(Adaptación libre del poema de O. Goldsmith
incluido en el Cap. VIII de su novela El vicario de Wakefield.)
El caminante dice:
--Llevadme, buen ermitaño,
por mi senda solitaria
hacia el lugar más tranquilo
de la más alta montaña.
Voy de un sitio para otro,
Son inciertas mis pisadas
y el camino es tan agreste
que no encuentro la llegada.
El ermitaño dice:
--Cuidado con los fantasmas
que vagan entre las sombras
para llevarte a sus trampas.
Al caminante perdido
alojo siempre en mi casa.
Tengo poco para darle,
mas lo doy de buena gana.
Come todo lo que quieras,
luego te daré una cama
para que pases la noche
hasta que amanezca el alba.
Con el ganado del campo
nunca empleo mi navaja.
Dios tiene piedad de mí
y yo aprendí bien a usarla.
Busco inocentes manjares
por esta fértil montaña.
Sus aguas me dan las fuentes;
hierbas y frutos me bastan.
Quédate aquí, caminante,
y no te apures por nada;
Pocas cosas necesitas
y el tiempo rápido pasa.
Es la voz del ermitaño
como el cielo sosegada,
y el sencillo caminante
alegre cruza la entrada.
Solitaria entre la fronda,
se levanta la cabaña,
abierta para el mendigo,
para el cansado posada.
En su interior no hay riquezas,
la guardia no es necesaria:
Una puerta sin cerrojos
a los dos abre la casa.
Es ya la hora prevista
del descanso en la jornada.
El ermitaño hace fuego
en un rincón de la estancia
y al caminante le ofrece
sus frutas y otras viandas
mientras le cuenta leyendas
para acortar la velada.
Como amables compañeros,
un gato a su lado salta,
un grillo canta y el fuego
crepita ardiendo en cien llamas.
Sin embargo, al caminante
no puede animarle nada:
muy grande ha de ser la pena
que le hace saltar las lágrimas.
Compasivo, el ermitaño
le invita a que le abra el alma
Y le dice:
--¿Qué motivo
te causa tanta desgracia?
Por un azar engañoso
¿perdiste fortuna y casa?
¿Te hizo mal algún amigo?
¿Te olvidó quizás tu amada?
¡Ay, los goces del dinero
son malos y pronto acaban
y los que a ellos se entregan
acaban perdiendo el alma.
La amistad es traicionera:
no es más que una gris palabra
que se acerca en tiempos buenos
y en las tormentas se apartan.
¿Y el amor? Palabra hueca,
juguete de las malvadas.
Sólo se encuentra en el mundo
en los nidos de las ramas.
Joven, olvida tus penas
y a las mujeres.
La cara
del caminante, de pronto,
se enciende como la grana.
Se sorprende el ermitaño
al ver lo que no esperaba:
su huésped resulta ser
una hermosa y joven dama.
--Perdonadme la mentira,
¡pobre de mí—ella exclama--,
que mis pasos llevé al cielo
y encontré vuestra cabaña.
Compadeceos de mí:
Por amor es mi desgracia.
Yo busco reposo y sólo
encuentro desesperanza.
Mi padre es un caballero
bueno y rico en abundancia.
Soy su única hija, y todo
para mi bien lo guardaba.
Para apartarme de él,
pretendientes aspiraban
a mi dinero y belleza
con pasión sincera y falsa.
Esta corte de ambiciosos
de continuo me halagaban,
entre ellos el buen Edwin,
aunque de amor no me hablaba.
Sencillo en vestir, poderes
y riquezas le faltaban,
mas no el juicio y la virtud,
que a mí mucho me gustaban.
Al ir juntos por el campo,
cantos de amor me cantaba,
cantaba el bosque con él
y su aliento perfumaba.
El rocío de las hierbas
o la flor abierta al alba
no podían compararse
a lo puro de su alma,
porque el rocío y las flores
pierden pronto su fragancia,
y la fragancia era de él
y era mía la inconstancia.
Yo empleaba malas artes,
inoportunas y vanas,
y aunque su amor me vencía,
yo sólo en su mal gozaba.
Se alejó, al final, de mí
dejándome en mi arrogancia,
y él a solas y olvidado
murió de muerte callada.
Arrepentida ahora estoy
y está mi vida acabada;
ahora busco soledad
para librar a mi alma.
--¡El cielo te guarde!—grita
el ermitaño y la abraza.
La joven se queda atónita:
es su Edwin, quien le habla.
--Mi amada y bella Angelina,
mi encanto, alegra esa cara,
que Edwin, tan lejos de ti,
vuelve al amor y a su amada.
Quiero tenerte en mis brazos:
la ofensa ha sido olvidada.
Nada puede separarnos,
mi amor, mi todo, mi alma.
Desde este instante seremos
tal ejemplo de constancia,
que, al morir, en un suspiro
daremos nuestras dos almas.








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