y
metáforas, tan rico sin duda, son las Canciones del alma de San Juan
de la Cruz.
“En
una noche oscura,
con
ansias en amores inflamada,
¡oh
dichosa aventura!,
salí
sin ser notada,
estando
ya mi casa sosegada.
A
oscuras, y segura
por
la secreta escala disfrazada,
¡oh
dichosa ventura!,
a
oscuras, y en celada,
estando
ya mi casa sosegada.
En
la noche dichosa,
en
secreto que nadie me veía,
ni
yo miraba cosa,
sin
otra luz y guía,
sino
la que en el corazón ardía.” Etcétera.
Por mi cuenta, me empapé de las Coplas de Jorge Manrique.
¡Cuánta emoción contenida en una elegía! ¡Y cuánta sentencia
universal aplicada a un hecho doloroso y personal! Jamás había
leído un llanto por la muerte de un padre tan sereno y equilibrado.
Jamás había leído una filosofía humana tan acertada sobre la
brevedad de la vida, las vanidades terrenas y el poder igualatorio de
la muerte.
"Recuerde
el alma dormida,
avive
el seso y despierte
contemplando
cómo
se pasa la vida,
cómo
se viene la muerte
tan
callando;
cuán
presto se va el placer,
cómo,
después de acordado
da
dolor;
cómo,
a nuestro parecer,
cualquier
tiempo pasado
fue
mejor.
Pues
si vemos lo presente
cómo
en un punto se es ido
y
acabado,
si
juzgamos sabiamente,
daremos
lo no venido
por
pasado.
No
se engañe nadie, no,
pensando
que ha de durar
lo
que espera
más
que duró lo que vio,
pues
que todo ha de pasar
por
tal manera.” Etcétera.
Y de la serena melancolía y dulzura del Garcilaso de algunas
églogas, como la que nos muestra al pastor Salicio doliéndose del
comportamiento desdeñoso y cruel de Galatea, la ninfa de sus sueños.
“Por
ti el silencio de la selva umbrosa,
por
ti la esquividad y apartamiento
del
solitario monte me agradaba;
por
ti la verde hierba, el fresco viento,
el
blanco lirio y colorada rosa,
y
dulce primavera deseaba.
¡Ay,
cuánto me engañaba!
¡Ay,
cuán diferente era,
y
cuán de otra manera
lo
que en tu falso pecho se escondía!
Bien
claro con su voz me lo decía
la
siniestra corneja repitiendo
la
desventura mía.
Salid
sin duelo, lágrimas, corriendo.” Etcétera.
“En
tanto que de rosa y azucena
se
muestra la color de vuestro gesto,
y
que con vuestro mirar ardiente, honesto,
enciende
el corazón y lo refrena,
Y
en tanto que el cabello, que en la vena
del
oro se escogió, con vuelo presto
por
el hermoso cuello blanco, enhiesto,
el
viento mueve, esparce y desordena;
Coged
de vuestra alegre primavera
el
dulce fruto, antes que el tiempo airado
cubra
de nieve la hermosa cumbre.
Marchitará
la rosa el viento helado;
todo
lo mudará la edad ligera,
por
no hacer mudanza en su costumbre.”
Y desde luego el Machado de Campos de Castilla, con el nombre
del Duero siempre en los labios y en la memoria los recuerdos de los
días felices vividos en Soria en compañía de su joven esposa
Leonor, que luego, con la muerte prematura de ella, se convirtieron
en insufribles el resto de su vida, aunque motores vivos de profunda
poesía.
“¿No
ves, Leonor, los álamos del río
con
sus ramajes yertos?
Mira
el Moncayo azul y blanco; dame
tu
mano y paseemos.
Por
estos campos de la tierra mía,
bordados
de olivares polvorientos,
voy
caminando solo,
triste,
cansado, pensativo y viejo.”
He aquí cinco adjetivos exactos para pintar al hombre y al poeta
tras la trágica experiencia vital que tuvo que vivir.
O este romance que sigue a la composición anterior.
“Soñé
que tú me llevabas
por
una blanca vereda,
en
medio del campo verde,
hacia
el azul de las sierras,
hacia
los montes azules,
una
mañana serena.
Sentí
tu mano en la mía,
tu
mano de compañera,
tu
voz de niña en mi oído
como
una campana nueva,
como
una campana virgen
de
un alba de primavera.
¡Eran
tu voz y tu mano,
en
sueños, tan verdaderas!...
Vive,
esperanza, ¡quién sabe
lo
que se traga la tierra!”
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