domingo, 22 de enero de 2023

RELATOS DE AYER (I) EL SECRETO DEL DOCTOR CUERVO

     



      Samuel Linares nada pudo hacer para evitar que su cuerpo, al morir, fuera a parar a manos del doctor Cuervo, conocido anatomista zamorano. Por más que los familiares del gigante vigilaron su singular cadáver durante el trayecto existente entre Sanabria y la ría de Pontevedra, en cuyas aguas debía encontrar la sepultura que él había dispuesto por escrito, no lograron impedir que Teófilo Losantos, dueño de la funeraria
El buen retiro, contratado al efecto por el mencionado doctor, se apoderara con engaños de los restos mortales de Samuel Linares y que un año más tarde aparecieran expuestos como pieza singular en el recién inaugurado Museo Médico del doctor Cuervo.

Veinte años después del suceso, el doctor, acompañado del agente funerario, recorría los cuatro puntos cardinales de España contando cómo había logrado burlar, primero, a los parientes del difunto y, en segundo lugar, al aparato inflexible de la ley.

 


      Y ahora allí estaban, en un Organismo Sociocultural de la Mancha, ante un nutrido grupo de contertulios dispuestos a repetir su relato.

Eran los primeros minutos de relajación previos a la charla. El doctor se tocó el grano de la punta de la nariz , torció la cara en una mueca de contrariedad y dijo:

Va a llover.”

Los asistentes a la tertulia del Círculo sonrieron. El gerente del Círculo lo había presentado como una persona seria, disciplinada, ingeniosa, capaz en otro tiempo de haber logrado erigir el Museo Anatómico más importante de Castilla y León.

Y sin embargo, el aspecto del doctor Cuervo no respondía a las expectativas que el gerente del Círculo había sembrado en los contertulios. Debía de tener unos sesenta años. Su cara, regordeta y rubicunda, mostraba los síntomas de haber bebido más de la cuenta durante muchos años seguidos de su vida anterior y su nariz respingona, rematada en un soberbio grano siempre encendido con la luz de la precaución. Y en cuanto a su traje, algunos no dudaron en pensar que lo debía de haber adquirido en una ocasión de saldo porque de un momento a otro amenazaba devorar a su dueño de lo enorme que le caía.

En cambio, la persona que lo acompañaba daba la impresión de que se había tragado una espada. Tieso y fino, aparecía perfectamente embutido en un traje de luto y llevaba una corbata del color de la ceniza. Acentuaba el negro del traje su rostro alargado y blanco como el de un gusano de seda y el gris de su cabello, que hacía juego con la corbata. Respecto de sus manos, parecían de cera de colmena y brillaban a la luz de las lámparas del salón como si fueran las de un muerto.

A una indicación del Presidente del Círculo, los contertulios guardaron silencio y el doctor Cuervo tomó la palabra diciendo:

En realidad aquí la persona más importante es el caballero que me acompaña. Su nombre es Teófilo Losantos y durante mucho tiempo tuvo a su cargo una empresa funeraria. Ya desde bien niño ayudaba a su padre, cuyo negocio heredó, acicalando a los difuntos para que mostraran su aspecto más agradable durante el acostumbrado velatorio del cadáver. Él es el verdadero protagonista, y no yo, de la historia que hemos venido a contar aquí. Y digo más: él es la mano providencial que hizo posible mi sueño de poseer entre mis mejores piezas del Museo el cadáver del hombre más grande de la provincia. Por estos dos motivos creo que debe ser él quien narre los hechos tal y como ocurrieron.”

La voz del doctor, al contrario de su desastrado aspecto exterior, era suave, clara, bien timbrada, agradable en suma, así como los gestos de sus manos, que eran comedidos y ajustados al discurso. Salvo el de tocarse cada dos por tres el semáforo de la nariz. Aquel grano gordo y amarillo parecía ser el talismán que le ayudaba a encontrar las palabras adecuadas y construir de modo eficaz su exposición. Tal vez por eso, cuando acabó de hablar, se acarició la protuberancia nasal en señal de agradecimiento. Algunas sonrisas volvieron a aflorar en los labios de los contertulios. Sonrisas que se disiparon prontamente en cuanto el enterrador dejó oír su voz, una voz aflautada y aguda y salpicada de tanto en tanto por pequeños gallitos:


       “El doctor Cuervo es muy amable concediéndome el protagonismo de los hechos. Pero es a él a quien debe mi humilde persona la notoriedad que ha ido adquiriendo a lo largo de estos últimos meses, durante los cuales venimos contando la historia de Samuel el gigante, a quien el pueblo apodaba el Empalmao de Sanabria.

Antes de continuar con la historia –le interrumpió el doctor con un gesto que los contertulios entendieron como repetidamente ensayado--, ¿no le parece oportuno describir el marco circunstancial de la época, sobre todo, la malsana costumbre que tenían algunos de perturbar la paz de los muertos privándoles de sus últimas moradas para satisfacer el ansia insaciable de investigar de no pocos médicos anatomistas?”

Y como si ya supiera qué decir (y así era en realidad), el funerario retomó la palabra:

Sin duda el doctor Cuervo se refiere a los que en la época recibieron el sobrenombre de “los resucitadores”. “Los resucitadores” eran hombres sin escrúpulos, la mayoría bandidos y malhechores, que se dedicaban a robar cadáveres recién enterrados para vendérselos a ciertos médicos que, por poco dinero, podían seguir haciendo sus investigaciones, que no siempre eran meramente científicas. Hasta hubo un tiempo en que era frecuente el hecho de que varios de estos saqueadores de tumbas trabajaran para un mismo doctor. Conozco un caso en que, capturado por la policía uno de estos “resucitadores”, el médico que lo había contratado mantuvo a la esposa y a los hijos todo el tiempo que duró su encarcelamiento. Fue en esta misma época de profanaciones de tumbas cuando tuve la suerte de conocer al doctor Cuervo y cuando apareció en nuestras vidas Samuel Linares, el “empalmao de Sanabria.”

Hizo una nueva pausa, esta vez por decisión propia, para dar tiempo a típica pregunta que, llegado este momento del relato, solía surgir entre el público. Y en efecto, al cabo de unos segundos uno de los contertulios de la primera fila pidió la palabra para preguntar:

Entonces ¿cabe pensar que el doctor era uno de esos anatomistas que estaban dispuestos a dar o hacer lo que fuera por conseguir un muerto?”

 


      Casi siempre ésos venían a ser los términos de la pregunta, pregunta cuya exacta respuesta guardaba el funerario en su mente como un tahúr guarda un as en la manga. Así pues, sin inmutarse siquiera pero con los gallitos acostumbrados, contestó:

Por supuesto que no. El doctor Cuervo no era uno de esos médicos que con tal de hacerse con un cadáver eran capaces de todo, no. El doctor siempre se movió dentro de la más estricta legalidad. Si hay alguien aquí que podría haber infringido la ley ése sería yo—Hizo una pausa para observar las reacciones de la concurrencia y enseguida continuó:-- Pero ésa es otra cuestión Y ahora, si no van a hacerme más preguntas sobre el particular, me gustaría pasar al punto concreto de la historia del gigante.”

Hubo entre los contertulios murmullos de desaprobación, que el doctor intentó tranquilizar con las siguientes palabras:

Ahora que el tiempo ha pasado y las canas han serenado mi antiguo afán de investigar sobre la anatomía humana a riesgo de parecer un émulo de aquel otro doctor Frankenstein del mundo del celuloide, sí que les puedo decir una cosa: en el caso de Samuel Linares no actué del todo claramente y, mucho menos, con la ley en la mano, detalles que ahora prefiero silenciar y que tal vez exponga cuando mi compañero acabe su relato. De todos modos, vaya por delante mi más sincero arrepentimiento por si infligí a terceras personas algún tipo de daño, ya sea físico o moral.”

Todo parecía sumamente estudiado, ensayado mil veces: las palabras, la entonación de ciertas frases, las interrupciones... El afilado lacayo de la muerte dedicó al doctor una sonrisa helada, muy acorde con la circunstancia, y enfiló así su última intervención:


       “Cuando Samuel Linares supo que iba a morir, se puso en contacto con sus parientes de Pontevedra para que se encargaran de llevar su cuerpo hasta las aguas de la ría y allí le dieran honrosa sepultura. Les pagó bien para que vigilaran en todo momento el transporte de su cadáver hasta el mar y les recordó encarecidamente el hecho de que el doctor Cuervo había mostrado en diversas ocasiones el deseo de obtener su cuerpo para beneficio de la ciencia y haría lo imposible por conseguirlo. Fue entonces cuando el doctor recurrió a mis servicios y me ofreció una remuneración tan sustanciosa, que debía poner todo mi empeño en satisfacer adecuadamente su requerimiento. Lo primero que hice fue averiguar que los parientes de Samuel encargados de proteger sus restos mortales eran unos bebedores empedernidos, detalle que allanaría mucho las dificultades venideras pues el principal problema se había resuelto de la forma más fácil ya que los deudos del gigante habían recurrido a mi empresa para que efectuara el sepelio. El día que fijamos para llevar al difunto hasta la ría fue un día de agosto, y, como el viaje era largo y el calor apretaba, decidimos parar unas horas en una posada de las afueras de Verín para descansar y refrescarnos un poco. Para entonces yo ya había pagado una buena suma de dinero a un par de empleados de la fonda para que hicieran el trabajo que les había pedido. Así pues, llegados a la posada, dejamos el carromato que transportaba el ataúd a la puerta de la casa, y guardamos en el granero, cerrado con cadenas y candados pero con mis cómplices ocultos entre las balas de paja, el gigantesco féretro de Samuel.

Satisfechos los familiares con la seguridad que ofrecía el pajar, me acompañaron hasta la cantina. Allí, siguiendo su inveterada costumbre, se trasquilaron una docena de vasos de vino gallego y dos o tres raciones de pulpo picante cada uno, en tanto que en el granero mis cómplices cambiaban con toda la tranquilidad del mundo el contenido del ataúd por piedras y haces de paja debidamente colocados y envolvían el cadáver del gigante con dos grandes alfombras persas dispuestas al efecto.

 


     "Llegado el momento de reanudar la marcha, y ya disminuidos los rigores del calor, volvimos a cargar en el carromato el féretro supuestamente ocupado por el cadáver de Samuel y anduvimos unas cuantas leguas. Como los familiares del difunto iban adormilados por los vapores del vino, aproveché para pedirles que se quedaran echando la siesta a la sombra de una arboleda que había junto al camino mientras yo volvía a la posada a recoger unos papeles que había olvidado allí. No pusieron ninguna objeción, y yo, en uno de los caballos que tiraban del carruaje, regresé a la fonda para cerciorarme personalmente de que el cambio había sido efectuado según lo previsto. Así que, una vez comprobado que todo iba saliendo a pedir de boca, con la misma celeridad regresé a donde me esperaba la comitiva para seguir la marcha hasta la ría de Pontevedra, punto final del trayecto. Aún no era de noche cuando llegamos a la costa. Un barco pesquero nos esperaba allí y subimos a bordo el gigantesco ataúd lleno de piedras y paja. Los deudos de Samuel eligieron un lugar de la ría retirado de la orilla y, entre cánticos y oraciones fúnebres, echaron por la borda la caja de madera. Rápidamente desapareció de la superficie y se hundió sin un ruido. El entierro había terminado.”

Mientras tanto –añadió el doctor frotándose una vez más su semáforo nasal--, por la puerta trasera de mi casa, dos hombres forzudos, disfrazados de empleados de mudanzas, metían unas grandes alfombras persas enrolladas con el ansiado cuerpo de Samuel el Gigante dentro.”

Un contertulio de la primera fila, que hacía rato movía la cabeza de derecha a izquierda como negando algo que en el interior de su mente no encajaba, levantó la mano para intervenir en la charla. El Doctor le invitó con un gesto a que hiciera uso de la palabra.

Hay algo que no me cuadra en el relato que acabo de escuchar. Se lo voy a formular, querido doctor, por medio de una pregunta. ¿Cómo no se dio cuenta nadie de que el cadáver expuesto en su Museo era el de ese tal Samuel Linares?”

Se lo voy a contestar enseguida. Espero así aclarar cuantas dudas tenga usted y el resto de los presentes. En primer lugar, consideré prudente al principio dejar pasar un tiempo antes de mostrar en público el cuerpo del difunto. Y en segundo lugar, antes de decidirme a exponerlo, sometí a cirugía plástica su rostro en dos o tres detalles de manera que no fuera fácilmente reconocible. Está claro que esperé a que los familiares de Samuel desaparecieran de la comarca,. Un par de ellos lo hicieron incluso del todo porque una cirrosis hepática se encargó de ello. El resto se fue a vivir a Cataluña para encontrar trabajo seguro y duradero. Así pues, libre el camino, procedí a exponer el cuerpo de Samuel en mi Museo.”

Dijo y se frotó el semáforo de la nariz antes de concluir con la frase siguiente, que dejó a los circunstantes sumidos en una colectiva decepción:

Sin embargo, ya nada tiene excesiva importancia. Porque el contenido del Museo lo cedí hace unos años a una firma anatómica irlandesa de fama internacional y el edificio que ocupaba el Museo hoy es una Caja de Ahorros. Bromas del destino.”








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