lunes, 20 de abril de 2020

EL AÑO DE DELIBES (IV)



 EL CAMINO (1950)  (y II)

En el capítulo IX, como en otros, vuelve a escena la noche de los recuerdos de Daniel y “la pequeña historia del valle se reconstruía ante su mirada interna, ante los ojos de su alma, y lo silbidos distantes de los trenes, los soñolientos mugidos de las vacas, los gritos lúgubres de los sapos bajo las piedras, los aromas húmedos y difusos de la tierra avivaban su nostalgia, ponían en sus recuerdos una nota de palpitante realidad.” 
Como el de la noche en que los tres amigos “saltaron la tapia de la finca del Indiano para robarle las manzanas.” Gerardo, el Indiano, era el hijo menor de la carnicera cuando se fue del pueblo a las Américas y al volver al terruño “los gusanos ya se habían comido el solomillo, el hígado y los riñones de su madre, la carnicera”; de la carnicería se había ocupado César, el hijo mayor, “vendiendo hígados, solomillos y riñones de vaca a los vecinos para luego, al cabo de los años, hacer lo mismo que la señora Micaela y donar su hígado, su solomillo y sus riñones a los gusanos de la tierra”, mientras que el otro hermano, Damián, poseía “unas obradas de pradera y unos lacios y barbudos maizales. Con eso vivía y con los cuatro cuartos que le procuraba la docena de gallinas que criaba en el corral de su casa.” Y volviendo a Gerardo, el Indiano, y a la noche en que los tres amigos saltaron la tapia de su finca para robarle unas cuantas manzanas, creyendo que en la finca no había nadie, el caso fue que, cuando más distraídos estaban en el robo de la fruta (el Moñigo, había subido al manzano elegido y empezado a zarandearlo con fuerza haciendo que los frutos maduros cayeran a tierra para que el Mochuelo y el Tiñoso los recogieran), hizo su aparición la Mica, la hija del Indiano para decirles: “Con que sois vosotros los que robáis las manzanas, ¿eh?” Sorprendidos por la aparición, “embutida en un espectral traje blanco”, Daniel y Germán soltaron las manzanas. Pero la Mica, sin castigos de ningún tipo, con voz tranquilizadora les dejó que cada uno se quedara con un par de manzanas y los despidió haciéndoles prometerle que la próxima vez que quisieran manzanas se las pediría a ella y no saltarían la tapia como si fueran ladrones.


Entre los hechos de la pequeña historia de los vecinos del pueblo, destacan los referidos a la vida sexual de los mayores, uno de los más importantes es la boda de Quino, el Manco, con la Mariuca, enferma de tuberculosis, y el suicidio de la Josefa, que estaba enamorada de Quino y no pudo soportar que su hombre la dejara para casarse con una mujer “que estaba tísica”. El caso es que la Mariuca quedó embarazada y la gestación no fue normal, y aunque aguantó el parto, “murió y dio a luz a lo cinco meses justos de suicidarse la Josefa”. Cuando la Guindilla mayor se enteró de la desgracia, la achacó a “un castigo de Dios por haber comido el cocido antes de las doce” (como todo el mundo sabe, haber comido el cocido antes de las doce es sinónimo de haber tenido relaciones sexuales antes de contraer matrimonio), a lo que el ama de don Antonino le replicó que la muerte de la Mariuca no podía ser castigo de Dios porque su hermana “Irene, la Guindilla menor, había comido no sólo el cocido, sino la sopa también antes de las doce, y nada le había ocurrido.” 


La cuestión es que la hija de Quino y la Mariuca salió adelante. “La niña se crió con leche de cabra y el mismo Quino le preparó los biberones hasta que cumplió el año.” Las vecinas la querían mucho y alguna la ayudaba en la alimentación cuando surgía la circunstancia. Una de ellas era la madre de Daniel, que al verla despertaba su instinto maternal, y “si la veía pindongueando por las inmediaciones de la quesería, la llamaba y la sentaba a la mesa” para darle un poco de requesón con azúcar. Las atenciones que la madre a Daniel dedicaba a la Mariuca-uca, como la llamaban muchos en el pueblo porque era un reflejo físico de su madre (Daniel prefería Uca-uca), no le molestaban tanto como “la incesante mirada de Mariuca-uca en su cara, su afán por interceptar todas las contingencias y eventualidades de su vida.”
De vez en cuando, sin embargo, también influía en la vida del pueblo y especialmente en la del propio Daniel, alguna persona que vivía fuera del lugar, como es el caso del tío Aurelio, hermano de su madre, que se fue a vivir a Extremadura por asuntos de salud y que en una carta le decía a la familia que enviaba para Daniel “un Gran Duque que había atrapado vivo en un olivar.”  El niño creyó que su tío le enviaba “facturado, una especie de don Antonio, el marqués, con el pecho cubierto de insignias, medallas y condecoraciones.”  Y cuando su padre le dijo que el Gran Duque es un mochuelo gigante, cebo muy bueno para matar milanos y le prometió llevarlo con él de caza cuando llegara, se puso muy contento recordando las ocasiones en que veía a su padre limpiar y engrasar la escopeta antes de salir de caza, y a la vuelta venir cargado con un par de liebres y media docena de perdices y acompañado de Tula, la perrita cocker, la cual, al verlo, “le ponía las manos en el pecho y, con la lengua, llenaba su rostro de incesantes y húmedos halagos.” Y luego en casa, Daniel “sacaba al corral una lata vieja con los restos de la comida y una herrada de agua y asistía, enternecido, al festín del animalito.” En cambio, el Gran Duque, necesitaba comer muchísimo para estar en forma. “Diariamente comía más de dos kilos de recortes de carne, y la madre de de Daniel, el Mochuelo, apuntó tímidamente una noche que el Gran Duque gastana en comer más que la vaca y que la vaca daba leche y el Gran Duque no daba nada.” Algún tiempo después, cuando ya el Gran Duque había demostrado su valía en la caza del milano y el quesero, consternado por haber herido a su hijo en un lance de la muerte del mismo, “el quesero marchó a la ciudad con el milano muerto y regresó por la tarde. Sin cambiarse de ropa agarró al Gran Duque, lo encerró en la jaula y se fue a La Cullera, una aldea próxima. Por la noche, después de la cena, puso cinco billetes de cien sobre la mesa. “Oye”, dijo a su mujer. “Ahí tienes el rendimiento del Gran Duque. No era huésped de lujo como verás. Cuatrocientas me ha dado el cura de La Cullera por él y cien en la ciudad la Junta contra Animales Dañinos por tumbar el milano.”


A la Mica la volvió a ver Daniel, después de que la sombra de la bella joven la acompañara “en todos sus quehaceres y devaneos”, un día de agosto en que el muchacho se encaminaba a la iglesia para asistir a la  misa y el coche de la Mica se detuvo a su altura para decirle: “Es tarde y hace calor, ¿Quieres subir?” Daniel asintió y durante el trayecto la Mica le preguntó, tras hablar de cosas de su familia: “¿querrás subirme un par de quesos de nata luego, a la tarde?”  El chico volvió a asentir y, el resto del día hasta el momento de ponerse el traje nuevo, peinarse con cuidado y lavarse las rodillas para cumplir el encargo de los quesos, estuvo muy nervioso. Y cuando apareció la Mica en aquella vivienda llena de lujo delante de él, “perdió el poco aplomo almacenado durante el camino. La Mica, mientras observaba y pagaba los quesos, le hizo muchas preguntas. Desde luego era una muchacha sencilla y simpática y no se acordaba en absoluto del desagradable episodio de las manzanas.” Fue entonces cuando Daniel se dio cuenta de que le gustaba la idea de ir a la ciudad. “Estudiaría denodadamente y quizá ganase luego mucho dinero. Entonces la Mica y él estarían ya en un mismo plano social…” Y el niño soñaba con casarse con ella y tal vez la Uca-uca, “al saberlo se tiraría desnuda al río desde el puente, como la Josefa el día de la boda de Quino.” Y, ya de vuelta a casa, no dejaba de pensar que el día de mañana sería un caballero. “Dejaría entonces de decir motes y palabras feas y de agredirse con sus amigos con boñigas resecas y hasta olería a perfumes caros en lugar de a requesón. La Mica, en tal caso, cesaría de tratarle como a un rapaz maleducado y pueblerino.”


Pero volviendo a las aventuras de los tres, que no “hacían otra cosa que procurar pasar el tiempo de la mejor manera posible”, como cuando decidieron jugar con el gato de la Guindilla mayor, que resultó ser una leve trastada de niños, ni grave ni pecaminosa, porque de ser así “¿se hubiera reído don José, el cura, con las ganas que se rió cuando se lo contaron? Seguramente, no. Además, ¡qué diablo!, el bicho se lo buscaba por salir al escaparate a tomar el sol, Claro que esta costumbre, por otra parte, representaba para Daniel, el Mochuelo, y sus amigos, una estimable ventaja económica. Si deseaban un real de galletas tostadas, en la tienda de las Guindillas, la mayor decía: --¿De las de la caja o de las que ha tocado el gato? –De las que ha tocado el gato—respondían ellos, invariablemente. Las que ‘había tocado el gato’ eran las muestras del escaparate y, de éstas, la Guindilla mayor daba cuatro por un real, y dos, por el mismo precio, de la caja.” Pero a los niños no les importaba nada que las hubiera tocado el gato, porque al fin y al cabo eran mejor cuatro galletas que dos. El caso es que aquella mañana la lupa de Germán les sirvió para analizar sus cicatrices, que se agrandaban monstruosamente, y también los ojos, las lenguas y las orejas; también lograron encender, “concentrando con ella los rayos de sol, dos defectuosos pitillos de follaje de patata”. Y por último, camino de sus casas, “vieron el gato de las Guindillas enroscado sobre el plato de las galletas, en un extremo de la vitrina”, y sin saber cómo nació en ellos “la ocurrencia de interponer la lupa entre el sol y la negra panza del animal”. Tras un breve proceso, de repente brotó del pelo del minino una tenue hebra de humo, “y el gato de la Guindillas dio, simultáneamente, un acrobático salto acompañado de rabiosos maullidos.” A los maullidos del animal acudió la tendera a la par que veía salir corriendo a los tres amigos, a quienes amenazó a gritos que se iban a acordar de lo que acababan de hacer. En efecto, en la escuela don Moisés, el maestro, a cuyos oídos había llegado la hazaña de sus alumnos, los castigó dándoles doce regletazos en cada mano y obligándoles a sostener todo el día con el brazo en alto el pesado y voluminoso libro de la Historia Sagrada.


Y hablando de don Moisés, el maestro, “decía a menudo que él necesitaba una mujer más que un cocido”, aunque llevaba repitiendo eso diez años y seguía sin mujer. Y un día al Moñigo se le ocurrió la idea de hacer casar a su hermana Sara, que era quien se encargaba de su educación haciéndolo a golpes y encerrándolo en el pajar de casa, con el maestro, y se la expuso al Mochuelo, que en seguida estuvo de acuerdo, si bien encontraba alguna pega para que don Moisés se fijara en Sara. El Tiñoso colaboró preguntándole al Moñigo si su hermana era escrupulosa. Éste no tardó en responderle: “Qué va; si le cae una mosca en la leche se ríe y dice: ‘Prepárate que vas de viaje’, y se la bebe con la leche como si nada.” Y los tres se pusieron a pensar un plan que no fallara. Al cabo de un rato Daniel propuso escribir una carta al maestro como si fuera la propia Sara. “Tu hermana sale todas las tardes a la puerta de casa para ver pasar la gente. Le diremos que le espera a él y cuando él vaya y la vea creerá que le está esperando de verdad.” Como Roque le pusiera peros sobre la falsedad de la nota, Daniel añadió: “Le diremos que queme la carta antes de ir a verla y que jamás le hable de esa carta si no quiere que se muera de vergüenza y que no le vuelva a mirar a la cara.” Finalmente, el Moñigo quedó confiado con las explicaciones del Mochuelo y éste redactó así el escrito: “Don Moisés, si usted necesita una mujer, yo necesito un hombre. Le espero a las siete en la puerta de mi casa. No me hable jamás de esta carta y quémela. De otro modo me moriría de vergüenza y no volvería a mirarle a usted a la cara. Tropiécese conmigo como por casualidad. Sara.” Una vez que el Tiñoso hubo metido la carta por debajo de la puerta de la casa del maestro, los tres amigos se reunieron a las siete menos cuarto en el pajar de Roque y se dispusieron a observar el esperado encuentro a través del ventanuco que daba a la calle. Todo salió como esperaban y don Moisés y Sara se hicieron novios. El carácter de la muchacha se dulcificó su carácter y dejó de castigar a su hermano con el encierro en el pajar. Aun así, al año y medio del noviazgo entre el maestro y ella, el día de Nochebuena, con muy buen humor, “le preguntó al Moñigo mientras daba vuelta al pollo que se asaba en el horno: “Dime, Roque, ¿escribiste tú una carta al maestro diciéndole que yo le quería?” Y como Roque se lo negara jurándolo incluso, “ella se llevó un dedo que se había quemado a la boca y cuando lo sacó dijo: “Ya decía yo. Sería lo único bueno que hubieras hecho en tu vida. Anda. Aparta de ahí, zascandil.”



Otro personaje entrañable de El camino es don José, el cura, “que era un gran santo”, como decían todas las gentes del valle, que el día de la Virgen durante la misa subió al púlpito para pronunciar el sermón sobre el camino que nos señala Dios y que todos tememos que recorrer en nuestra vida. De repente aseguró que el camino del Señor no estaba en las parejas de jóvenes que se escondían en las espesuras al anochecer, ni en las tabernas donde otros van a buscarlo, ni en el trabajo en el campo los días festivos. También habló de “cosas inextricables y confusas para Daniel. Algo así como que un mendigo podía ser más feliz sin saber cada día si tendría algo que llevarse a la boca, que un rico en un suntuoso palacio lleno de mármoles y criados.” En otra ocasión mucho más triste don José, el cura, intervino en la vida de Daniel, el Mochuelo, y fue el día en que, estando juntos los tres amigos en el campo, Daniel discutió con Germán sobre el canto de un pájaro. Daniel decía que el pájaro que cantaba era un jilguero y Germán que un rendajo, y en esto que aparece una culebra de agua en el río y atrae toda su atención porque sabían que “aquella culebra que ganaba la orilla a coletazos espasmódicos era un tonto de agua. El tonto llevaba un pececito atravesado en la boca. Los tres se pusieron en pie y apilaron unas piedras.” Y entonces ocurrió la tragedia. Germán quiso aproximarse con un pedrusco en la mano para acertarle mejor al tonto del agua. “Fue una mala pisada o un resbalón en el légamo que recubría las piedras, o un fallo de su pierna coja. El caso es que (…) cayó aparatosamente contra las rocas, recibió un golpe en la cabeza, y de allí se deslizó, como un fardo sin vida, hasta la Poza.” De nada sirvieron las primeras curas que le hizo la Guindilla mayor, porque el médico, ya el niño tumbado en su cama, comprobó que estaba muy grave y pidió que llamaran una ambulancia. Y mientras llegaba la ambulancia, el niño murió. Todo el pueblo se conmocionó y apoyó a la familia de Germán. Por su parte, Daniel, que no se separaba de la casa del muerto consternado por la tristeza, vio cómo la madre de su amigo le abrazaba “porque él era el mejor amigo de su hijo. Y el Mochuelo se puso más triste todavía, penando que cuatro semanas después él se iría a la ciudad a empezar a progresar.” Luego llegó el cura y le administró la extremaunción. Al día siguiente, tras pasar la noche en vela junto al muerto, Daniel se fue a su casa a desayunar. “No tenía hambre, pero juzgaba una medida prudente llenar el estómago ante las emociones que se avecinaban.” Todo a su alrededor parecía detenido. “Y hasta en las vacas que pastaban en los prados se acentuaba el aire cansino y soñoliento que en ellas era habitual.” Daniel, después de desayunar regresó al pueblo y en el camino descubrió un tordo que picoteaba un cerezo junto a la carretera y pensando en su amigo Germán, armó su tirador, disparó contra el pájaro y lo mató. Con el tordo en el bolsillo, reanudó la marcha. Y ya en casa del muerto se coló hasta la habitación donde estaba el féretro con el niño dentro y con disimulo depositó el tordo junto al cadáver de su amigo, pensando que éste, “que era tan aficionado a los pájaros, le agradecería sin duda desde el otro mundo este detalle.” Al verlo, todo el mundo creyó que se trataba de algo sobrenatural, y el padre del niño lo explicó a su modo diciendo: “Él quería mucho a los pájaros; los pájaros han venido a morir con él.” Y acto seguido dijo en voz alta que se trataba de un milagro. Al oírlo los presentes gritaron: “¡Un milagro!” Y mientras algunos iban a buscar a don José, el cura, que era un gran santo, para comunicarles la nueva, Daniel, el Mochuelo, tragaba saliva y pensaba “que tal como se habían puesto la cosas, lo mejor era callar.” Luego llegó don José y todos le preguntaban si era un milagro o no lo de que hubiera un tordo muerto junto a una mano yerta de Germán. Y mientras buscaba una respuesta, el cura recorrió con la mirada los rostros de los allí concurridos y “se detuvo un instante en la carita asustada del Mochuelo” antes de decir: “En realidad es muy posible, hijos míos, que alguien, por broma o con buena intención, haya depositado el tordo en el ataúd y no se atreva a declararlo ahora por temor a vuestras iras.” Daniel no esperó más y salió corriendo a la calle. Allí lo encontró el cura tiempo después y, cerciorándose de que estaban solos, “sonrió al niño, le propinó unos golpecitos paternales en el cogote y le dijo en un susurro: ‘Buena la has hecho, hijo; buena la has hecho’. Luego le dio a besar su mano y se alejó, apoyándose en la cachaba, a pasitos muy lentos.”


Siento ir acabando la relectura de este libro que es un canto a la infancia y a la Arcadia perdida (“Se canta lo que se pierde”, decía don Antonio Machado), y con ella le digo hasta luego a Daniel, el Mochuelo, que en el cementerio donde va a ser enterrado Germán, el Tiñoso, que mantiene cogida una mano de la Uca-uca, piensa que ya no volverá a oír la voz de su amigo y admite que sus huesos se convertirán en cenizas junto con los del tordo que él dejó en su ataúd. Compensa su tristeza con la moneda que toca en su bolsillo, con la que cuando acabe el entierro se comprará un “adoquín. Claro que a lo mejor no estaba bien visto que se endulzase así después de enterrar a un buen amigo. Habría de esperar al día siguiente.” Pero  Daniel no se compra el adoquín de limón cuando compara “el sabor de su presunta golosina con el letargo definitivo del Tiñoso y se decía que no tenía ningún derecho a disfrutar un adoquín de limón mientras su amigo se pudría en un agujero.” Sino que, cuando los asistentes al entierro empiezan a lanzar monedas a la arpillera que se había extendido al lado del féretro, se desembarazó de la mano de la Uca-uca y, acercándose a la arpillara, arrojó su moneda que, al juntarse con las otras produjo “un alegre tintineo. Con la voz apagada de don José, el cura, que era un gran santo, le llegó la sonrisa presentida del Tiñoso, desde lo hondo de su caja blanca y barnizada.” 

Y llegó el día de la partida y el momento de dejar los recuerdos para afrontar la realidad. Por la mañana, Daniel oyó desde la cama que alguien le llamaba. Era la Uca-uca que, con una cantarilla en la mano, le dijo que no podía ir a la estación a decirle adiós porque se iba a La Cullera a por leche. “Daniel, el Mochuelo, al escuchar la voz grave y dulce de la niña, notó que algo muy íntimo se le desgarraba dentro del pecho. La niña hacía pendulear la cacharra de la leche sin cesar de mirarle. Sus trenzas brillaban al sol.” Daniel le dijo adiós con la voz entrecortada y la Uca-uca le preguntó si se iba a acordar de ella. Segundos después el chico “se retiró de la ventana violentamente, porque sabía que iba a llorar y no quería que la Uca-uca le viese. Y cuando empezó a vestirse le invadió una sensación muy vívida y clara de que tomaba un camino distinto del que el Señor le había marcado. Y lloró, al fin.”

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