jueves, 30 de mayo de 2024

ZAMORA Y SUS LEYENDAS. La cabeza de piedra

 


LA CABEZA DE PIEDRA

 

Los fuertes calores del verano arrojaban a los zamoranos fuera de las murallas en busca del frescor de los bosques próximos. El más concurrido por el espesor y belleza de su fronda y por la delicadeza de las aguas de su arroyo era el de Valorio. Además desde él podían divisarse las fuertes almenas y los poderosos cubos que protegían el castillo de la ciudad.

Corría el año 1173 y una nueva construcción empezaba a descollar junto al castillo. Era una cúpula gallonada, con cupulinos en sus ángulos y con airosas ventanas en su tambor. Todavía se apreciaban andamios en sus cubiertas. Desde el bosque no podía contemplarse su ábside semicircular con absidiolos ni las otras tres fachadas ya terminadas. Ahora se estaban también dando los últimos remates al claustro, mientras que sólo se apreciaban los cimientos de lo que sería la gran torre de la Catedral. Ésta había sido una apuesta de la voluntad de Alfonso VII. En efecto, desde que acudió en 1125 a la antigua iglesia del Salvador para asistir al acto en que su primo, el futuro rey de Portugal, Alfonso Enríquez, fue armado caballero, se prometió que la ciudad de Zamora merecía una gran catedral que pudiera dar cobijo a una población en alza, que ahora debía quedarse fuera por falta de espacio.



Tras su coronación como emperador en 1135, empezaron los preparativos para la construcción, la cual fue iniciada por el derribo de la vieja iglesia y el inicio de las obras de la nueva. Fernando II siguió la labor de su padre, que ahora estaba terminando. Pues bien, por un estrecho sendero del bosque, doña Inés Mansilla y su aya iban comentando la belleza de esa cúpula de tonos rojos al atardecer, cuando de repente tres jóvenes a caballo aparecieron ante sus ojos. Uno de ellos, paró inmediatamente su corcel y se quedó mirando a la joven; ésta hizo lo mismo (flechazo a la vista). Casi, instintivamente, él bajó del caballo y avanzó a saludarla. Se presentó como Diego de Alvarado y le pidió permiso para volver a verla. E Inés, como nunca había visto galán tan apuesto, aceptó quedar con Diego en ese mismo lugar del bosque.

Diego de Alvarado comprendió en ese instante que su vida estaba unida ya para siempre a esa joven de cabellos y ojos negros. Su vida de calaveradas sin cuento tenía que terminar. Había tenido buen maestro pues ya desde niño había visto cómo su padre, jugador y mujeriego empedernido, arruinaba la casa familiar vendiendo esto y lo otro para pagar las deudas que había contraído con el juego y las aventuras amorosas, mientras que su pobre madre había acabado muriendo todavía joven a causa de los disgustos que le había causado su marido. Pero Diego decidió emprender vida fácil que le había marcado su progenitor a pesar de que ahora sólo disponía de la casa solariega y de su apellido, viviendo de lo que algunos deudos le regalaban y de las invitaciones de sus amigos, pues, como buen noble, se repetía a sí mismo que él no había nacido para ejercer ningún trabajo manual. Tenía siempre la esperanza de que en alguna de las incursiones contra los musulmanes, llegara su oportunidad de destacar y ascender en el favor real; pero lo más que había obtenido eran unas monedas de oro del botín conseguido, que consumía en el tiempo que le duraban sus juergas y francachelas.

Muchas fueron las ocasiones en que los jóvenes volvieron a encontrarse. Estas continuas salidas de Inés no pasaron inadvertidas para su padre, don Pedro Mansilla, que mandó a uno de sus criados seguir a su hija y a su aya para conocer adónde iban y con quién se encontraban. Cuando se enteró de que era con don Diego con quien se veía frecuentemente, llamó a Inés y, después de mostrarle todos los defectos del joven, llegó a lo que para él era más importante:

--Como remate, ese joven está totalmente arruinado. Y si se ha fijado en ti, posiblemente sea por tu dote, que acabará perdiendo en el juego. De modo que, hija mía, por tu bien te prohíbo que lo vuelvas a ver. Es mejor que te cases con alguien digno de ti, como ya tengo pensado.

Doña Inés, al oír a su padre, se refugió en sus aposentos y no paró de llorar en varios días. Y don Diego, que no la había vuelto a ver, sospechó que algo malo estaba ocurriendo. Así pues se apostó a la salida de misa del domingo y, cuando ella y el aya se separaron de don Pedro para regresar a casa, se acercó a ellas. Al verlo, Inés no pudo contener los sollozos y acto seguido le contó la decisión de su padre. Al oírla, Diego la consoló diciendo:

--Yo te prometo que conseguiré tanto oro que el avaro de tu padre no podrá negarme tu mano, amor mío.

Y se despidió molesto mientras el corazón de Inés palpitaba ilusionado por la promesa de su amado. Éste estaba convencido de que no podía perder a Inés por culpa del dinero. Pero por otra parte sabía que sus amigos no podían ayudarle más de lo que ya lo estaban haciendo y del azar del juego poco podía esperar. Y la pregunta era: ¿Cómo conseguir ese dinero que necesitaba? Sin embargo, al reunirse con sus amigos y cambiar unas palabras con ellos, encontró la respuesta. Pues entre otras cosas le comentaron que al día siguiente tenían que salir a escoltar hasta la Catedral un convoy real, cargado con el oro y las alhajas necesarias para dar fin a las obras de su construcción.

Sin comentar nada con ellos, buscó a un par de rufianes con los que había compartido más de una juerga nocturna y les pidió que al día siguiente por la noche acercaran un carro a la ventana próxima a la portada sur de la Catedral. Y cuando al atardecer del día siguiente Diego llegó acompañando el carro cargado de las arcas reales, aprovechó para esconderse tras los gruesos pilares de la Catedral hasta que las soledad y el silencio de la noche se apoderaron del sagrado recinto. Entonces se dirigió hacia el lugar en el que habían depositado los arcones llenos de herrajes, rompió las cerraduras y pudo tener entre sus manos el tacto de las anheladas monedas y enredar en sus dedos collares de piedras preciosas mientras musitaba gozoso: "Inés, ya eres mía."



Cargando toda esta riqueza como podía se la fue pasando a sus compinches por la ventana. Mas, cuando intentó salir él por la misma, la ventana se cerró en torno a su cuello, como si fuera un pétreo grillete. En la soledad de la noche sus gritos desesperados fueron oídos por la guardia del castillo; pero poco pudieron hacer por el desgraciado joven, que murió asfixiado; en cambio sus gritos sirvieron para detener a sus secuaces y finalmente recuperar el carro cargado de oro. 

A la mañana siguiente, la noticia recorrió la ciudad en los cuatro puntos cardinales. Doña Inés, incrédula, corrió desesperada hasta la Catedral, donde sólo pudo contemplar la mueca de dolor del antes apuesto Diego. Sintiéndose culpable de esa muerte, entró en un convento próximo a la Catedral, donde permaneció hasta su muerte. En cuanto al cuerpo del joven, quedó petrificado  fundiéndose con el muro de la iglesia. Pero su cabeza, de piedra, aún puede admirarse en la portada de la Catedral llamada también del Obispo por hallarse frente al Palacio de la diócesis zamorana.




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