Hoy es distinto, Borges, perdone
que ayer cerrara de golpe la conversación
que mantenía con usted. Hoy puedo
seguir hablando con el tamaño de su esperanza,
que es parecido al mío. Aquellas voces
que suelen interrumpirnos se han quedado
en las rocas donde callan las olas.
Y yo, me aíslo en mi silla,
aquí en la arena, silencio dorado,
soledad de seda.
Perdone, Borges, que me atreva a contradecirle
cuando afirma que en España son infinitas
las coplas hechas a base de rencor.
Empleando el término infinitas
en las coplas españolas de rencor
comete una injusticia. Yo podría
afirmar con esa misma injusticia suya
que también son infinitas
las coplas españolas hechas a base de amor.
En un jardín delicioso
de una flor me enamoré,
y como era tan preciosa
mi corazón le entregué.
Ayer pasé por tu casa;
no me prestaste atención.
De tanto que estoy sufriendo
se me parte el corazón.
Eres, niña, más bonita
que la nieve en el barranco,
que la rosa en el rosal
y la azucena en el campo.
Yo tengo muchos amigos,
más que flores el almendro.
Pero ninguno te quiere
lo mismo que yo te quiero.
O esta que es mía:
Dura, dura, río Duero,
tú que me viste nacer,
que mientras, durando, vivas
yo contigo viviré.
Perdone, Borges, que me atreva a puntualizar
que no es lo mismo una copla que una seguidilla
--usted en los ejemplos que cita como coplas
ha insertado algunas seguidillas.
Una copla: “Por quererte, hermosa mía, /
yo daría lo que tengo; / si es mi vida lo que quieres, /
ahora mismo te la entrego.” Seguidilla:
Nunca debes mirarme / con esos ojos;/
que mirándome así / me vuelvo loco.”
Borges, el devorador de libros
Ahora estoy ciego. Y ya no puedo leer,
yo que fui un gran devorador de libros,
yo que fui Director Nacional de la Biblioteca de Buenos Aires
casi veinte años. Los toco, los acaricio,
a muchos los reconozco por el tacto,
por pasar sus hojas y notar en mi rostro su aire de humedad,
del viejo aroma de la flor prensada entre sus páginas,
o del café que derramé la mañana
que vino a verme mi mejor amigo...
Ahora estoy ciego.
Pero aún tiene lágrimas mi vista
cuando recuerdo el calvario que sufrió la luz
al ser devorada lenta, irreversiblemente, por la total tiniebla.
Supe de repente que ya sería incapaz de leer una sola línea,
de escribir una sola línea.
Fue terrible tener que dictar lo que mi mente seguía imaginando
a mi madre, que en silencio lloraba
mientras copiaba “Pompas del mármol, negra anatomía...”
Y yo me imaginaba a Poe, el héroe del soneto,
entregado, solo, a su complejo destino
de inventor de pesadillas.
Como las mías ahora, que, ciego, quiero seguir contando,
siempre fiel a lo que escribe Wells en su cuento El país de los ciegos
--estilo llano, a veces casi oral y argumento imposible--,
como hago en El libro de arena.
Y si de todos los cuentos incluidos en él
tuviera que rescatar uno solo, rescataría El congreso,
que es a la vez el más autobiográfico
--el que prodiga más los recuerdos--
y el más fantástico. Pero ahora no quiero hablar
de Alejandro Ferri un hombre gris que escribe su vida en un hotel.
Tiene setenta y tantos años y es profesor de inglés.
Soltero pero no le duele la soledad.
Tampoco le interesan las novedades
porque no son más que tímidas variaciones.
Cuando era joven le atraían los atardeceres,
los arrabales y las desdichas;
ahora, las mañanas del centro y la desdicha.
Ya no juega a ser Hamlet. Se ha afiliado
al partido conservador y a un club de ajedrez.
Tiene un libro en algún oscuro anaquel
de la Biblioteca Nacional que exigiría
otra edición para corregir los errores.
Nunca ha querido conocer al nuevo director,
consagrado al estudio de las lenguas antiguas.
O sea yo. Pero dejo a Ferri con su historia
para empezar la mía.
Yo me hallaba imaginando un cuento
en el que había colocado al personaje protagonista
al borde de un acantilado --según mi plan
su novia y él habían roto y pensaba tirarse
al mar para acabar con su desesperación--.
Y mi madre iba copiando lo que yo le dictaba,
de pronto me asaltó la idea de que mi personaje
podría no obrar como yo deseaba,
y en tal caso ocurriría una verdadera
catástrofe
que yo debía evitar por todos los medios.
Mi madre debió ver mi ceño fruncido
porque me preguntó directamente: “¿Otra vez, hijo?”
Y sin esperar repuesta añadió:
“Si es así, ya sabes lo que tienes que hacer.”
Y no esperé más.
Este cuento estaba a punto de prefigurar mi propio destino,
de modo que usurpé el cuerpo y la mente de mi personaje
y, mirando a las rocas contra las cuales
se reventaba el marque al pie del acantilado,
me giré en redondo camino del hotel
donde estaba alojado con mi prometida
para pedirle perdón por lo que le había dicho.
Y al entrar en el ascensor me encontré con ella,
que. según me dijo con lágrimas en los ojos,
había pensado pedirme perdón por lo que me había respondido
y salía en mi busca para decírmelo.
El abrazo que nos dimos no nos dejó decir más.
El ascensor nos devolvió a nuestra habitación
y el resto se lo puede imaginar el lector.
Mi madre acabó de copiar lo que le había dictado.
Me miró a los ojos y me dijo tiernamente:
“Así se termina un cuento que, aunque nadie juzgará bueno,
todos coincidirán en que es lo más feliz para seguir viviendo.”
Un título tan impactante como intolerable:
“Mear a Borges”
En la portada del libro El enigma de los módulos, del chileno Eduardo Labarca, puede verse al tal Labarca miccionando de pie y de lado
sobre la tumba del autor de Ficciones.
Preguntado Labarca por su afrentosa acción,
respondió que se trataba de un "homenaje al maestro
y un repudio al ciudadano"; una celebración
de la obra literaria del autor argentino
y un rechazo a sus ideas políticas.
Vergonzoso.
Como si por ahí pudiera ir cualquier devorador de libertades,
iconoclasta indecente,
ultrajando tumbas a troche y moche
sólo porque no se está de acuerdo
con las ideas políticas del último morador de las mismas.
Lo que me extraña es que se dé cabida a tamañas barbaridades
en revistas literarias que se precian de ello, como Qué leer.
Prometo desde aquí y ahora
no volver a leer Qué leer.
Y volviendo al meador Labarca,
me pregunto dónde habrá dejado el timón de la sensatez.
Se le habrá ido en la meada.
Y en lo que concierne a Jorge Luis Borges,
lo seguiré leyendo
--ahora leo El tamaño de mi esperanza--,
añadiendo una frase suya dirigida a otro excelso poeta:
"Para gustar de Quevedo
hay que ser (en acto o en potencia) un hombre de letras;
inversamente,
nadie que tenga vocación literaria puede no gustar de Quevedo."
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