domingo, 23 de agosto de 2015

EL CRUCERO (IV)


 
 

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Capítulo IV
El hombre del autobús 35
                                                 Sábado, 16 de mayo

Menuda noche acabamos de pasar. Se ve que ha habido temporal y mala mar y el camarote no ha dejado de bailar ni el viento de aullar enloquecido en los respiraderos del lavabo. Como una cuna gigante mecida por olas descomunales, el Fantasía iba de lado a lado, y aún ahora, ya de día (son más de las ocho de la mañana), sigue el mismo baile. Todo se mueve a nuestro alrededor; sólo está quieto el horizonte. A través de los cristales del balcón vemos como las altas olas, coronadas de rabiosos espumarajos, llegan sin parar hasta el barco y estallan contra el casco, casi a la altura de los botes salvavidas. En el cielo hay nubes asustadas. Por fin, medio despierto y medio borracho, me meto en la ducha a ver si así me despejo algo. Se me ocurren unos versos que, luego escritos, me parecen que se acercan algo a la impresión que recibo:

“Ahí fuera estás solo, mar,
bajo el cielo también solo.
Aquí dentro estamos solos:
todo, una inmensa soledad.”

 

En el buffet L’Africana y Zanzibar, puente 14, desayunamos junto a un amplio ventanal, a través del cual contemplamos el solitario mar, todavía algo movido. La gente va de aquí para allá como borracha todavía de la pasada noche, cargada de platos con comida y recipientes para el café con leche y zumos; suenan conversaciones y risas por todas partes, pero también llantos de niños pequeños. El bullicio empieza de buena mañana. Acabamos de desayunar y decidimos bajar a la Recepción para hacernos con un plano del Fantasía, como si la fantasía se pudiera abarcar en un simple plano, y con las actividades del día distribuidas por puentes. Antes, veo en la última cubierta volar el pelo de mi mujer porque el viento sigue haciendo de las suyas, aunque en esta ocasión acentúa su belleza.

A todo esto Marsella está a la vista y desde el balcón de nuestra cabina vemos cómo el barco se acerca a la ciudad francesa y se divisan perfectamente los arcos de la costa sobre los que se asienta la estrada que llega a Marsella. Un velero cruza por delante de nuestros ojos sobre un mar más tranquilo. Pienso unos versos:

“Por fin la costa.
Me siento más seguro
si tengo a la vista tierra,
como cuando tengo en mi mano
la mano de quien más quiero
y no quiero que me deje.”

Y cuando el Fantasía ha atracado en el muelle de la Estazione Maritima y deja de temblar tras haber detenido los motores, bajamos a nuestra primera aventura en tierra. Ya he consultado mi información sobre Marsella y creo que lo mejor que tiene de ver es el barrio de la Joliette y el cercano Puerto Viejo, sin olvidar el Museo de Bellas Artes de Marsella, en el que se encuentra el bello lienzo de Caravaggio, La Magdalena, del que me había hablado mi hijo mayor antes de iniciar el crucero. Así que decidimos tomar el autobús 35 que nos llevará directamente a la zona. El camino hasta el bus está marcado con una línea verde y detrás de nosotros vienen más pasajeros. Pero como la línea de la esperanza es demasiado larga, sólo nos siguen hasta la parada del autobús dos o tres parejas y un hombre solo, de parecida edad a la mía, pero más alto y grueso que yo que va dando muestras de cansancio. Más tarde me enteraré de que es el hombre que me viene siguiendo desde el mismo momento del embarque en Barcelona.

El autobús 35, con el motor en marcha, espera a que toda la gente que va al barrio de la Joliette llegue a él, así que estamos más de un cuarto de hora esperando, sentados, eso sí, a diferencia de la gente que ha subido después de nosotros, incluido el hombre gordo y alto que suda como un endemoniado y que se queda cerca de la entrada agarrado a una barra de hierro del vehículo. De vez en cuando, durante el trayecto, nuestras miradas se cruzan, pero eso ocurre a menudo entre los pasajeros de un medio de transporte urbano y nada sospecho. Entramos en Marsella por la Rue des Docks, una avenida concurrida de coches y a los pocos minutos el 35 se detiene. Corre la voz entre los pasajeros de que es la parada. Efectivamente, todos debemos bajar aquí. Alguna  mujer se encara con el conductor, pero éste ni se inmuta; debe de estar acostumbrado a este tipo de recriminaciones. Una vez apeados, vemos por todas partes letreros alusivos al barrio de la Joliette, y, nada más cruzar una esquina, divisamos a la derecha la hermosa silueta de la catedral de Santa María la Mayor, con sus torres y sus cúpulas singulares de arte romano-bizantino, y hacia ella nos dirigimos sin pensarlo un segundo. En realidad, según la información que tengo, consta de dos iglesias, la más antigua de las cuales, de estilo románico, fue reconstruida entre los siglos XI y XII. La otra iglesia fue levantada en el siglo XIX en estilo bizantino con elegantes piedras y mármoles italianos, que le confieren ese aspecto de cebra religiosa.
Hace mucho calor y estamos deseando llegar a la explanada sobre que se asientan, y por una escalinata que se nos pone en medio, llegamos a ella. Desde la explanada, la vista de las dos iglesias unidas es espléndida. Nos hacemos fotos en los que salen como fondo el magnífico conjunto y nos colamos en su fresco interior. El suelo está cubierto de limpios mosaicos, la mayoría de ellos con formas geométricas o vegetales, y se abren a los lados de la nave principal curiosas capillas. Por una especie de girola damos la vuelta al altar mayor. Cuando, finalmente, salimos, llevamos en la mirada las dos Piedades que hemos visto en su interior. El sol cae a plomo a estas horas del mediodía y, mientras por otras escalinatas descendemos al Puerto Viejo, columbramos subida a la colina más alta, frente al mar, la basílica menor de Nuestra Señora de la Guardia. En el Puerto Viejo se avienen perfectamente los edificios modernísimos como el Mucem (Museo de las Civilizaciones), con los más antiguos, como los fuertes de San Juan y San Nicolás. Al lado hay una dársena de agua verde surcada por veleros y barcos turísticos, y junto al muro calado del Mucem, un pequeño muelle huérfanos de barcos donde varios chavales aprovechan la circunstancia para jugar a zambullirse en el agua. El calor aprieta y no llega a ser sofocante porque el viento sopla sin parar.

Tras el largo paseo, y hacer una visita bastante rápida al Museo de Bellas Arte, instalado en el ala izquierda del Palacio Longchamp, volvemos al autobús 35. Casualmente (luego supe que no era así), subió con nosotros el hombre alto y gordo que no había logrado deshacerse del sudor. Se sentó al fondo del bus y nosotros lo hicimos frente a la puerta de salida. El estómago me daba vueltas y, al llegar al gigantesco hotel flotante, lo primero que hicimos fue subir al buffet Zanzibar, piso 14, y meternos entre pecho y espalda unos cuantos platos de verdura, carne y fruta. Y como convenía ayudar a hacer la digestión, cogimos de nuevo el ascensor para bajar al Fantasía Bar, donde nos dimos el gusto de tomar café y yo de añadir al mío una Grappa affinatta que puso digno broche de oro al irrepetible momento.

Las cinco de la tarde. Hora de siesta y no de toros, como en el poema de Lorca. Me meto en la cama y no hago más que apoyar la cabeza en la cómoda almohada cuando (algo me olía yo) suena la megafonía del Fantasía (sin ninguna concesión a la ilusión o la quimera que el nombre significa y al relax mágico que la suele acompañar) convocando a los pasajeros que han embarcado hoy en Marsella y a los que embarcamos ayer en Barcelona, y que ayer no respondimos a la llamada por necesidades gastronómicas, para que acudamos tras tres pitidos cortos y uno largo a la planta 7, L’ Insolito Lounge, con nuestros chalecos salvavidas para escuchar las instrucciones sobre cómo usarlo en caso de emergencia. Con el gesto torcido me tiro de la cama sin haber saboreado el gusto de la siesta, y tras recoger del alto del armario los rojos chalecos salvavidas, salimos al pasillo. Allí nos espera una tripulante con el chaleco ya puesto que nos invita a seguirla hasta la cubierta. Nos ayuda a ponernos el nuestro y continuamos el camino por las escaleras de la cubierta exterior, mientras más pasajeros se nos van uniendo. En cuanto llegamos a la sala de encuentro, ya bastante concurrida de pasajeros y de miembros de la tripulación que de pie se repartían por la sala, nos sentamos en espera a que un oficial, con un micrófono en la mano, empezara  a darnos las pertinentes instrucciones.

Casi una hora… ¿perdida? Tal vez sí, tal vez no. Porque las reglas internacionales suelen ser muy severas y rigurosas y de estricto cumplimiento en este tipo de simulacros, y hay que transigir.

Y ahora, las seis y media de la tarde, rota ya la siesta e imposible de recuperar, me dedico a apuntar estas breves notas y a leer el Magazine Tour del MSC que recogí en la planta 7 tras echarme al coleto la digestiva Grappa. Y la primera en la frente: Pura y dura publicidad de la naviera italiana: “Haga de cada momento en tierra una experiencia inolvidable con las excursiones MSC. ¿Por qué escoger una excursión MSC?” Etcétera. Nosotros, por nuestra parte, con nuestra filosofía de patear las ciudades para conocerlas mejor, pocas pensamos hacer con MSC. Y no estoy criticando. Simplemente expongo otra manera de viajar, equivocada o no, la nuestra.

Justo a las 7 de la tarde, hora prevista, el Fantasía zarpa de Marsella rumbo a Génova, la segunda escala de nuestro crucero. Desde el balcón del camarote veo cómo el transatlántico deja poco a poco la dársena donde ha permanecido atracado desde las doce del mediodía, mientras una parca bandada de gaviotas vuelan un rato a su costado como despidiéndole. Dentro de un rato, en mar abierto, ya no habrá rastros de gaviotas por ninguna parte. Y la soledad de nuevo hará su aparición. Cada vez más pequeña en la lejanía, Marsella se va quedando al oeste, donde aún el sol sigue reinando. Ya sólo distingo desde el balcón, subida en su colina, la esbelta silueta de la iglesia de Nuestra Señora de la Guardia, verdadera guardiana de la costa marsellesa. Finalmente, el barco piloto que ha venido acompañando durante unos minutos al Fantasía, da la vuelta. Es hora de arreglarnos para bajar a alguna sala de la planta 7, sin duda nuestra favorita, a escuchar música de saxofón o piano y a tomar alguno de los exóticos cócteles que se toman ahí, en espera de la hora del espectáculo en el Teatro L’Avanguardia, antes de ir a cenar en Il Cerchio D’Oro, en la mesa que tenemos reservada y adjudicada para ocupar en el segundo turno, el de las 9, el más adecuado a nuestras costumbres gastronómicas. Vida de felices jubilados. ¡Bendita sea la vida vivida así!

En el Teatro vemos un espectáculo dedicado a recordar los temas más conocidos de Michel Jackson, ¡y de qué modo nos los ha recordado! Hasta el bailarín que imita al mágico hombre negro que eligió la apariencia de hombre blanco para cantar como los ángeles y bailar como el más endiablado de los demonios, nos ha dejado estupefactos; así que casi nos rompemos las manos de los aplausos que le dedicamos. Sus deslizamientos sobre el piso del escenario, giros increíbles de cabeza, tronco y extremidades, sus ricos y variados trajes, todo constituía una perfecta imitación del autor de Thriller. Además la coreografía perfectamente sincronizada con sus acompañantes, los efectos especiales de luz y sonido, proyecciones cinematográficas de momentos de la vida de Michel Jackson y la admirable caracterización de los personajes formaban la idónea sinfonía del resultado final, absolutamente magistral.

Y después la cena en Il Cerchio D’Oro. Todo un misterio. ¿Con quiénes compartiríamos la mesa reservada? Pensábamos que sería con españoles. Y así fue, pero no esperábamos que hiciéramos tan pronto buenas migas. Tres parejas más de comensales, una de Aragón, otra de Madrid y la tercera de Santa Cruz de Tenerife. Tras las presentaciones, las primeras afinidades y desde luego las primeras alegrías (de momento, nos resultó mucho más agradable que la cena de la noche anterior, en la que parecíamos dos caracoles pegados a un espejo en medio de aquellas charlas amigables de las tres parejas que hablaban francés y reían sin parar). Pero aún era precipitado empezar a compartir también el rato de baile en L’Insolito Lounge de la planta 7, adonde pensábamos acudir. Nos despedimos hasta la próxima y hacia la discoteca nos fuimos. La pista de baile estaba a rebosar y lo mismo los asientos circulares de la sala, pero aún así encontramos una mesa y dos asientos en un lateral. Bebimos alguna cosa (yo un whisky con hielo para empezar y mi mujer un Dirty Banana que le encantó) y bailamos unas cuantas piezas musicales tocadas por la orquesta de turno, hasta que, cansados de la jornada en tierra francesa y las emociones del día a bordo, subimos al camarote, a descansar.

Metidos en la cama, vimos por la cadena de Tve Internacional lo que quedaba de la película Tirant Lo Blanc. Y mientras Carmesina, tras la muerte de su amado, pasa también a ser ceniza y olvido, nuestros ojos se van cerrando de sueño y de cansancio. Apago la tele y las luces de la cabina. Y medio dormido ya, oigo a mi mujer preguntarme si me he fijado en el hombre gordo y alto que sudando se había ido con nosotros en el autobús 35 a Marsella y sudando había vuelto con nosotros en el mismo autobús a la Terminal donde estaba atracado el Fantasía. Le digo que sí, pero que eso no significa nada, que es pura casualidad. Con la voz casi desfallecida por el sueño, mi mujer me contesta que sí, que es casualidad, pero que durante la cena ocupaba una silla en la mesa de al lado y no dejaba de mirarme. Casualidad de casualidades. Y en un último aliento antes de dormirme definitivamente, le digo:

“A lo mejor quiere ligar conmigo.” No oí su leve risa, camuflada también en la nube del primer sueño.


 

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