En Zamora en Semana Santa todo parecía alado y feliz y, mientras duraba, se alejaban
de ella los problemas cotidianos y domésticos. Lo que durante el resto del año
se ponía cuesta arriba, la semana que iba del Domingo de Ramos al Domingo de
Resurrección inundaba de ilusión los corazones de los mayores y, especialmente,
los nuestros, que al fin y al cabo hasta el problema más grande lo achicábamos
con nuestra inherente inconsciencia, tan necesaria, por otra parte, para que
nuestra infancia siguiera permaneciendo invulnerable ante las heridas de la vida,
que ya llegarían.
Nuestra ilusión empezaba el domingo de las palmas, en que
estrenábamos alguna prenda de vestir y saboreábamos el primer helado del año, y
alcanzaba el grado sumo el domingo siguiente, en que las campanas y los cohetes
anunciaban que Jesús había resucitado, mientras su “paso” subía la Cuesta del
Pizarro, seguía por Ramos Carrión y llegaba a la Plaza Mayor, donde se juntaba
con el “paso” de la Virgen, reencuentro feliz donde Hijo y Madre al fin se
veían aliviados de tanto sufrimiento.
Cada día de la Semana Santa tenía su aliciente. Incluso antes de empezar,
los más pequeños pensábamos cómo vivirla para que no se pareciera a la
anterior. Y en ello ocupaban lugares especiales, en primer término, las
aceitadas que mi madre preparaba para las fiestas. Y en segundo, la procesión
que salía días antes de San Frontis para llevar el “paso” del Nazareno al
templo de San Juan de Puerta Nueva, del que volvería a salir la noche del Martes
Santo, y que anunciaba indefectiblemente el inicio de la Semana Santa.
El lunes subíamos a la ciudad a ver al Jesús de la Tercera Caída y la
Virgen de la Amargura, esculpida por Ramón Abrantes, vecino de mi barrio y por
más señas hijo de la señora Luisa, comadrona que ayudó a algunas de nuestras
madres a traernos al mundo a muchos de nosotros. Cuando pasaban las mesas con
las imágenes por delante de nosotros, con una voz que era un susurro de
admiración, mi padre me ponía al corriente de los más mínimos detalles y
leyendas sobre ellas.
--Mira-- me decía--, esa Virgen de Abrantes sólo tiene la cabeza y las
manos, lo demás es miriñaque.
A mí eso del miriñaque me sonó siempre a misterio, a algo oculto y
secreto que tenía la Virgen de la Amargura de Abrantes, misterio que no descubrí hasta muchos años después, leyéndolo
en las guías turísticas sobre la Semana Santa zamorana y sus curiosidades. Y en
uno de mis retornos a la ciudad del Duero, hablando con el propio escultor en
su taller de la calle Sacramento, salió a relucir lo de su Virgen, y el artista
me confesó que menos mal que sólo había tenido que esculpir la cabeza y las
manos de la venerada imagen porque ya de por sí los dedos y la expresión del
rostro le habían producido tantas dificultades que acabó enfermando mientras
trabajaba en ella. Refiriéndose a su Virgen, añadió sonriendo:
--Amargura, un nombre que ni pintado para la ocasión. Pero valió la pena.
Y justo ese día recibí una sorpresa muy entrañable y familiar porque,
cuando ya nos despedíamos, Abrantes me llevó del brazo hasta un rincón del
taller y, señalándome un caballete, dijo:
--A propósito, este caballete me lo hizo tu padre.
Como iba diciendo, mi padre, a la menor ocasión que nos ofrecían las
innumerables procesiones que recorren cada año las viejas calles de nuestra
querida ciudad, me contaba detalles curiosos y afectivos relacionados con los “pasos” y sus
imágenes.
--Fíjate en el cuello de Jesús-- me decía cuando pasaba a nuestra altura
la imagen del Nazareno en su tercera caída. Era en verdad un cuello demasiado
largo que el escultor Quintín de la Torre encontró necesario para poder aguantar
mejor el peso de la cruz, de madera de verdad.
El “paso” preferido de mi padre fue durante mucho tiempo el llamado
vulgarmente el Cinco de copas porque las cinco imágenes de la mesa
aparecen colocadas como las copas del naipe tradicional, es decir, una figura
en el centro, la de Jesús portando la cruz, y en las esquinas del “paso” las
cuatro restantes, cuatro sayones judíos. El “paso” abría y sigue abriendo la
procesión que la madrugada del Viernes Santo sale de San Juan para recorrer
gran parte de la ciudad. A mi padre lo que más le gustaba de la “mesa” era el
famoso “baile” que sigue efectuando con sus cinco imágenes al toque fúnebre de
la marcha de Thalberg, a la que por otra parte el vulgo le puso una letra que
de ningún modo se corresponde con la solemnidad de la música (recuerdo que una
de sus más estrambóticas y conocidas frases era “…Y no tenía jabón pa lavar…”,
cosas de las costumbres populares).
Con el tiempo y ya en Barcelona, me enteré por una postal que me envió la
buena y hospitalaria maestra del piso inferior de nuestra casa durante una
Semana Santa, que el “paso” preferido de mi padre no era el mencionado más
arriba, sino otro que desfilaba en la misma procesión y a continuación del
anterior llamado La caída, obra del escultor zamorano Ramón Álvarez. Y no
me extraña la preferencia de mi padre por tal “paso” pues el grupo escultórico
que lo compone, inspirado en el cuadro El pasmo de Sicilia de Rafael, tiene
todas las características para emocionar: desde el rostro de dolor y pena de
Jesús hasta el gesto de ternura de su Madre, pasando por la crueldad del sayón
que apoya un pie sobre la espalda del Nazareno, y la del que tira de la cuerda
atada a su cuello o, en otro orden de cosas, la sonriente indiferencia del niño
que transporta el mazo y el cesto de los clavos.
¡Recuerdos de
la infancia!
Como presenciar la procesión de la Vera Cruz desde el ábside de la
Magdalena cuando el sol ilumina todavía la alta cornisa del convento del
Tránsito y los velos sagrados de la Cruz que abre el desfile flotan al viento
en la esquina de Ramos Carrión. Asistir al momento en que las túnicas moradas
se tornan nocturnas, y en el olivo de la oración se enredan las sombras,
mientras el ángel de Salcillo (también puede ser obra de un escultor de su
escuela) empieza a parecer un ser del más allá como un bello recuerdo a punto
de esfumarse en el aire del olvido, o la figura borrosa del criado de Malco echándose
mano a la oreja tras recibir el tajo de San Pedro.
Ritos y recuerdos de un tiempo que sólo puede volver al conjuro de la
impenitente nostalgia. Como aquella tarde eterna en que, camino de vuelta a
casa tras la procesión de la Vera Cruz, nos pasamos por San Cipriano para hacer
una visita al Yacente, el otro Cristo nuestro que esperaba entre las pacientes
sombras del templo la hora justa de salir en andas a la calle. Cena rápida y
vuelta a la ciudad para verlo en activo. Un año lo vimos en la plaza de Santa
Lucía acompañado de penitentes que arrastraban cruces pesadas, y al año
siguiente en la plaza de Viriato, donde los cofrades, solemnemente formados en
torno a Él, le cantan el doliente Miserere. Pero el momento del Yacente que con
más emoción recuerdo es el que viví un año lluvioso, una noche oscura y fría en
que apenas había gente por la calle (y menos aún había en la cuesta de
Balborraz, donde lo vi pasar). En andas lo traían los cofrades de la Hermandad,
y pasó a un palmo de la acera donde yo me encontraba. Parecía un muerto
cualquiera al que llevaban a enterrar, con su seguimiento fúnebre y sus rezos afligidos.
La cabeza, inclinada sobre un almohadón, mostraba sus rizos como ríos
congelados, y los ojos con una rendija de luz espantada por la muerte al otro
lado de los párpados entreabiertos. Lo de menos era la sangre barroca
recorriendo de arriba abajo su piel amarillenta. Era el aspecto de cadáver
normal que en medio de un silencio desolador era conducido al cementerio lo que
me conmovía. Mi padre me decía de niño que había conocido al Yacente en un
altar lateral de la Concepción, tapado púdicamente por una colcha bordada por
las monjas y que había sido más tarde, dos o tres año antes de nacer yo,
cuando, tras ser creada la Hermandad de su nombre, empezó a salir en procesión
las noches de Jueves Santo, acompañado por hermanos vestidos con túnicas de
estameña blanca, fajín de color morado, caperuz de estameña blanca también y
portadores de un alto hachón de cera roja.
El tiempo no pasa en balde y a la vez es una goma de borrar inexorable.
Pero la memoria atenta se encarga de evocar momentos del pasado y lo hace con
tanta viveza que se asoman a nuestra mente como trailers de películas cuyos
protagonistas somos nosotros mismos y la gente zamorana con la que compartimos
entonces aquellas entrañables escenas. Se lo digo a mi mujer en la playa y me
mira sonriente. Estamos a casi mil kilómetros del corazón de la Semana Santa, y
sin embargo suena la Marcha Fúnebre de Thalberg en nuestros oídos, como si
estuviéramos allí, apostados en la Plaza Mayor de Zamora, esperando a la
procesión. Poco antes desayunábamos chocolate con churros y aguardiente en un
bar de la trasera de San Juan, el templo del que sale la procesión del Viernes
Santo. La madrugada es fría. Los labios manchados de chocolate hablan de otros
Viernes Santos en que nuestros mayores estaban vivos y nosotros éramos niños,
de ojos asombrados y oídos abiertos para verlo y oírlo todo hasta el mínimo
detalle, hasta el menor susurro. Los ojos de los cofrades perfilados por los orificios
correspondientes de sus flojos caperuces, los roces de los pies desnudos de los
penitentes sobre el frío asfalto de Santa Clara.
Al sol, en la playa, con el mar delante, a mil kilómetros de distancia, mi
mujer me recuerda la costumbre de ir a las Tres Cruces a tomar las sopas de ajo
con los costaleros de los “pasos” hasta que el Merlú, los dos cofrades que
tocan el clarín y el tambor para avisar de los diversos momentos del desfile,
anunciaban que la procesión se reanudaba. Entonces las faldas de los “pasos”
bajaban otra vez y los costaleros, renovadas las fuerzas, ponían de nuevo en
movimiento las figuras de la Soledad, de la Redención, del Cinco de copas o de
La caída, ante la mirada atónita de la gente apostada en las aceras, y volvía a
sonar la Marcha de Thalberg, que todos llevamos en las entrañas desde que
comemos aceitadas por Semana Santa.
Esa misma tarde del Viernes Santo tenía lugar la procesión del Santo
Entierro, de entrañable memoria para mí, especialmente desde que en uno de mis
regresos a la ciudad del alma, tuve ocasión, por unas horas, de formar parte de
la comitiva que llevaba el cuerpo muerto de Cristo en una urna. Un amigo de
siempre, al que nunca dejaré de agradecer el detalle, me prestó su hábito de
cofrade, túnica y caperuz de terciopelo negro, y vara de madera
rematada en una cruz con sudario para que fuera aquel día un nuevo miembro de
la hermandad. Su hijo pequeño desfilaba delante de mí y cerca de nosotros iba
el Cristo de las Injurias, que había salido la noche del Miércoles Santo de la
Catedral en la procesión del Silencio y ahora lo devolvíamos allí. Junto al
Cristo de las Injurias, desfilaban otros “pasos” de bella y emotiva ejecución,
como el de la urna mortuoria, que da nombre a la cofradía, para cuya figura de
Jesús el imaginero se inspiró en el cuerpo de un hombre ahogado en el Duero, tres
obras del escultor zamorano Ramón Álvarez: La lanzada (para nosotros, el
Caballo de Longinos), el Descendimiento y la Virgen de los clavos, y el
Descendido, de Benlliure. La procesión salió del Museo de Semana Santa, y la
abría uno de los personajes más emblemáticos de los desfiles de la
Semana Santa zamorana. Me refiero al Barandales que, vestido de negro
terciopelo como todos nosotros, hacía sonar, mientras caminaba, el par de
campanas que llevaba atadas a las muñecas. Con el paso de los años al
Barandales se le erigió un monumento en la misma Plaza de Santa María la Nueva donde se ubica el Museo de Semana
Santa, monumento que consiste en una estatua de bronce en plena acción de tocar
la campanas, obra del imaginero zamorano Ricardo Flecha, que había sido aprendiz en el taller de Abrantes.
Dado que, por prescripción litúrgica, las campanas de las Iglesias de
Zamora enmudecían desde la tarde del Jueves Santo hasta el Domingo de
Resurrección, nació la figura del Barandales, precisamente para que la
percusión metálica de sus campanas recordara a los fieles la celebración de los
distintos oficios y acontecimientos que se fuesen sucediendo en la pasión
zamorana. Así pues, con el sonido característico de esas dos campanas que
llevaba pendientes de sus muñecas, este singular “campanillero” empezó abriendo
la marcha de tres cofradías: la Santa Vera Cruz, el Santo Entierro y Nuestra
Madre de las Angustias. Doscientos años después las cofradías de la Borriquita,
la Tercera Caída, el Vía Crucis, la Virgen de la Esperanza y Luz y Vida, no
queriendo ser menos, introdujeron el Barandales en sus desfiles procesionales
con el mismo cometido.
Y mientras ese Viernes Santo el hijo pequeño de
mi amigo y yo desfilábamos inmersos en la solemnidad de la procesión, iba
viendo, a través de los ojos de mi caperuz, una Zamora diferente que nada tenía
que ver con la de siempre había vivido porque me había convertido de repente en
actor, en vez del asombrado espectador que había sido hasta ese momento. Eso
mismo le digo a mi mujer ahora, a mil kilómetros de distancia, mientras el mar
muere suavemente a nuestros pies en una playa de Barcelona. Y ella, a cambio, me
recuerda la parecida sensación que vivió otra Semana Santa de aquéllas en que
volvíamos a visitar la Perla del Duero. En dicha ocasión mi mujer desfilaba el
Sábado Santo por la noche con una amiga zamorana en la procesión de la Soledad,
ambas portando una tulipa de cristal y vestidas de luto riguroso para acompañar
en su dolor a la Virgen más sola de la Semana Santa, bella y emotiva imagen del
escultor zamorano Ramón Álvarez, que muestra el rostro compungido y las manos
entrelazadas en un gesto de total resignación, hasta la Plaza Mayor, donde le
cantaron la tradicional Salve.
--Nos parecía que en verdad estábamos
acompañando a una madre que acababa de perder a su hijo—me dice mi mujer con la
voz entrecortada.
¡Recuerdos sentidos!
Al día siguiente, Domingo de Resurrección, mientras
todas las campanas de la ciudad repicaban a gozo por la vuelta a la vida de
Jesús y su encuentro con la Virgen en la Plaza Mayor, nosotros iniciábamos el
regreso a Barcelona, trayéndonos un cúmulo de sensaciones pertenecientes a todos
los sentidos, desde el olor de cera derretida, del incienso o de las flores que
adornaban los “pasos”, hasta el sonido agudo de las cornetas, el solemne redoble
del tambor o el insistente silencio sólo roto por las toses o el golpear de las
varas de los cofrades, sin olvidar el viento frío de las noches zamoranas, la
emoción que acababa en lágrimas o el sabor del anís y la aceitada.
Las aceitadas, que aún hoy mi mujer amasa y
cuece en el horno para regalar el gusto de la familia y despertar el recuerdo
de la Semana Santa, que duerme eternamente en la cuna del alma.
Me ha gustado mucho tu entrada! Aunque larga, retrata los momentos más importantes de nuestra Semana Santa. Creo que hablo en nombre de muchos zamoranos cuando digo que todos tenemos muy arraigados esos recuerdos de infancia en que veíamos la procesión con nuestros padres o abuelos, o incluso amigos cuando ya éramos algo más "mozos/as". A mi también se me vienen a la cabeza muchas imágenes que se van renovando año tras año, que vamos revisitando cada Semana Santa, acordándonos de otros años y formando recuerdos nuevos.
ResponderEliminarMe han gustado mucho tus explicaciones sobre la imaginería; no conocía tantos detalles. Tampoco sabía del origen del Barandales, y me ha resultado curioso.
Sobre la gastronomía se puede hablar mucho, de aceitadas y de churros con chocolate y sopas de ajo, pero también del potaje de vigilia, del dos y pingada, de los nevaditos, las almendras garrapiñadas, el arroz con leche, las torrijas (¡indispensables!), el bacalao con tomate o al ajo arriero... ¡Mucha gastronomía rica y con historia!
Una de las mejores cosas que ha tenido nuestra semana santa "reciente" es permitir a las mujeres formar parte activa de ella (no solo cocinando y planchando túnicas), lo cual me alegra mucho porque puedo acompañar al "mozo" en procesión de vuelta al barrio, algo que quería hacer desde que fui muy joven.
Un afectuoso saludo desde San Frontis!