A estas alturas no hay que añadir que la Semana Santa zamorana es uno de los principales atractivos de su turismo cultural, folclórico, culinario y preferentemente religioso, que tiene su comienzo en la semana anterior, con sus manifestaciones reposteras y devotas (entre las primeras destaca el horneo y la adquisición de los dulces que se consumirán durante las fiestas y entre las segundas los desfiles de algunas cofradías a partir del Jueves de Dolores con el traslado del Nazareno de San Frontis a la Catedral, para volver a salir en procesión el Martes Santo, acompañado de la Virgen de la Esperanza), y su fin el Domingo de Resurrección, con la procesión de Jesús Resucitado y el desayuno con el típico plato del Dos y Pingada.
De los platos típicos de Semana Santa, la gente suele poner en el orden de
sus preferencias en primer lugar el Dos
y pingada. “Y una tajada” solíamos añadir los más pequeños (y no tan
pequeños). Se trata de un plato que se consume el Domingo de Resurrección como
desayuno y está compuesto de dos huevos fritos con dos lonchas de jamón pasados
por la sartén y pan frito.
Otros platos típicos de la época son el bacalao al ajo arriero (bacalao frito
con ajo y pimentón), el pulpo a la Sanabresa (similar
al que se hace a la gallega, con patata cocida en rodajas, aceite crudo y
pimentón), los tiberios (mejillones preparados al vapor y servidos con una salsa elaborada con
su propio caldo de cocción a la que se añade un poco de pimentón de la Vera, y también acompañados
de un picadillo de tomate, pimiento y cebolla sazonado con vinagre, aceite y
sal) o las sopas de ajo (dicen que para prevenir el frío de la madrugada) que
en el alto que realiza la procesión de Jesús Nazareno todos los Viernes Santos
en las Tres Cruces comen los costaleros para recuperar fuerzas (y por
extensión, cuantos van allí para ser testigos de la Reverencia que todos
los pasos hacen a la Soledad).
Hemos hablado ya del Miserere, y ahora nos toca hacerlo del canto de Jerusalem, Jerusalem, que es otro de los momentos más solemnes de
las procesiones de nuestra
Semana Santa. El canto Jerusalem, Jerusalem tiene lugar durante el desfile de la Hermandad Penitencial del Santísimo Cristo de la Buena Muerte, cofradía que se fundó diez años
después de mi marcha de Zamora, es decir en 1974, y que no presencié hasta los
años 90, en uno de mis felices retornos a la ciudad del alma. La Hermandad, formada por
unos cuatrocientos miembros, tiene su sede en la iglesia de San Vicente Mártir,
de donde sale y adonde regresa la procesión. El Crucificado, cuya autoría se
reparte los nombres insignes de Gaspar Becerra y Ruiz de Zumeta, es una talla
en madera policromada que ha sido sometida a varias restauraciones por el
pésimo estado de conservación que tenía cuando se descubrió. Lo curioso además
es que la imagen es portada por ocho cofrades (hábito monacal blanco con
capucha, sandalias y faja y una tea) en unas sencillas andas diseñadas para
transportar al Cristo en posición inclinada.
La procesión comienza a las
doce de la noche del Lunes Santo, y tras callejear por el casco antiguo hasta
llegar a la plaza de Santa Lucía, se produce el momento solemne al que me
refería más arriba. Detenido el desfile en la emblemática plaza mencionada, un
coro entona el tradicional “Jerusalem,
Jerusalem”:
“Jerusalem Jerusalem
Jerusalem Jerusalem,
Convertere convertere
ad dominum deum tuum
tristis est anima mea..."
El coro entona otras
composiciones como, Pater, Sitio o Tenebrae a lo largo del recorrido hasta que se recoge hacia las
dos de la madrugada en la misma iglesia de San Vicente donde se entona el Vexila Regis:
“Vexilla regis prodeunt,
fulget crucis mysterium,
quo carne carnis conditor
suspensus
est patibulo…”
Quizá una de las procesiones
más representativas de nuestra Semana Santa, junto a la que acabamos de mencionar y otras como la del Cristo de las Injurias,
del Miércoles Santo, del Yacente, del Jueves Santo, la de Jesús Nazareno, del Viernes Santo, o la
de la Santísima
Resurrección, del Domingo de Gloria, sea la procesión de las Capas Pardas, nombre popular que
recibe la
Hermandad Penitencial del Santísimo Cristo del Amparo, que
todos los Miércoles Santos a las doce de la noche sale en procesión de la
iglesia de San Claudio de Olivares, acompañando a la imagen de Jesús en la
cruz. El Crucificado, que data del último cuarto del siglo XVIII y atribuido a José Cifuentes Esteban, posee
tamaño natural. Va colocado sobre una sencilla mesa que representa el Gólgota,
con el único adorno de una calavera y unos cardos. Su aspecto sobrio
resultaba plenamente adecuado para la procesión que se estaba diseñando, y por
ello fue elegida esta imagen.
El hábito de los cofrades es la capa alistana (la de los pastores de Aliste, Carbajales y Sayago, aunque no la de trabajo, sino la utilizada en días especiales), que por su color oscuro da nombre a la denominación popular de Capas Pardas. Los cofrades, que además portan un farol de hierro forjado, desfilan dispuestos en forma de cruz latina. El Cristo es llevado sobre unas sencillas andas portadas por doce hermanos a dos hombros, con la iluminación de sólo cuatro faroles rústicos, para realzar el patetismo de la imagen en la oscuridad de la noche. Las matracas anuncian el paso de la procesión. Un bombardino y un cuarteto de viento interpretan piezas fúnebres a lo largo del recorrido, marcado por las calles en torno al Castillo, produciéndose su momento más significativo al pasar bajo la Puerta del Obispo. Y cuando la Cofradía regresa al templo de salida, un coro entona el Miserere Popular Alistano.
El hábito de los cofrades es la capa alistana (la de los pastores de Aliste, Carbajales y Sayago, aunque no la de trabajo, sino la utilizada en días especiales), que por su color oscuro da nombre a la denominación popular de Capas Pardas. Los cofrades, que además portan un farol de hierro forjado, desfilan dispuestos en forma de cruz latina. El Cristo es llevado sobre unas sencillas andas portadas por doce hermanos a dos hombros, con la iluminación de sólo cuatro faroles rústicos, para realzar el patetismo de la imagen en la oscuridad de la noche. Las matracas anuncian el paso de la procesión. Un bombardino y un cuarteto de viento interpretan piezas fúnebres a lo largo del recorrido, marcado por las calles en torno al Castillo, produciéndose su momento más significativo al pasar bajo la Puerta del Obispo. Y cuando la Cofradía regresa al templo de salida, un coro entona el Miserere Popular Alistano.
Sobre esta procesión, a su paso por la plaza de Diego de Deza, llegué a escribir los versos que siguen.
"Era el lugar elegido
para ver las Capas Pardas
que acompañan a su Cristo
con el son de las matracas.
¡Con qué devoción las gentes
el Vía Crucis rezaban
mientras el cielo y el río
silencio triste guardaban!
Yo recuerdo el bombardino
sonando cual si llorara
por la muerte tan atroz
de Jesús, tan solitaria.
Y alumbraban los faroles
la seriedad de las capas.
Y de todo era testigo
aquella escondida estatua
que sabe más de Zamora
que las gentes más
ancianas.”
Acabamos esta entrada hablando del Museo de Semana Santa, que se halla contiguo a la iglesia de Santa María la Nueva, y que fue creado en 1957 por la Junta Pro Semana Santa de nuestra ciudad con el fin de conservar y exhibir al público los pasos procesionales de las cofradías, hasta entonces alojados en diversos locales, en algunos casos en precarias condiciones. Tras adquirir el solar ese mismo año, el Museo se abrió finalmente al público a principios de septiembre de 1964. En 1972 la Junta adquirió un local anexo, aunque sin comunicación con el Museo, para instalar en él su archivo y el de las distintas cofradías.
En 1990 se adquirieron dos
solares más que se utilizaron para ampliar el espacio de exposición y para
ubicar las oficinas, el salón de juntas y el taller de restauración.
Finalmente, el Museo se reinauguró en febrero de 1994. Desde entonces es el
museo más visitado de su categoría en toda España y también el que más visitas
recibe de todos los de nuestra ciudad. Expone 37 pasos procesionales, entre
los que destacan los de los imagineros Ramón Álvarez, Mariano Benlliure, Ramón
Abrantes, Hipólito Pérez Calvo y Enrique Pérez Comendador, entre otros, La Entrada Triunfal de Jesús en Jerusalén
(popularmente,
La Borriquita),
La Santa Cena, La Oración del Huerto, Camino
del Calvario (popularmente, El Cinco de Copas), Las Tres Marías y San Juan,
Jesús Nazareno, La
Crucifixión, La
Elevación de la
Cruz, El Descendimiento, La Piedad, La Conducción al Sepulcro, El Santo Entierro (La Urna), Cristo Resucitado o La Virgen de la Alegría, además de otros
objetos relacionados con nuestra Semana Santa, como hábitos de cofrades,
accesorios de las procesiones, etc.
A pesar de la ampliación que
ha tenido a lo largo del tiempo, su espacio resulta insuficiente para las obras
que exhibe, por lo que existen diversas propuestas para solucionar el problema.
Sigue en pie el compromiso del Ayuntamiento para adquirir un nuevo solar que dé
cabida holgada a los pasos expuestos, de la Diputación para
realizar el proyecto y de la
Junta para aportar la financiación. Ya veremos. Sería una
pena que todo quedara en agua de borrajas, como decimos en nuestra tierra, si
bien ya se empiezan a acometer diversas mejoras respecto a la señalización e
iluminación de lo expuesto en el Museo, así como un servicio de audioguías.
Todo esto del Museo está muy
bien para quien está de visita en Zamora en cualquier época del año, me atrevo
a opinar, pero la verdadera seducción se vive en la Semana Santa de las
calles y las plazas día y noche, en los hachones de los cofrades proyectando
sus sombras en las fachadas de las casas, en los roces de las cruces y los pies
desnudos de los penitentes en el frío e insensible pavimento de alquitrán o de
adoquín, en el Merlú llamando a los cofrades con su tambor y su corneta la
madrugada del Viernes Santo, en el Barandales haciendo voltear y sonar sus
campanas atadas a las muñecas, encabezando las procesiones, el silencio jurado
y las solemnes matracas rompiendo la quietud de las noches, el llanto
silencioso de los zamoranos apostados en las aceras para ver pasar la procesión
que más quiere… y, sobre todo, los pasos que desfilan solemnes en cada una de
ellas y las dolientes figuras de las Vírgenes y Cristos que, instalados sobre
ellos, portan reflejados en sus gestos y en sus propios cuerpos todo el dolor
del mundo, la agonía y la muerte; ahí sí que se siente la seducción verdadera,
en las manos retorcidas de La
Soledad, en las lágrimas de La Esperanza, en la Sangre derramada del Cristo
de las Injurias, en la postración final del Yacente o en la desolada escena del
Descendimiento…
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