martes, 23 de octubre de 2018

ZAMORA de la Z a la A - El tío Tizas


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De entre las personas entrañables del barrio destaco hoy al vagabundo que los más pequeños del barrio llamábamos tío Tizas, sin saber muy bien el origen de tan curioso nombre. De cualquier modo, el tío Tizas era único, especial porque representaba para nosotros el anuncio del verano y de todas las aventuras que tenían lugar en esa deliciosa época del año. Contra él no podían nada las leyendas domésticas sobre los seres que daban miedo. Ni la del coco que solían cantarnos de pequeños nuestras madres:
“Duérmete, niño,
que viene el coco
a comerse los niños
que duermen poco”.
Ni aquel otro mito que nos contaban, ya más crecidos, sobre el tío Sacamantecas, que salía al encuentro de los niños traviesos que se alejaban de sus casas sin decir nada a sus padres, y los mataba en descampados y sitios escondidos para sacarles la manteca con la que fabricaban pócimas y ungüentos extraños.
Y mucho menos la leyenda del Hombre del saco, que atraía con golosinas a chicos malos para hacerles increíbles barbaridades antes de matarlos y meterlos en el saco que siempre llevaba a sus espaldas. Y nosotros, en pequeñas discusiones, decíamos medio en broma medio en serio sobre el particular:
--Alguna vez tiene el Hombre del Saco que vaciar su saco.
--Porque muy grande es el peso que lleva a sus espaldas.
--Además olerá a muerto.
Y cosas por el estilo.
 
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Otra cosa bien distinta nos inspiraba el tío Tizas. El tío Tizas era un vagabundo feliz y pacífico cuya procedencia nadie conocía, pero que indefectiblemente a principios de cada verano aparecía por la carretera de Pinilla con su manta al hombro y su saco (que no era ni mucho menos que el del Hombre del saco porque muchas veces habíamos visto de qué lo llenaba); aparecía, como iba diciendo, con su saco colgado de la espalda, encorvado y lento, con la mirada dividida entre el alquitrán de la carretera y los árboles de la orilla del Duero, donde los pájaros parecían darle también la bienvenida.
Su primera parada siempre era el Puentico del Carruco, por el que, a aquellas alturas del año, ya no fluían las aguas de las lluvias propias de abril. A su sombra el vagabundo se dedicaba a su primer despioje. Todo cuanto hacía formaba parte de un extenso ritual que nos fascinaba. Su recorrido y sus acciones eran de lo más pintoresco y aleccionador. Tras el despioje en el Puentico, seguía su marcha hacia nuestro barrio para instalar su vivienda de temporada en el portal del Comedor de Ancianos, que el Servicio Social había tenido abierto hasta hacía poco y que ahora no era más que un montón de ruinas.
En el portal, lugar que aún se mantenía en pie de verdadero milagro, el tío Tizas extendía su manta sobre uno de los bancos de piedra que flanqueaban la desportillada puerta, abría su saco y se preparaba el almuerzo con dos trozos de pan y achicoria, cuyo olor característico flotaba a cien metros a la redonda, en cuanto hervía el agua del bote que llevaba siempre consigo.
En el saco del tío Tizas había de todo y al final del día le servía de almohada en aquel lecho duro formado por el piso del portal del Comedor de Ancianos.
Tras el breve almuerzo, recogía todo, limpiaba el suelo, arrinconaba debajo de los bancos de piedra los ladrillos del fuego y, echándose a la espalda el saco y sobre el hombro la manta, salía del recinto y enfilaba la carretera de San Francisco.
 
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Antes de llegar a las ruinas del convento del mismo nombre, justo al final de la huerta del Serranillo, bajaba al río por la cuesta que empieza allí y acaba en la vereda del agua, para siguiendo la orilla recoger de los montones de basura cualquier cosa que pudiera servirle. Nosotros le espiábamos desde la carretera, asomados al pretil. No salíamos de nuestro asombro al ver con qué paciencia y conformidad se agachaba sobre la basura donde escarbaba con un palito en busca de cualquier cosa que pudiera serle útil.
 
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Siempre acabábamos cruzándonos con él en el soto, junto a los volcados tajamares del antiguo puente de San Atilano, nido de abejarucos y de sueños infantiles. Entonces nos deteníamos a mirarle a los ojos, unos ojos donde reinaba la paz y la comprensión. Sonreía mientras aguantaba nuestras miradas con una sonrisa beatífica. Jamás cambiamos palabra alguna con él, pero en aquella manera tan sincera que tenía de sonreírnos, mientras aguantaba nuestras miradas, leíamos con claridad meridiana las palabras verdaderas de la vida, las que hablan del bien y del mal, las que nunca se quejan de cómo aparecen las cosas en el camino diario y las que aceptan como nuevas oportunidades  que nos da la dura existencia para seguir vivos.

Espero que cuando lea todo esto el amigo de la infancia que me acaba de dar la noticia de que nuestro querido barrio, escenario de nuestras dichas y aventuras de antaño, va a ser partido por la mitad para construir una carretera, vea resucitar en su corazón la ternura hacia lo que vivimos allí cuando éramos niños, que eso siempre está bien, quiero decir la ternura hacia lo que fue parte de nuestra vida; pero que no se deje llevar por la nostalgia, que es la cosa más inútil que hay si se quiere seguir viviendo.

En Agua vivida, 1979, intenté retratarlo así:

“El viejo vagabundo aparecía
con la manta de siempre en la arboleda
como la antigua, inexorable rueda
del tiempo, cuando el verano volvía.

Yo quería al tío Tizas. Lo quería
lo mismo que al verano, la vereda
del río, las azudas, la arboleda,
las aceñas o el puente de la Vía.
 
Ya no puedo olvidar la alta verdad
que repartió en mi infancia su presencia
de pájaro de paso y sin destino.

Añoro su lección de libertad,
su estoico caminar, su limpia ciencia
aprendida en el libro del camino.
 
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