QUEVEDO, EL PRESO PERENNE
Yo soy Francisco de Quevedo y Villegas, aunque debían llamarme el preso perenne, como ya lo dije una vez: La vida es mi prisión y yo padezco en mí la culpa mía, y esto lo digo porque siempre me he sentido prisionero, primero moralmente debido a mi aprensión y ansia incansables de ser perfecto en mis pensamientos, creencias y palabras, y segundo físicamente porque tanto la justicia como su hermanastra la injusticia siempre se han puesto de acuerdo para encerrarme en calabozos oscuros e insalubres, cuando no para desterrarme una y otra vez a mi querida Torre de Juan Abad, de la que un día fui su señor y en donde me está esperando inexorablemente la Parca, pues ya la siento subir dentro de mí, con paso lento pero seguro hacia mi corazón, mientras no deja de repetirme: “Vive para ti solo, si pudieres, pues sólo para ti, si mueres, mueres”. Lo de sentirme preso y solo, bien lo aprendí en la gran prisión de mi vida, la de San Marcos de León (no en vano del vientre a la prisión vine en naciendo), sin que jamás se me hiciera cargo ni tomara confesión ni, después de mi salida, se hallara alguna cosa escrita jurídicamente. Y es que detenciones como la mía se pueden hacer siguiendo lo que se llama orden reservada. El caso es que enfermo de los huesos como estaba, el día 7 de diciembre, víspera de la Concepción de nuestra Señora, a las diez y media de la noche fui llevado, en medio del más frígido rigor invernal, sin capa y sin camisa, con sesenta y un años de edad, al convento Real de San Marcos, donde estuve encerrado enfermo con tres heridas, que con los fríos y la proximidad del río Bernesga, se me canceraron, y por falta de cirujano me las tuve que cauterizar yo con mis propias manos.
Allí pasé mi infierno en la tierra, intentando aliviarlo con la oración y la lectura: de diez a once, rezando, y desde las once a la doce leyendo en buenos y malos autores; y digo buenos y malos porque no hay ningún libro, por despreciable que sea, que no tenga alguna cosa buena. Mientras Catulo comete sus errores, Quintiliano peca de arrogancia, Cicerón de algún absurdo, Séneca de alguna confusión y el satírico Juvenal de sus disparates; sin que por ello le falten a Egecias algunos conceptos, a Sidonio medianas sutilezas, a Enodio acierto en algunas comparaciones y a Aristarco, con ser tan soso, demuestra propiedad en bastantes ejemplos, como dos pensamientos suyos que llevo siempre en la cabeza: el primero, “La contemplación del cielo estrellado invita a reflexionar sobre la fugacidad de la vida”, y el segundo, “No temas cuestionar lo establecido pues en la duda reside la búsqueda de la verdad.” De unos y de otros autores intento aprovecharme de los malos para no seguirlos, y de los buenos para imitarlos.
Salí de aquel infierno terrenal en junio de 1643 tan achacoso y tan cerca de la muerte que mi sobrino Pedro Alderete creyó al verme que me iba a morir en sus brazos y las primeras horas que me acompañó no dejó de llorar. Sé que cuando yo me muera de verdad cuidará de mis escritos y no permitirá que el zote de Salas toque una sola de mis comas. Pero muerto el burro la cebada al rabo, dice un refrán catellano. Y entonces ya veremos qué pasa, habida cuenta de que mi pobre sobrino tiene más corazón y voluntad que cerebro.
Con todo, y mientras tarde en llegar la guadaña a proyectar su sombra sobre mí, seguiré escribiendo la vida de Marco Bruto. Nadie puede hacerse la idea del placer que sentí cuando escribí: “No le faltó estatua a Marco Bruto, que en Milán se la erigieron de bronce; y pasando César Octaviano por aquella ciudad, y viéndola, dijo a los magistrados: --Vosotros no me sois leales, pues honráis a mi enemigo en mi presencia. Ellos, turbados por no entenderle, dijeron que dijese quién era su enemigo. Señaló César la estatua de Marco Bruto. Afligiéronse todos, y César, riendo, alabó a los ciudadadanos de la Lombardía, porque aun después de la adversidad honraban a los amigos; y mandó no quitasen la estatua de su lugar, dando a entender generosamente que vivía de manera que tampoco le aborreció vivo.” Y ahora que hablo de estatuas y de honras, ¿de qué les sirven éstas a los hombres si nacen para morir y sólo son pañales y mortajas, presentes sucesiones de difuntos? Por eso, tras renunciar a la Corte, le pedí a mi sobrino que me trajera a la Torre, donde quiero entregar mi alma a Dios. Y antes de que llegue ese momento le pediré también a mi sobrino que ponga a buen recaudo las espuelas de oro que yo encargué en Italia para celebrar mi nombramiento como Caballero de la Orden de Santiago y que sólo usé esa vez con el único objetivo de disimular mi cojera; y, finalmente, rogué a mi sobrino Pedro que las guardara bien en casa y no permitiera que me enterrasen con ellas puestas, para evitar que algún descarado de tantos como hay en el mundo se le ocurra profanar mi tumba.
Bromas aparte, aquí estoy retirado en la Torre desde que publiqué en 1644 la Primera parte de la vida de Marco Bruto, esperando como Job que se cumpla mi destino, porque queramos o no, antes que sepa andar el pie, se mueve camino de la muerte. Y sólo ayer escribí mi última carta en la que decía a un amigo íntimo que me conoce bien que hay cosas que sólo son un nombre y una figura. Finalmente y antes de que me sorprenda la Parca diré a Dios: “Un nuevo corazón, un hombre nuevo ha menester, Señor, el alma mía: ¡desnúdame de mí, que ser podría que a tu piedad pagase lo que debo!”
Poco después, el 8 de septiembre de 1645, Francisco de Quevedo y Villegas, el preso perenne, entregaba a Dios su alma, liberada por fin de la prisión de su cuerpo, en el convento de los padres Dominicos de Villanueva de los Infantes.






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