EL TESORO (1985)
A escasas hora de morir 2019, y a la espera de juntarnos en casa del hijo
menor para celebrar la Noche Vieja y recibir con los brazos abiertos al
desconocido y lleno de incógnitas pertenecientes a todos los ámbitos sociales y
políticos 2020, me puse a releer esta simpática novela donde, el encuentro fortuito
de un tesoro prerromano (orfebrería celtibérica), oculto en una tinaja, en los
límites de dos pueblos castellanos rivales, Gamones y Pobladura, lleva a sus
habitantes a un conflicto serio en medio de reuniones y comidas entre los
arqueólogos que se van a ocupar del trabajo de orden y clasificación del tesoro
descubierto y los representantes de la Administración, que no cuentan con las
hostilidades de que son objeto por parte de unos cuantos campesinos y personas
de la primera localidad mencionada más arriba.
Y como el tema principal de este modesto trabajo es tratar cualquier
referencia que se haga a la cocina delibeana, empezaré con lo que ocurre ya en el primer capítulo de la novela, en que
Jero, arqueólogo y protagonista principal, acompañado del Subdirector General,
se dirige en coche al pueblo del hallazgo, para tratar del asunto con Pablito,
otro arqueólogo de Madrid, compañero del anterior, y don Lino, descubridor del
tesoro, que los esperan en un bar-restaurante. Llegados que hubieron los
primeros al lugar concertado y hechas las debidas presentaciones, don Lino,
“demorando deliberadamente entrar de golpe en el tema, dijo: --He pedido ancas
de rana y lechazo asado para todos. Si alguno quiere cambiar, aún estamos a
tiempo.” Y empiezan los recelos y las
preguntas, como la que Jero, mientras escancia vino en los vasos, pregunta a don
Lino, que está inquieto, si conocía a don Virgilio, el Coronel, que era el
dueño del castro de Aradas donde el tesoro ha sido hallado. Don Lino contesta
afirmativamente y a continuación explica dónde dio con él, por lo visto fuera
del castro, cuando iba a desbrozar un cortafuegos en el monte, que es comunal.
Jero, viendo que la cosa no está nada clara, le dice irónicamente: “Y según
franqueaba el cortafuegos, zas, se da de bruces con la tinaja, así de
fácil.”
En la conversación don Lino saca
a relucir el azar, que en la vida juega siempre un papel importante. “Además”,
añade, ¿quién puede asegurarnos que desde la muerte de don Virgilio no se haya
producido en el castro alguna falla o algún corrimiento de tierras?” Pone un
poco de calma en el debate el Subdirector General al pedir al camarero, tras
consultar a sus acompañantes, “un helado y cuatro cafés, por favor.” Pero el
debate parecía no tener fin hasta que surgió nuevamente el tema del monte
comunal, detalle que aprovechó el representante de la Administración para poner
las cosas aún más difíciles para don Lino diciendo: “En ese caso el Estado
decidirá.”
Y esta tesitura lo dejo porque no quiero robar al posible lector las
emociones que resultan de una lectura atenta y solitaria.
Y prefiero hablar de la señora Olimpia, uno de los personajes más
directos y simpáticos del libro, a quien veo acuclillada ante el fuego, de
espaldas a la camilla donde comen Jero y Ángel, Cristino y el Fíbula, tres
alumnos suyos que le ayudan en las labores de limpiar lo que van sacando de la
tierra. Al incorporarse, la mujer “tomó
del fogón una fuente de patatas fritas y la puso en el centro de la mesa
camilla donde ellos comían con apetito, sujetando el hueso con los dedos, unas
chuletas de cordero. Sobre la cabeza del Fíbula se abría un ventano a través
del cual se adentraban tenues cacareos
de gallinas y el metálico quiquiriquí de un gallo.” (…) “La señora Olimpia
quedó un rato plantada ante ellos, gruesa, cachazuda, los brazos en jarras,
observando las necesidades de la mesa y, durante el tiempo que permaneció así,
Cristino mantuvo vuelta la cabeza, mordisqueando distraídamente el hueso que
sostenía entre los dedos.”
Después de los cafés, que les preparó igualmente la señora Olimpia, los
cuatro subieron al monte a trabajar en el yacimiento del tesoro.
Dejo de nuevo
descubrir al lector los pormenores de la trama novelística, y entro de rondón en el
capítulo 6, en la escena en que un semicírculo de hombres hostiles del pueblo
se ha ido cerrando en torno al grupo de arqueólogos que están metidos en faena.
Jero detiene el trabajo para encararse con la persona que parece comandar el
semicírculo violento, apodada el Papo, otro de los personajes tipo de la novela.
“Su rostro imberbe, flojo, gelatinoso, con grasa hasta en los cartílagos de las
orejas, se fruncía en mil pliegues en la sotabarba, desproporcionada a pesar de
su corpulencia.” El cual, antes de pronunciar palabra, “recostó en la muleta
todo el peso de su cuerpo y, con la mano izquierda, extrajo del morral de
cazador que portaba una pera que miró y remiró varias veces antes de arrancarle
el rabillo y clavarle en el pezón la uña negra y larga de su pulgar.
Parsimoniosamente desgajó un pedazo y se lo llevó a la boca.” Con la boca llena
y sin dejar de mirar la fruta rota en su mano, recordó a los arqueólogos la
prohibición de los carteles respecto a no tocar la mina del tesoro. Jero
advirtió que la orden de la excavación venía de Madrid. “Un pedacito de pulpa
blanca de la pera se le había adherido al Papo en una mejilla, junto a la
comisura de la boca y, conforme hablaba, subía y bajaba sin llegar a
desprenderse.” Y mientras los ánimos se encendían cada vez más entre los
hombres que lo acompañaban, “el Papo se metió en la boca otro pedazo de pera”
antes de decir con chulería que Madrid no era nadie para dar órdenes en
Gamones. Un poco después “escupió el corazón de la pera y, al hacerlo, se le
desprendió de la mejilla el pedacito de pulpa. Parsimoniosamente extrajo otra
del morral y, con estudiada prosopopeya, repitió, como un rito, la operación
anterior; pero, como quiera que al hincar la uña del pulgar en el pezón de la
fruta, escurriese entre sus dedos amorcillados un reguerillo de zumo, se lamió
golosamente la mano” antes de hacer estallar la bomba de la pelea y la huida de
los arqueólogos con sus violentas palabras y azuzando al resto de sus secuaces.
Pero averiguar eso y el desenlace final de la novela, le corresponde al lector.
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