lunes, 3 de agosto de 2015

EL CRUCERO (II)

Capítulo II
El propósito

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Y a partir de ese momento se refugió en una sola idea. No había otra conversación en casa con su mujer que no saliera a relucir la aventura de realizar un crucero por el Mediterráneo occidental. A su esposa la idea no le parecía descabellada; ni mucho menos, porque en más de una ocasión el tema de los cruceros había sido tratado en el círculo de amigas del Café Lisboa, y alguna de ellas conocía a gente que había viajado alguna vez en un barco italiano y decía maravillas de lo vivido a bordo; así que ella había empezado también a desear en lo más profundo de su corazón realizar algún día uno de esos viajes por mar. Pero no lograba entender por qué de la noche a la mañana a su marido le había entrado en la cabeza la idea de hacerlo. Por supuesto Bautista Santos ocultó a su mujer el verdadero motivo de su propósito y, en cambio, siempre acababa la conversación con las mismas frases:

“Mujer, tanto tú como yo nos merecemos un viaje de esa clase. Hemos trabajado sin descanso toda la vida y, gracias a Dios, nos hemos hecho con algunos ahorrillos. Y ahora que ambos estamos jubilados, es el momento de invertir parte de ellos en un crucero.”

Y así un día y otro día, especialmente a partir de la fecha en que asistió a la presentación del cuadro de Caravaggio en la Catedral, Bautista sacaba a colación el tema del viaje por el Mediterráneo occidental. Hasta que una tarde, su mujer, tras asistir al acostumbrado círculo de amigas del Café Lisboa, y completamente convencida de la posibilidad de embarcarse un día con su marido, le dijo:

“Pero Bautista, no sé si sabes que ese crucero tiene su salida del puerto de Barcelona. Y nosotros estamos a casi mil kilómetros de distancia. ¿Cómo lo hacemos?”

Y como era esa la pregunta que el profesor de arte jubilado esperaba con tanto afán que su mujer le hiciera finalmente, le contestó sin titubear:

“¿Que cómo lo hacemos? Nada más fácil, mujer. Yéndonos a vivir a Barcelona.”

“Pero Bautista…”

“Nada de peros. Tampoco digo que lo hagamos hoy mismo o mañana o la semana próxima. Pero si tú estás animada a hacer ese crucero, podemos empezar a consultar por Internet cómo están los precios del alquiler de los pisos en Barcelona.”

“Pues me imagino, querido, que por las nubes.”

“Habrá de todo, como en todas partes. Además podemos vender el nuestro. Sacaremos un buen pellizco por él. Está muy bien situado, se encuentra en muy buen estado y sus dimensiones son las más adecuadas para una familia de pocos miembros, dos, tres, como mucho, que es la media que existe hoy en día en toda España…”

“Bueno, ya hablaremos, Bautista. Pero con calma. Estas cosas hay que hacerlas con mucha calma. No quiero que te  tomes este asunto demasiado apasionadamente. No me gustaría que tu… que la enfermedad que tienes sufriera alguna crisis, que…”

“Me medico, me medico. No dejo de tomar un solo día la dosis que me prescribió el doctor. Y me encuentro bien. Alguna noche me despierto sobresaltado, pero pronto se me pasa. Por eso no te preocupes.”

Y así quedó la cosa. Pero al día siguiente, Bautista, más excitado que de costumbre, volvió de la biblioteca donde consultaba Internet con un listado de pisos de Barcelona cuyo alquiler estaba dentro de las posibilidades pecuniarias del matrimonio. Y al siguiente, con un folleto que había imprimido de Google con el itinerario del crucero del Mediterráneo occidental y las fechas de salida para el año siguiente.

“Pero, querido, si todavía falta un año. ¿Por qué no nos dedicamos antes a consultar el asunto del piso? Y luego, una vez en Barcelona, ya veremos qué hacemos.”

El profesor de arte jubilado pareció conformarse con las palabras de su mujer, y pasó el resto del año más o menos tranquilo, sin dejar, eso sí, de repasar las notas que tenía y de confeccionar otras nuevas sobre su pintor favorito, que no era otro que Caravaggio. Pero al empezar el año, cuando a su mujer le tranquilizaba cada vez más verle inmerso en su lectura y escritura habituales sin las inquietudes y sobresaltos de rigor, una tarde fea y fría de enero, salió de su cuarto descompuesto esgrimiendo en una mano una nota que acababa de actualizar sobre la obra de Caravaggio y exclamando:

“¡Hay que ir a ese crucero! ¡Lo sabía! ¡La obra corre peligro!”

La mujer intentó calmarle, pero fue inútil. Bautista seguía en lo suyo, y con los ojos abiertos desmesuradamente, señalaba con el índice de una mano la hoja que sostenía la otra.

“Aquí lo dice: Caravaggio, violento y pendenciero, vivió una vida casi insoportable por la crítica de su obra, rechazada a menudo por el clero, y murió, irónicamente, febril y obsesionado con un navío que creía que había partido con sus producciones, que guardaba en un almacén cercano. Tengo que ir, querida.”

“¿Pero adónde, Bautista?”, le preguntó su mujer, angustiada, temiendo que hubiera dejado de tomar la medicación y de nuevo tuviera aquellos ataques alucinatorios en los que le parecía oír voces de gente de pintura que llevaba muerta siglos. “¿Dónde quieres que vayamos?”

“¡A Barcelona, a coger ese crucero que hace escala en La Valeta!”

La mujer, que no quería llevarle la contraria para no provocarle otra crisis, asintió en silencio y luego añadió resignada:

“Pero antes, querido, tenemos que buscar un piso en Barcelona.”

Eso ocurría en enero. Y a mediados de febrero, ya la pareja vivía en un piso alquilado de la calle del Olmo de la ciudad condal, muy cerca del puerto. Al poco tiempo hicieron algo de amistad con otra pareja que conocieron en el barrio, durante uno de los frecuentes paseos que Bautista y su mujer realizaban por los muelles vecinos hasta la Barceloneta. Enseguida tomaron la costumbre de tomar el vermut los cuatro en una terraza de cara al mar. Las dos mujeres se llevaban muy bien y hablaban de todo, mientras que los dos hombres apenas cambiaban dos palabras para hablar del tiempo.

“¿Por qué no habláis más?” le preguntaba al principio su mujer.

Y él le contestaba:

“No tiene conversación. Si al menos leyera más, pero es que no sabe nada de arte ni de museos ni de nada.”

Y ella insistía:

“Háblale tú.”

“No sé de qué hablar con él. Sólo me habla de las partidas de petanca que jugaba con otro jubilado del barrio. Pero al morirse, ya no tiene con quien jugar.”

“¿Por qué no te compras un juego de bolas y juegas con él?”

“¡Sí, sólo me faltaba eso! ¡Jugar a la petanca!”

“Pues te entretendrías un poco más y descansarías de tanta lectura y escritura…”

“No insistas más, por favor.”

Y ella no volvió a sacar el tema. Siguieron tomando juntos los cuatro el vermut algunos sábados en la terraza del bar de la Barceloneta, mientras que las mujeres se veían a menudo para ir de compras por los alrededores de la Plaza de Cataluña. Y así siguieron hasta que el día de Sant Jordi, mientras paseaban las dos mujeres entre los puestos de libros de la Rambla, a la amiga se le ocurrió hablarle de un crucero que pensaban realizar su marido y ella por el Mediterráneo occidental. La esposa del profesor se echó a temblar, mientras un sudor frío cubría su frente.

“¿Qué te pasa?”, le preguntó su amiga al verla en ese estado.

“Nada. Ya te lo contaré en un sitio más tranquilo.”

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