miércoles, 10 de septiembre de 2008

Antonio Matea, el poeta del barro

1.


“Para vivir no se precisa mucho:
únicamente que te dejen vivir.”


Hoy, miércoles 14 de mayo de 2008, me encuentro de golpe con la noticia de que te has ido para siempre, y sólo hace dos días en la puerta de tu casa hablábamos de vida, de esperanzas e ilusiones, del número del ISBN que acababan de mandarte de Madrid para tu próximo libro (a mí no me habían mandado todavía el mío y ya hacía unos meses que lo había solicitado), de los libros que preparas con el cariño con el que has preparado tus más de cuarenta títulos, artesanalmente, como a veces deben prepararse los hijos de la mente y la literatura. No he comido pensando en que tú, frío ya y ausente de todo signo de vida, esperas sobre una cama a que los empleados del Ayuntamiento vengan a recoger tus restos para llevarlos al tanatorio. Y a primeras horas de la tarde me he pasado por tu casa para consolar a Celestina, tu mujer, y a tus tres hijos. Antonio, no he querido pasar por el cuarto para verte. Prefiero recordarte vivo, sonriendo y hablando, como cuando el lunes pasado me decías que estabas bien, esperando a comenzar las sesiones de radioterapia para combatir el cáncer de próstata que desde un tiempo viene jodiéndote la paciencia y la serenidad. Prefiero recordarte de pie, junto a la verja de hierro de tu casa, hablándome del nuevo libro que pensabas dar a conocer muy pronto, de otros enfermos y otras enfermedades. Hasta te permitías bromear sobre la muerte, de la que decías que podía esperar todavía un tiempo. Me repetías que estabas bien, salvo lo de tu pierna izquierda, que se dormía. Y ahora veo por la ventana del comedor de tu casa que un coche de transporte oficial aparca junto a la puerta. Tus hijos, que esperaban desde hacía horas a que vinieran los del tanatorio municipal a recoger tu cuerpo, comentan que son ellos. Se me escapan las lágrimas. Entran en casa con una camilla de acero inoxidable y, tras saludar solemnes y con cara de circunstancias (digo yo que deben de estar acostumbrados) se dirigen al cuarto donde tú les aguardas. Nos miramos Celestina y yo y no puedo contener nuevas lágrimas al verla tan cansada y desvalida. Al cabo de unos minutos te sacan atado a ella cubierto con una sábana blanca. Tus hijos sollozan y tu mujer se deshace en lágrimas mientras retuerce sus manos. Se ha puesto en una de ellas el anillo que tú llevabas. El vecino, que ha acompañado en todo momento a tu familia desde que anoche, a la una de la madrugada, tu cuerpo dijera basta de repente y se desplomara sobre las baldosas del lavabo, comenta que los empleados acaban de desinfectar el cuarto y hasta mañana nadie puede entrar en él. Veo cómo arranca el vehículo camino del tanatorio. Tengo muy presentes aún tus palabras junto a la verja de la casa. Son del lunes, de hace dos días. Comentabas entre bromas que las inyecciones que te estaban poniendo (con hormonas femeninas) te iban a convertir a ese paso en una mujer, que acabarían saliéndote tetas y que ya el de abajo ni funcionaba. Que el doctor, ante tus quejas, te había dicho unos días atrás que no te preocuparas, que si querías darte una satisfacción, te lo arreglaría (quizás con alguna sustancia parecida al viagra). Nos reíamos de buena gana, Antonio. Hace sólo dos días. Y ahora te llevan al tanatorio para prepararte de cara a los quieran verte antes de que desaparezcas para siempre. Y como ya no hacemos nada aquí en la que fue tu casa, nos despedimos de Celestina y de tus hijos hasta dentro de un rato, cuando pasemos por el tanatorio.










2.


“Todo en vano; me llevas boca abajo
en este decrecer de vida, al grito
de morirme muriendo, mientras muero.”


Aún no puedo creerme que hayas desaparecido así, sin más, como quien se volatiliza en el aire. Llegamos al tanatorio y lo primero que llama mi atención es el libro de las condolencias con tu nombre. Escojo un cuadro y escribo unas líneas, las primeras que se me ocurren. Algo así como: “Antonio, un verso de eternidad y un abrazo de tiempo.” No sabía muy bien que quería decirte. Sólo que nunca te olvidaré, que es lo que puso, sin tanto barroquismo, Nasi, mi mujer. Había pensado no verte de muerto, pero cuando hemos llegado al tanatorio, tras saludar de nuevo a tus familiares, una fuerza extraña me ha empujado al habitáculo contiguo a la sala de vela donde estaba la urna con tu cadáver. No te he reconocido en el envoltorio mineral que te mantuvo vivo hasta hace un par de días. Tu cara, seria, cerúlea, casi transparente, rígida, ya no es la tuya. Ni las dos manos amarillentas que te han cruzado los empleados de la muerte sobre el pecho. Lo que quiero decir es que tú ya no eres ese cuerpo rígido y frío que viste uno de tus mejores trajes, aquel gris con corbata que llevabas durante uno de nuestros actos poéticos en la Sala Enrique Granados de nuestro pueblo.
Luego ha llegado Miquel, otro miembro del grupo, otro amigo en cuya cara se pinta el mismo asombro que experimenté yo cuando supe lo de tu muerte. Volvimos a repetirle lo que sabíamos acerca de tu repentina muerte porque nos lo había explicado uno de tus hijos. Que la noche anterior habías cenado como siempre y que luego os habíais sentado Celestina y tú en el sofá para ver la tele un rato. Y que de pronto te levantaste para ir a lavabo. A los pocos segundos tu mujer oyó un golpe procedente de allí y te llamó varias veces, sin que le respondieras. Acudió al lavabo y entonces te descubrió tendido en el suelo. Te llamó unas cuantas veces más mientras intentaba reanimarte. Al comprobar que no lo conseguía, llamó a los vecinos para que vinieran a ayudarla. Luego los nervios, la llamada a la policía, a la ambulancia. Pero de nada sirvieron las prisas y las angustias. Ya habías fallecido. Un fallo respiratorio fulminante te había arrancado de la vida.
Enseguida hablamos Miquel y yo de prepararte los de Viernes Culturales alguna cosa para después del verano, un modesto homenaje poético o algo parecido. Y enseguida nos metemos en una conversación sobre la vida y la muerte, sobre lo que hoy somos y lo que tal vez mañana no seamos, sobre el trabajo, la jubilación, las personas del Ayuntamiento y otras entidades municipales a quienes Miquel ha puesto un correo electrónico notificándoles tu defunción y la hora en que mañana tendrá lugar el oficio para tu sepelio en la iglesia de San Martín del pueblo. Yo le digo que en cuanto llegue a casa también llamaré a alguien de Barcelona, de la tertulia de Jurado a la que tú y yo pertenecimos durante mucho tiempo, para que lo sepa y pueda venir mañana a tu funeral.
Al llegar a casa cumplo lo prometido y llamo a Milagros, ya sabes, nuestra compañera de tertulia durante tantos años en Barcelona, en aquel piso del Conde Borrell donde tenía sentados sus reales José Jurado Morales, el poeta de Linares, que tanto nos ayudó en nuestros particulares caminos por la poesía y que, a su muerte, ¿te acuerdas?, también nosotros le montamos un pequeño homenaje en el Círculo Artístico de Barcelona. Y no sabes cómo ha reaccionado Milagros al saber que te habías muerto. También ella anda pachucha y su marido José Ramón acaba de librarse de la muerte. Y es que a cierta edad, como yo les he dicho a una y a otro por teléfono, somos como viejos coches a los que todo son averías. Milagros ha quedado en llamar a otras personas que te conocen y te quieren, como Amparo, para decírselo y para ver si puede alguien venir mañana a tus exequias.











3.


“Porque nunca coinciden los proyectos
con la suma total del resultado.”


Esta noche pasada he dormido mal pensando en todo lo que está ocurriendo. Y hoy, jueves 15, he dado las clases en el Instituto como sin ganas, deseando que llegara la hora de salir para acudir a tu entierro.
En la plaza de la iglesia hay gente reunida esperando a que aparezca el féretro con tus restos. Miquel aparece enseguida y se reúne con nosotros. Suenan lentas y graves las campanas de la torre. Después llega Isidro, el escritor de Cerdañola y compañero tuyo en Aiscondel durante algunos años. Le volvemos a explicar a éste lo ocurrido en la última noche de tu vida, pero no acabamos porque el coche fúnebre aparece por la calle San Ramón y aparca junto a las gradas de la entrada del templo. Vienen contigo Celestina y tus hijos. Nerviosismo. Llantos semiocultos. Ojos enrojecidos por las lágrimas. La gente se arremolina alrededor del féretro, justo en el umbral de la iglesia esperando a que el cura venga a rezarte las primeras oraciones antes de que los empleados de la funeraria te conduzcan al pie del altar. Otras veces estabas tú entre nosotros, de espectador entristecido. Como cuando enterramos a Carreta, tu mejor amigo, ya hace unos cuantos años en esta misma iglesia. Ahora eres tú el protagonista, el centro de todas nuestras tristezas. Y tras tu ataúd caminamos por el pasillo central, entre los bancos, para ocupar un sitio lo más cerca posible del altar, de la fría madera de la caja que contiene tus restos.
Mientras esperamos a que el cura continúe con los oficios, dos empleados reparten el recordatorio. Una paloma vuela en la portada (como tu alma, Antonio, aunque tú dijeras una y mil veces que no crees en nada de eso) y dentro unas referencias bíblicas hablan de la vida, de la muerte y de lo que a los católicos espera al otro lado del gran misterio.
Y todo en castellano. Otro triunfo tuyo. Aquí es difícil que nuestra lengua materna se deje oír en actos tan importantes como éste.
El oficio religioso transcurre con una seriedad total mientras tu nombre brota de vez en cuando de labios del sacerdote alabando tu sencillez y otras cualidades humanas que quizás ha recabado de tus familiares más cercanos.
A la salida, veo que los políticos del pueblo han acudido a tus exequias para decirte adiós. ¿No te lo crees? Pues sí, aquí han estado el alcalde antiguo y el alcalde nuevo y algunos miembros de la oposición. Aquí se dan la mano todos ante ti. Eres una persona importante. Puedes estar orgulloso.
Después la despedida. El coche te lleva a donde tú querías, al cementerio de San Martín, donde está enterrada tu madre.
Mientras te alejas para siempre metido en tu ataúd en el coche fúnebre, pienso en que ahora podrás alguna noche insospechada de luna de poetas reunirte con tu amigo Carreta, también enterrado en San Martín, y hablar con él de endecasílabos o de sonetos sobre don Quijote, la libertad o el silencio.
Silencio.

No hay comentarios:

Publicar un comentario