EL CAMINO (1950) (y II)
En el capítulo IX, como en otros, vuelve a escena la noche de los
recuerdos de Daniel y “la pequeña historia del valle se reconstruía ante su
mirada interna, ante los ojos de su alma, y lo silbidos distantes de los
trenes, los soñolientos mugidos de las vacas, los gritos lúgubres de los sapos
bajo las piedras, los aromas húmedos y difusos de la tierra avivaban su
nostalgia, ponían en sus recuerdos una nota de palpitante realidad.”
Como el de
la noche en que los tres amigos “saltaron la tapia de la finca del Indiano para
robarle las manzanas.” Gerardo, el Indiano, era el hijo menor de la carnicera
cuando se fue del pueblo a las Américas y al volver al terruño “los gusanos ya
se habían comido el solomillo, el hígado y los riñones de su madre, la
carnicera”; de la carnicería se había ocupado César, el hijo mayor, “vendiendo
hígados, solomillos y riñones de vaca a los vecinos para luego, al cabo de los
años, hacer lo mismo que la señora Micaela y donar su hígado, su solomillo y
sus riñones a los gusanos de la tierra”, mientras que el otro hermano, Damián,
poseía “unas obradas de pradera y unos lacios y barbudos maizales. Con eso
vivía y con los cuatro cuartos que le procuraba la docena de gallinas que criaba
en el corral de su casa.” Y volviendo a Gerardo, el Indiano, y a la noche en
que los tres amigos saltaron la tapia de su finca para robarle unas cuantas
manzanas, creyendo que en la finca no había nadie, el caso fue que, cuando más
distraídos estaban en el robo de la fruta (el Moñigo, había subido al manzano
elegido y empezado a zarandearlo con fuerza haciendo que los frutos maduros
cayeran a tierra para que el Mochuelo y el Tiñoso los recogieran), hizo su
aparición la Mica, la hija del Indiano para decirles: “Con que sois vosotros
los que robáis las manzanas, ¿eh?” Sorprendidos por la aparición, “embutida en
un espectral traje blanco”, Daniel y Germán soltaron las manzanas. Pero la
Mica, sin castigos de ningún tipo, con voz tranquilizadora les dejó que cada
uno se quedara con un par de manzanas y los despidió haciéndoles prometerle que
la próxima vez que quisieran manzanas se las pediría a ella y no saltarían la
tapia como si fueran ladrones.
Entre los hechos de la pequeña historia de los vecinos del pueblo,
destacan los referidos a la vida sexual de los mayores, uno de los más
importantes es la boda de Quino, el Manco, con la Mariuca, enferma de
tuberculosis, y el suicidio de la Josefa, que estaba enamorada de Quino y no
pudo soportar que su hombre la dejara para casarse con una mujer “que estaba
tísica”. El caso es que la Mariuca quedó embarazada y la gestación no fue
normal, y aunque aguantó el parto, “murió y dio a luz a lo cinco meses justos
de suicidarse la Josefa”. Cuando la Guindilla mayor se enteró de la desgracia,
la achacó a “un castigo de Dios por haber comido el cocido antes de las doce”
(como todo el mundo sabe, haber comido el cocido antes de las doce es sinónimo de haber tenido relaciones
sexuales antes de contraer matrimonio), a lo que el ama de don Antonino le
replicó que la muerte de la Mariuca no podía ser castigo de Dios porque su
hermana “Irene, la Guindilla menor, había comido no sólo el cocido, sino la
sopa también antes de las doce, y nada le había ocurrido.”
La cuestión es que
la hija de Quino y la Mariuca salió adelante. “La niña se crió con leche de
cabra y el mismo Quino le preparó los biberones hasta que cumplió el año.” Las
vecinas la querían mucho y alguna la ayudaba en la alimentación cuando surgía
la circunstancia. Una de ellas era la madre de Daniel, que al verla despertaba su
instinto maternal, y “si la veía pindongueando por las inmediaciones de la
quesería, la llamaba y la sentaba a la mesa” para darle un poco de requesón con
azúcar. Las atenciones que la madre a Daniel dedicaba a la Mariuca-uca, como la
llamaban muchos en el pueblo porque era un reflejo físico de su madre (Daniel
prefería Uca-uca), no le molestaban tanto como “la incesante mirada de
Mariuca-uca en su cara, su afán por interceptar todas las contingencias y
eventualidades de su vida.”
De vez en cuando, sin embargo, también influía en la vida del pueblo y
especialmente en la del propio Daniel, alguna persona que vivía fuera del
lugar, como es el caso del tío Aurelio, hermano de su madre, que se fue a vivir
a Extremadura por asuntos de salud y que en una carta le decía a la familia que
enviaba para Daniel “un Gran Duque que había atrapado vivo en un olivar.” El niño creyó que su tío le enviaba “facturado,
una especie de don Antonio, el marqués, con el pecho cubierto de insignias,
medallas y condecoraciones.” Y cuando su
padre le dijo que el Gran Duque es un mochuelo gigante, cebo muy bueno para
matar milanos y le prometió llevarlo con él de caza cuando llegara, se puso muy
contento recordando las ocasiones en que veía a su padre limpiar y engrasar la
escopeta antes de salir de caza, y a la vuelta venir cargado con un par de
liebres y media docena de perdices y acompañado de Tula, la perrita cocker, la cual, al verlo, “le ponía las
manos en el pecho y, con la lengua, llenaba su rostro de incesantes y húmedos
halagos.” Y luego en casa, Daniel “sacaba al corral una lata vieja con los
restos de la comida y una herrada de agua y asistía, enternecido, al festín del
animalito.” En cambio, el Gran Duque, necesitaba comer muchísimo para estar en
forma. “Diariamente comía más de dos kilos de recortes de carne, y la madre de
de Daniel, el Mochuelo, apuntó tímidamente una noche que el Gran Duque gastana
en comer más que la vaca y que la vaca daba leche y el Gran Duque no daba
nada.” Algún tiempo después, cuando ya el Gran Duque había demostrado su valía
en la caza del milano y el quesero, consternado por haber herido a su hijo en
un lance de la muerte del mismo, “el quesero marchó a la ciudad con el milano
muerto y regresó por la tarde. Sin cambiarse de ropa agarró al Gran Duque, lo
encerró en la jaula y se fue a La Cullera, una aldea próxima. Por la noche,
después de la cena, puso cinco billetes de cien sobre la mesa. “Oye”, dijo a su
mujer. “Ahí tienes el rendimiento del Gran Duque. No era huésped de lujo como
verás. Cuatrocientas me ha dado el cura de La Cullera por él y cien en la
ciudad la Junta contra Animales Dañinos por tumbar el milano.”
A la Mica la volvió a ver Daniel, después de que la sombra de la bella
joven la acompañara “en todos sus quehaceres y devaneos”, un día de agosto en
que el muchacho se encaminaba a la iglesia para asistir a la misa y el coche de la Mica se detuvo a su
altura para decirle: “Es tarde y hace calor, ¿Quieres subir?” Daniel asintió y
durante el trayecto la Mica le preguntó, tras hablar de cosas de su familia:
“¿querrás subirme un par de quesos de nata luego, a la tarde?” El chico volvió a asentir y, el resto del día
hasta el momento de ponerse el traje nuevo, peinarse con cuidado y lavarse las
rodillas para cumplir el encargo de los quesos, estuvo muy nervioso. Y cuando
apareció la Mica en aquella vivienda llena de lujo delante de él, “perdió el
poco aplomo almacenado durante el camino. La Mica, mientras observaba y pagaba
los quesos, le hizo muchas preguntas. Desde luego era una muchacha sencilla y
simpática y no se acordaba en absoluto del desagradable episodio de las
manzanas.” Fue entonces cuando Daniel se dio cuenta de que le gustaba la idea
de ir a la ciudad. “Estudiaría denodadamente y quizá ganase luego mucho dinero.
Entonces la Mica y él estarían ya en un mismo plano social…” Y el niño soñaba
con casarse con ella y tal vez la Uca-uca, “al saberlo se tiraría desnuda al
río desde el puente, como la Josefa el día de la boda de Quino.” Y, ya de
vuelta a casa, no dejaba de pensar que el día de mañana sería un caballero.
“Dejaría entonces de decir motes y palabras feas y de agredirse con sus amigos
con boñigas resecas y hasta olería a perfumes caros en lugar de a requesón. La
Mica, en tal caso, cesaría de tratarle como a un rapaz maleducado y
pueblerino.”
Pero volviendo a las aventuras de los tres, que no “hacían otra cosa que
procurar pasar el tiempo de la mejor manera posible”, como cuando decidieron
jugar con el gato de la Guindilla mayor, que resultó ser una leve trastada de
niños, ni grave ni pecaminosa, porque de ser así “¿se hubiera reído don José,
el cura, con las ganas que se rió cuando se lo contaron? Seguramente, no.
Además, ¡qué diablo!, el bicho se lo buscaba por salir al escaparate a tomar el
sol, Claro que esta costumbre, por otra parte, representaba para Daniel, el
Mochuelo, y sus amigos, una estimable ventaja económica. Si deseaban un real de
galletas tostadas, en la tienda de las Guindillas, la mayor decía: --¿De las de
la caja o de las que ha tocado el gato? –De las que ha tocado el
gato—respondían ellos, invariablemente. Las que ‘había tocado el gato’ eran las
muestras del escaparate y, de éstas, la Guindilla mayor daba cuatro por un
real, y dos, por el mismo precio, de la caja.” Pero a los niños no les
importaba nada que las hubiera tocado el gato, porque al fin y al cabo eran
mejor cuatro galletas que dos. El caso es que aquella mañana la lupa de Germán
les sirvió para analizar sus cicatrices, que se agrandaban monstruosamente, y
también los ojos, las lenguas y las orejas; también lograron encender,
“concentrando con ella los rayos de sol, dos defectuosos pitillos de follaje de
patata”. Y por último, camino de sus casas, “vieron el gato de las Guindillas
enroscado sobre el plato de las galletas, en un extremo de la vitrina”, y sin
saber cómo nació en ellos “la ocurrencia de interponer la lupa entre el sol y
la negra panza del animal”. Tras un breve proceso, de repente brotó del pelo
del minino una tenue hebra de humo, “y el gato de la Guindillas dio,
simultáneamente, un acrobático salto acompañado de rabiosos maullidos.” A los
maullidos del animal acudió la tendera a la par que veía salir corriendo a los
tres amigos, a quienes amenazó a gritos que se iban a acordar de lo que
acababan de hacer. En efecto, en la escuela don Moisés, el maestro, a cuyos
oídos había llegado la hazaña de sus alumnos, los castigó dándoles doce
regletazos en cada mano y obligándoles a sostener todo el día con el brazo en
alto el pesado y voluminoso libro de la Historia Sagrada.
Y hablando de don Moisés, el maestro, “decía a menudo que él necesitaba
una mujer más que un cocido”, aunque llevaba repitiendo eso diez años y seguía
sin mujer. Y un día al Moñigo se le ocurrió la idea de hacer casar a su hermana
Sara, que era quien se encargaba de su educación haciéndolo a golpes y
encerrándolo en el pajar de casa, con el maestro, y se la expuso al Mochuelo,
que en seguida estuvo de acuerdo, si bien encontraba alguna pega para que don
Moisés se fijara en Sara. El Tiñoso colaboró preguntándole al Moñigo si su
hermana era escrupulosa. Éste no tardó en responderle: “Qué va; si le cae una
mosca en la leche se ríe y dice: ‘Prepárate que vas de viaje’, y se la bebe con
la leche como si nada.” Y los tres se pusieron a pensar un plan que no fallara.
Al cabo de un rato Daniel propuso escribir una carta al maestro como si fuera
la propia Sara. “Tu hermana sale todas las tardes a la puerta de casa para ver
pasar la gente. Le diremos que le espera a él y cuando él vaya y la vea creerá
que le está esperando de verdad.” Como Roque le pusiera peros sobre la falsedad
de la nota, Daniel añadió: “Le diremos que queme la carta antes de ir a verla y
que jamás le hable de esa carta si no quiere que se muera de vergüenza y que no
le vuelva a mirar a la cara.” Finalmente, el Moñigo quedó confiado con las
explicaciones del Mochuelo y éste redactó así el escrito: “Don Moisés, si usted
necesita una mujer, yo necesito un hombre. Le espero a las siete en la puerta
de mi casa. No me hable jamás de esta carta y quémela. De otro modo me moriría
de vergüenza y no volvería a mirarle a usted a la cara. Tropiécese conmigo como
por casualidad. Sara.” Una vez que el Tiñoso hubo metido la carta por debajo de
la puerta de la casa del maestro, los tres amigos se reunieron a las siete
menos cuarto en el pajar de Roque y se dispusieron a observar el esperado
encuentro a través del ventanuco que daba a la calle. Todo salió como esperaban
y don Moisés y Sara se hicieron novios. El carácter de la muchacha se dulcificó
su carácter y dejó de castigar a su hermano con el encierro en el pajar. Aun
así, al año y medio del noviazgo entre el maestro y ella, el día de Nochebuena,
con muy buen humor, “le preguntó al Moñigo mientras daba vuelta al pollo que se
asaba en el horno: “Dime, Roque, ¿escribiste tú una carta al maestro diciéndole
que yo le quería?” Y como Roque se lo negara jurándolo incluso, “ella se llevó
un dedo que se había quemado a la boca y cuando lo sacó dijo: “Ya decía yo.
Sería lo único bueno que hubieras hecho en tu vida. Anda. Aparta de ahí,
zascandil.”
Otro personaje entrañable de El camino es don José, el cura, “que era un
gran santo”, como decían todas las gentes del valle, que el día de la Virgen
durante la misa subió al púlpito para pronunciar el sermón sobre el camino que
nos señala Dios y que todos tememos que recorrer en nuestra vida. De repente
aseguró que el camino del Señor no estaba en las parejas de jóvenes que se
escondían en las espesuras al anochecer, ni en las tabernas donde otros van a
buscarlo, ni en el trabajo en el campo los días festivos. También habló de
“cosas inextricables y confusas para Daniel. Algo así como que un mendigo podía
ser más feliz sin saber cada día si tendría algo que llevarse a la boca, que un
rico en un suntuoso palacio lleno de mármoles y criados.” En otra ocasión mucho
más triste don José, el cura, intervino en la vida de Daniel, el Mochuelo, y
fue el día en que, estando juntos los tres amigos en el campo, Daniel discutió
con Germán sobre el canto de un pájaro. Daniel decía que el pájaro que cantaba
era un jilguero y Germán que un rendajo, y en esto que aparece una culebra de
agua en el río y atrae toda su atención porque sabían que “aquella culebra que
ganaba la orilla a coletazos espasmódicos era un tonto de agua. El tonto
llevaba un pececito atravesado en la boca. Los tres se pusieron en pie y
apilaron unas piedras.” Y entonces ocurrió la tragedia. Germán quiso
aproximarse con un pedrusco en la mano para acertarle mejor al tonto del agua.
“Fue una mala pisada o un resbalón en el légamo que recubría las piedras, o un
fallo de su pierna coja. El caso es que (…) cayó aparatosamente contra las
rocas, recibió un golpe en la cabeza, y de allí se deslizó, como un fardo sin
vida, hasta la Poza.” De nada sirvieron las primeras curas que le hizo la
Guindilla mayor, porque el médico, ya el niño tumbado en su cama, comprobó que
estaba muy grave y pidió que llamaran una ambulancia. Y mientras llegaba la
ambulancia, el niño murió. Todo el pueblo se conmocionó y apoyó a la familia de
Germán. Por su parte, Daniel, que no se separaba de la casa del muerto
consternado por la tristeza, vio cómo la madre de su amigo le abrazaba “porque
él era el mejor amigo de su hijo. Y el Mochuelo se puso más triste todavía,
penando que cuatro semanas después él se iría a la ciudad a empezar a
progresar.” Luego llegó el cura y le administró la extremaunción. Al día
siguiente, tras pasar la noche en vela junto al muerto, Daniel se fue a su casa
a desayunar. “No tenía hambre, pero juzgaba una medida prudente llenar el
estómago ante las emociones que se avecinaban.” Todo a su alrededor parecía
detenido. “Y hasta en las vacas que pastaban en los prados se acentuaba el aire
cansino y soñoliento que en ellas era habitual.” Daniel, después de desayunar
regresó al pueblo y en el camino descubrió un tordo que picoteaba un cerezo
junto a la carretera y pensando en su amigo Germán, armó su tirador, disparó
contra el pájaro y lo mató. Con el tordo en el bolsillo, reanudó la marcha. Y
ya en casa del muerto se coló hasta la habitación donde estaba el féretro con
el niño dentro y con disimulo depositó el tordo junto al cadáver de su amigo,
pensando que éste, “que era tan aficionado a los pájaros, le agradecería sin
duda desde el otro mundo este detalle.” Al verlo, todo el mundo creyó que se
trataba de algo sobrenatural, y el padre del niño lo explicó a su modo
diciendo: “Él quería mucho a los pájaros; los pájaros han venido a morir con
él.” Y acto seguido dijo en voz alta que se trataba de un milagro. Al oírlo los
presentes gritaron: “¡Un milagro!” Y mientras algunos iban a buscar a don José,
el cura, que era un gran santo, para comunicarles la nueva, Daniel, el
Mochuelo, tragaba saliva y pensaba “que tal como se habían puesto la cosas, lo
mejor era callar.” Luego llegó don José y todos le preguntaban si era un
milagro o no lo de que hubiera un tordo muerto junto a una mano yerta de
Germán. Y mientras buscaba una respuesta, el cura recorrió con la mirada los
rostros de los allí concurridos y “se detuvo un instante en la carita asustada
del Mochuelo” antes de decir: “En realidad es muy posible, hijos míos, que
alguien, por broma o con buena intención, haya depositado el tordo en el ataúd
y no se atreva a declararlo ahora por temor a vuestras iras.” Daniel no esperó
más y salió corriendo a la calle. Allí lo encontró el cura tiempo después y,
cerciorándose de que estaban solos, “sonrió al niño, le propinó unos golpecitos
paternales en el cogote y le dijo en un susurro: ‘Buena la has hecho, hijo;
buena la has hecho’. Luego le dio a besar su mano y se alejó, apoyándose en la
cachaba, a pasitos muy lentos.”
Siento ir acabando la relectura de este libro que es un canto a la
infancia y a la Arcadia perdida (“Se canta lo que se pierde”, decía don Antonio
Machado), y con ella le digo hasta luego a Daniel, el Mochuelo, que en el
cementerio donde va a ser enterrado Germán, el Tiñoso, que mantiene cogida una
mano de la Uca-uca, piensa que ya no volverá a oír la voz de su amigo y admite
que sus huesos se convertirán en cenizas junto con los del tordo que él dejó en
su ataúd. Compensa su tristeza con la moneda que toca en su bolsillo, con la
que cuando acabe el entierro se comprará un “adoquín. Claro que a lo mejor no
estaba bien visto que se endulzase así después de enterrar a un buen amigo.
Habría de esperar al día siguiente.” Pero
Daniel no se compra el adoquín de limón cuando compara “el sabor de su
presunta golosina con el letargo definitivo del Tiñoso y se decía que no tenía
ningún derecho a disfrutar un adoquín de limón mientras su amigo se pudría en
un agujero.” Sino que, cuando los asistentes al entierro empiezan a lanzar
monedas a la arpillera que se había extendido al lado del féretro, se
desembarazó de la mano de la Uca-uca y, acercándose a la arpillara, arrojó su
moneda que, al juntarse con las otras produjo “un alegre tintineo. Con la voz
apagada de don José, el cura, que era un gran santo, le llegó la sonrisa
presentida del Tiñoso, desde lo hondo de su caja blanca y barnizada.”
Y llegó el día de la partida y el momento de dejar los recuerdos para
afrontar la realidad. Por la mañana, Daniel oyó desde la cama que alguien le
llamaba. Era la Uca-uca que, con una cantarilla en la mano, le dijo que no
podía ir a la estación a decirle adiós porque se iba a La Cullera a por leche.
“Daniel, el Mochuelo, al escuchar la voz grave y dulce de la niña, notó que
algo muy íntimo se le desgarraba dentro del pecho. La niña hacía pendulear la
cacharra de la leche sin cesar de mirarle. Sus trenzas brillaban al sol.”
Daniel le dijo adiós con la voz entrecortada y la Uca-uca le preguntó si se iba
a acordar de ella. Segundos después el chico “se retiró de la ventana
violentamente, porque sabía que iba a llorar y no quería que la Uca-uca le
viese. Y cuando empezó a vestirse le invadió una sensación muy vívida y clara
de que tomaba un camino distinto del que el Señor le había marcado. Y lloró, al
fin.”
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