viernes, 12 de septiembre de 2008

Antonio Matea, el poeta del barro

4.

“Porque nunca coinciden los proyectos
con la suma total del resultado.”


Esta noche pasada he dormido mal pensando en todo lo que está ocurriendo. Y hoy, jueves 15, he dado las clases en el Instituto como sin ganas, deseando que llegara la hora de salir para acudir a tu entierro.
En la plaza de la iglesia hay gente reunida esperando a que aparezca el féretro con tus restos. Miquel aparece enseguida y se reúne con nosotros. Suenan lentas y graves las campanas de la torre. Después llega Isidro, el escritor de Cerdañola y compañero tuyo en Aiscondel durante algunos años. Le volvemos a explicar a éste lo ocurrido en la última noche de tu vida, pero no acabamos porque el coche fúnebre aparece por la calle San Ramón y aparca junto a las gradas de la entrada del templo. Vienen contigo Celestina y tus hijos. Nerviosismo. Llantos semiocultos. Ojos enrojecidos por las lágrimas. La gente se arremolina alrededor del féretro, justo en el umbral de la iglesia esperando a que el cura venga a rezarte las primeras oraciones antes de que los empleados de la funeraria te conduzcan al pie del altar. Otras veces estabas tú entre nosotros, de espectador entristecido. Como cuando enterramos a Carreta, tu mejor amigo, ya hace unos cuantos años en esta misma iglesia. Ahora eres tú el protagonista, el centro de todas nuestras tristezas. Y tras tu ataúd caminamos por el pasillo central, entre los bancos, para ocupar un sitio lo más cerca posible del altar, de la fría madera de la caja que contiene tus restos.
Mientras esperamos a que el cura continúe con los oficios, dos empleados reparten el recordatorio. Una paloma vuela en la portada (como tu alma, Antonio, aunque tú dijeras una y mil veces que no crees en nada de eso) y dentro unas referencias bíblicas hablan de la vida, de la muerte y de lo que a los católicos espera al otro lado del gran misterio.
Y todo en castellano. Otro triunfo tuyo. Aquí es difícil que nuestra lengua materna se deje oír en actos tan importantes como éste.
El oficio religioso transcurre con una seriedad total mientras tu nombre brota de vez en cuando de labios del sacerdote alabando tu sencillez y otras cualidades humanas que quizás ha recabado de tus familiares más cercanos.
A la salida, veo que los políticos del pueblo han acudido a tus exequias para decirte adiós. ¿No te lo crees? Pues sí, aquí han estado el alcalde antiguo y el alcalde nuevo y algunos miembros de la oposición. Aquí se dan la mano todos ante ti. Eres una persona importante. Puedes estar orgulloso.
Después la despedida. El coche te lleva a donde tú querías, al cementerio de San Martín, donde está enterrada tu madre.
Mientras te alejas para siempre metido en tu ataúd en el coche fúnebre, pienso en que ahora podrás alguna noche insospechada de luna de poetas reunirte con tu amigo Carreta, también enterrado en San Martín, y hablar con él de endecasílabos o de sonetos sobre don Quijote, la libertad o el silencio.
Silencio.











5.

“¿Qué hemos de perder con ello cuando sabemos
que ya desde el principio los poetas, desde que
advertimos serlo, lo tenemos todo perdido?”


Luego llego a casa e, instintivamente, miro en el buzón. ¿A que no sabes que encuentro en su interior? Ni te lo imaginas, Antonio. Nada más ni nada menos que el número del ISBN del poemario que tengo preparado desde hace tiempo para que vea la luz este año. El ISBN que llevo esperando desde hace casi tres meses. ¿Recuerdas que el lunes, en la conversación que mantuvimos de pie, junto a la verja de hierro de tu casa, sacamos a relucir lo del ISBN? A ti te acababa de llegar el tuyo (y ahora, yo me pregunto: ¿qué pasa con el libro, Antonio? Ahora se quedará mudo y paralítico para siempre, con el puente tendido delante de él y sin poder usarlo). Subo al altillo y me pongo al portátil para escribir estas emociones y no sé cómo me martillean en la memoria las palabras medio en coña que te dije, ¿te acuerdas? “Al menos no me jodas muriéndote antes de haberme guillotinado mis libros”. Porque, hay que joderse, Antonio, con esta puta vida. Hace días tú te habías ofrecido, con esa generosidad tan poco habitual entre la gente de hoy en día, a guillotinarme los libros. Y ahora… Aunque eso no importa, es la broma de la vida sobre la muerte que hacemos inconscientemente lo que más me jode en estos momentos. Porque lo de guillotinar los cuadernos, en cualquier casa de encuadernación me lo pueden hacer por poco dinero.
Mis ojos vuelan de la pantalla a la estantería que tengo delante de mí y descubro tus libros, Antonio, los libros que uno por uno has ido dedicándome tan generosa y modestamente desde hace más de treinta años.
Y de pronto me vienen a la memoria tantos recuerdos que no sé por dónde empezar a dar cuenta de ellos.
Te conocí, Antonio, hace treinta años de una manera fortuita. Yo acababa de publicar mi primer libro y había visto en un medio de comunicación escrita que existía en Barcelona una tertulia que, entre sus actividades, comentaba libros de poetas noveles; así que se me ocurrió mandar el mío a la sede de esa tertulia. Al cabo de unas semanas recibí una carta firmada por uno de sus miembros en representación de los demás. Se me decía que les había gustado el libro y que tendrían mucho gusto en conocerme personalmente para hablar largo y tendido de mi libro. Me sentí cohibido ante tanta amabilidad y, armado de valor, un sábado (la tertulia tenía lugar los sábados por la tarde) cogí el metro en la Plaza Ibiza camino de la tertulia. Durante el trayecto del metro iba pensando en qué diría ante los poetas de la tertulia cuando me preguntaran cosas sobre el libro. Cangilones de vida era un conjunto de escritos en prosa y en verso. Los escritos en prosa eran pequeños artículos y cuentos sobre asuntos ocurridos en mi ciudad natal, ya sabes, Zamora, y en mi ciudad de adopción, Barcelona, y en los alrededores de Montserrat, donde tuve durante un tiempo una casita. También había una narración, cuyo título, Cangilones, daba en parte el título total del libro y que trataba de magia y unas piedras que había que devolver para conjurar ciertos peligros que acosaban a los protagonistas. Nada de importancia. En cuanto a los escritos en verso tampoco eran gran cosa; eran simplemente una pequeña muestra de poemas escritos en Zamora y durante los años que llevaba viviendo en la ciudad condal, unos veintitantos, en los cuales figuraban los más diversos temas, desde la nostalgia por la ciudad perdida hasta las ilusiones vividas a la llegada a Barcelona, los años universitarios, el amor o la muerte de mis padres. En todo eso iba pensando en el viaje en metro. Y cuando enfilé la calle de la tertulia todo se me vino abajo por los nervios que me entraron. Busqué el número y llamé al timbre. Una voz me contestó arriba y cuando dije quién era la puerta de la calle se me abrió. En el ascensor empecé a sudar y el corazón amenazaba salírseme por la boca. Había una persona en la puerta. Un hombre canoso y de rostro curtido me sonreía mientras me invitaba a pasar. Eras tú, Antonio. Me presenté y tú dijiste tu nombre que enseguida olvidé. Después echaste a andar delante de mí y me condujiste al fondo de un pasillo donde estaba la habitación de la tertulia. Lo primero que me permitieron ver mis nervios fue una mesa de cristal alrededor de la cual se sentaban unas ocho o diez personas. En las paredes había estanterías atestadas de libros y sobre una de ellas dominaba serio el busto de don Benito Pérez Galdós. Fue apenas un relámpago de respiro, porque enseguida empezaron las presentaciones mientras tú ocupabas la silla que te esperaba vacía en un rincón.








6.

“¿Acaso alguien merece
el mínimo detalle de ser nombre,
signos en las chimeneas de la memoria?”


Continúo escribiendo esta carta en Tossa de Mar, adonde no pudiste subir nunca, lo mismo que yo bajar a tu natal Albacete para ver el piso que te habías comprado allí cercano a las explanadas del Ferrocarril (y es que si no se hacen las cosas cuando salen a colación, luego quedan colgadas en el tiempo y se llenan de polvo y olvido hasta que la muerte las volatiliza del todo). Sí lo hiciste a Mas d’en Gall y allí, junto a los aires de Montserrat, pasamos un día inolvidable hablando con mi suegro (también hoy desaparecido) de obras de albañilería y versos, de vida y trabajo, de emigración y política, de hijos y familia… Como te decía, escribo en Tossa y en nuestro paseo hacia la Mar Menuda, a la vista del mar Nasi y yo hablamos de ti, de lo rápido que se ha resuelto todo para ti, cuando no hace una semana hablábamos con Celestina y contigo a la puerta de vuestra casa y nos decías que el médico que te llevaba te había asegurado que no ibas a morir de tu enfermedad y que ibas a dar todavía mucha guerra. En otro momento he entrado en Internet y he leído cosas sobre ti y tu obra y algunas palabras de Bonal, ese amigo del que tanto me hablabas últimamente, que había sabido entenderte. Ahora que no ya no estás, me pregunto con la mano puesta en el corazón si yo llegué a entenderte totalmente y a apreciarte como te merecías. ¿Es remordimiento? Quizás. Pero la verdad es que te echaré de menos más tarde o más temprano, en algún acto cultural de nuestro pueblo o al leer algún artículo en la revista municipal y, sobre todo, cuando planeemos las lecturas poéticas del Grupo Cultural que ambos fundamos hace ya casi tres décadas en compañía de tu inseparable amigo y poeta José Carreta.
Y vuelvo a aquel sábado en que te conocí en la tertulia de Jurado Morales. Cuando éste me presentó a los allí reunidos, me quedé por fin con tu nombre, Matea, y con el de otras personas como la del propio Carreta, Ester, la mujer que había escrito la carta en nombre de todos los asistentes a la tertulia, o Vicente Rincón. Todos alabasteis mi libro y Jurado Morales me pidió que leyera algo de él. Escogí un poema sobre la muerte de mi madre y lo leí muy nervioso, tanto que lo estropeé. Aquella primera impresión debió de ser muy mala porque nunca más volví a recordarlo hasta ahora. Cuando acabó cogimos el metro dirección Fabra y Puig Carreta, tú y yo. Durante el trayecto, hasta Sagrera, que era la estación en que yo me bajaba, me enteré de muchas cosas, entre ellas, de vuestra amistad, de que tú solías escribir en el reverso de recibos y de cualquier papel impreso que cayera en tus manos, que eras de Albacete y que llevabas muchos años viviendo en Cerdañola del Vallés, muy cerca del Colegio donde yo trabajaba entonces. Carreta callaba todo el rato mientras tú contabas cosas sin parar, como si no dispusieras de tiempo para explicar lo que querías. Al final, antes de que yo me bajara para hacer trasbordo en Sagrera, me entregaste un libro tuyo que dedicaste allí mismo. Era, lo recuerdo muy bien, Sonetos en gris mayor, con el que habías conseguido el premio de poesía de la Diputación de Albacete y que había visto la luz en Rondas, editorial de la que era director literario el propio Jurado Morales.
De Sagrera a Plaza Ibiza fui leyendo tu libro mientras en mi oído seguía sonando tu voz, una voz nueva llena de ánimo para el camino siempre solitario y difícil de la poesía. Allí estaba la dedicatoria que no dejaba lugar a dudas: “Para el nuevo poeta amigo Esteban Conde con el deseo de un largo viaje. Con un abrazo A. Matea” Y a continuación, una ciudad y una fecha para nuestra cotidiana y común historia: “Barcelona, 17 -6 – 78” Ya te dije, treinta años. Treinta años de luchas y pequeños triunfos y grandes derrotas, que en la vida son más abundantes éstas que aquéllos. El libro, aunque editado en 1977, se había gestado veinte años antes por lo menos porque el premio te lo dieron en 1957. En la nota de la solapa Jurado Morales aclaraba que al mazo de sonetos que habían merecido el galardón mencionado habías añadido alrededor de una veintena, de entre los cuales siento una admiración enorme por la última composición del libro, que titulas modestamente “Excusando un soneto” y dedicas a uno de los grandes vates de la posguerra, José García Nieto, hoy también contigo en el cielo (aunque tú no creas) de los poetas (añades que se lo diste en mano la noche de Reyes de 1959). Es un soneto que me parece muy correcto e ingenioso y ajustado a las leyes más estrictas de la preceptiva al uso. Lo siento, amigo, pero no tengo más remedio que ponerlo aquí:
“En un tiempo mejor y en son de reto,
Un soneto medí, cual tú ya hicieras;
Pero eran tan escasas mis fronteras,
Que al llegar a rimar no era soneto.
Te nombraba mi abuelo y luego Nieto,
Por desbancar del orden las esferas,
Y con el loco ardor de mis quimeras,
Mancillaba tu ausencia y tu respeto.
Hoy me llego de nuevo a la palestra
Para hablarte de nuestras aficiones
Con un tono de amigos, tal vez vano,
Y te brindo mi musa, ya más diestra,
Con el solo interés de que perdones
La insultante ignorancia de mi mano.”
Me reafirmo en lo que he dicho. Y para apoyarme, el libro trae otras voces más importantes y entendidas que la mía, como la del propio Jurado Morales, que dice que tu poesía “es un espejo en el cual podemos ver su imagen, tal como es él mismo, un poeta que sabe expresarse con la difícil sencillez, un logro que no está al alcance de todos”. O la de Pemán: “Me dicen que Antonio Matea es autodidacto. Pero ¿y Albacete? ¿Es poco Bachillerato La Mancha? ¿Es poco doctorado el trabajo diario de un pueblo sólido y sencillo? ¿Es poca incitación el dolor de haber nacido poeta?” O la de Don Tono, que dice de tu condición de poeta que es “una tremenda prueba de vocación, de férrea voluntad, que no parece acorde con el abandono y el olvido de algo que no produce dinero.”
Hasta llegar a mi barrio me metí en tus sonetos y vi una cosa que no había mencionado nadie y es que tras tus versos hay un hombre bueno que lee en silencio a los clásicos y extrae sus mejores lecciones de humanidad, contención y sorpresa, como la abeja que libando de flor en flor fabrica una miel que sabe a vida, a sudor y a trabajo, a familia y a ternura. Sonetos en gris mayor tiene ecos de muchos poetas, como digo, en especial los clásicos del Siglo de Oro y otros más modernos, como Espronceda, Rubén Darío, Miguel Hernández o Juan Ramón Jiménez, entre otros. Recuerdo vagamente (cuando vuelva el domingo a Cerdañola, revisaré detenidamente el poemario) que el libro contenía sonetos de tono amable que hablaban de felicidad, del mar o de la muerte, sonetos pesimistas con quejas a Dios o confesiones desesperadas (“Tengo tanto veneno en la garganta / que evito el escupir y hasta el aliento / retengo por temor a que el momento / se llene del rencor que mi ira canta.”) y hasta místicos y, en el polo opuesto, rabiosamente eróticos. Perdona que te diga, amigo mío, que lo de que no creías en la trascendencia conviene que lo repasemos. Estoy convencido de que eras profundamente religioso y pasabas por la vida siguiendo los dictados de Manrique, es decir, considerando y viviendo conforme a ello que esta vida es el camino para el otro sin pesar, que conviene tener buen tino para andar esta jornada sin errar. Sí, Antonio. Tú eras a tu manera muy religioso. Y en eso te parecías a Unamuno.

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