viernes, 21 de octubre de 2022

MEMORIAS DE UN JUBILADO. En Provenza (III)

 


SEGUNDO DÍA

Mañana

 

Después de una noche toledana en Aviñón, insomnio por el cambio de cama y por un sueño o pesadilla (que aún no sé cómo llamarlo), desayunamos mientras el guía nos explica el itinerario que vamos a seguir hoy; sin embargo, no puedo quitarme de la cabeza el sueño de anoche, y con los nombres de la ruta de hoy, Tarascón, Daudet, Saint-Remy, Van Gogh…, se mezclan los de Petrarca y Laura, la mula del Papa (relato que incluye Daudet en las Cartas desde mi molino) y las imágenes del poeta medieval italiano empeñándose en querer presentarme a su amor platónico, a la salida de Santa Clara, donde acaba de conocerla, mientras esperábamos la procesión de la mula del Papa. Laura estaba de espaldas y mostraba su cabello gris como la plata, y no quería girarse para mirarme, y cuando al fin lo hizo, vi que era un esqueleto que mantenía entre sus huesudas manos el libro de sonetos que el poeta le había dedicado. (…)

Momentos después de desayunar, tras palmear el hombro del Buda de piedra negra del comedor, cogimos el coche que habíamos aparcado muy cerca de casa y salimos del recinto medieval de Aviñón por una de sus majestuosas puertas sólidamente fortificadas, camino de Tarascón. El guía me pregunta si me parece bien el recorrido del día. Le respondo que sí. Y su madre dice: “Se habrá enterado a medias. El sueño que ha tenido esta noche ocupa casi todo su pensamiento.” “¿Qué sueño es ese?”, preguntan los dos hijos a la vez. “No tendrá que ver con Van Gogh, ¿verdad?”, pregunta el mayor. “Con Van Gogh, Daudet, Petrarca, Laura…”, respondo. “¿Con Petrarca y Laura? Sigo buscando la iglesia de Santa Clara. La encontraré, no te preocupes.” (…) Una hora más tarde de la salida de Aviñón llegamos a Tarascón. Justo a la entrada de la población, les leo en voz alta a mis acompañantes, según lo convenido, un fragmento de la novela Tartarín de Tarascon, escrita en 1872 por el escritor Alphonse Daudet, que vivió desde 1840 a 1897:

 “Mi primera visita a Tartarin de Tarascon ha quedado en mi vida como una fecha inolvidable; hace doce o quince años de aquello, pero yo me acuerdo de ello mejor que de ayer. El intrépido Tartarin habitaba entonces, en la entrada de la villa, la tercera casa a mano izquierda en el camino de Aviñón. Bonita mansión tarasconense con jardín delante, balcón detrás, muros muy blancos, persianas verdes y delante de la puerta un enjambre de niños saboyanos jugaban al tres en raya (marelle) o dormían al sol, apoyada la cabeza sobre sus cajas de betún (cirage).

“Por fuera, la casa no tenía nada de singular.

“Nunca nadie se habría creído hallarse delante de la vivienda de un héroe. Pero cuando se entraba en ella, la sorpresa no se hacía esperar (coquin de sort!...). Del sótano al granero, todo el edificio mostraba aire heroico, ¡incluido el jardín!”


 

En Tarascón, cerca de donde el conductor familiar ha aparcado el coche, nos topamos con la mole gigantesca del Castillo y enseguida, guiados por el cicerone familiar, entramos a ver, aquí sí,  la Colegiata Real de Santa Marta, erigida en honor de la Santa, hermana de María y Lázaro, los tres, muy buenos amigos de Jesús, allá en Palestina. Cuenta la tradición que Marta, junto a unos compañeros suyos, naufragó en su viaje a Francia en el año 48 en la costa de Provenza. Luego los lugareños de Tarascón, aterrorizados por un monstruo llamado la Tarasca, pidieron ayuda a santa Marta, que con la cruz logró domar a la bestia. Y después se quedó en Tarascón  para evangelizar a la población. Con el paso de los siglos, por intercesión de Santa Clovis, rey de los francos, se curó de una enfermedad renal que padecía,  y  en una carta de 962 se menciona la iglesia de Santa Marta de Tarascón y el culto a la santa de la ciudad, siendo el único templo de toda la cristiandad dedicada entonces a la anfitriona de Cristo. Y la arqueología lo confirma pues, según un folleto que recogí en la misma iglesia, durante las excavaciones realizadas en 1979 en la parte inferior del templo se descubrió un sarcófago que bien pudo ser la tumba de la santa pues los restos hallados en ella, después de ser analizados, demuestran que pertenecieron a un cuerpo de mujer de unos sesenta años, pequeño, de tipo mediterráneo y muerto de forma natural en el siglo I. Sean o no los restos que se encontraron los de Marta, la amiga de Jesús, es lo de menos. Lo que nos importa ahora es hablar del templo de Tarascón que por algo lleva su nombre y de sus principales tesoros artísticos. De los cuales destaco los siguientes: 


 

La portada, románica (tímpano que muestra en bajorrelieve a Cristo en majestad rodeado de los símbolos evangelistas, y el friso del dintel con la entrada de Jesús en Jerusalén); y en el interior del templo, la Cripta con el antiguo sarcófago de la santa y las capillitas dedicadas a Santa María Magdalena y a San Lázaro, ésta de estilo gótico, con un bajorrelieve que representa su resurrección; y en la parte de arriba, el coro, el órgano, las vidrieras, el  capitel de la Anunciación y la estatua yacente de mármol de Santa Marta. El busto relicario de Santa Marta se encuentra en la capilla que lleva su nombre y fue lo primero que vi nada más atravesar el umbral de la entrada. 

Salimos de la colegiata dando gracias a la Santa por haber contribuido a deshacer el mal (la Tarasca) que hay en el mundo, como hizo nuestro San Jorge con el Dragón. (…)

De vuelta al coche para seguir ruta hasta Maillane, pueblo cercano, marcado por el guía familiar porque en su cementerio reposan los restos del poeta Federico Mistral que había nacido también en Maillane (cuna y sepulcro, lo mismo que fue Sète para otro magnífico poeta, Paul Valery). Mientras rodamos hacia allí leo un recuerdo dedicado al premio Nobel:


 

Federico Mistral estudió derecho en Aix-en Provenza y se convirtió en defensor de la independencia de la Provenza y sobre todo de la lengua provenzal, “primera lengua literaria de la Europa civilizada”. Con su obra, Mistral rehabilita la lengua provenzal, llevándola a las más altas cimas de la poesía épica: la calidad de esta obra se consagrará con la obtención de los premios más prestigiosos, como el Nobel en 1904 (con el importe del premio creó el Museo Arlaten en Arlés). Su obra principal fue Mireia, de la que ofrecemos un fragmento:


“En su frente sólo relucía juventud,
y aunque no llevaba diadema  de oro fino

ni manto lujoso,
yo quiero que sea enaltecida como una reina

y alabada por nuestra lengua

menospreciada
pues canto para vosotros,

pastores y gente de aldea.
Tú,, buen Dios de mi patria,
que un día naciste entre pastores,
inflama mis palabras y dame aliento. Santo.

Bien lo sabes : en medio del campo,
ya sea con sol y con rocío,
en cuanto la fruta llega a su sazón,
llega el hombre y coge del árbol la fruta.

Y sobre el árbol que él rompe,
Tú siempre haces brotar otra rama.
Y donde un hombre hambriento

no puede llevar su mano,

el viento le acerca la rama.
Por Santa Magdalena,
el fruto maduro todo lo llena

y el pájaro volandero su hambre sosiega…”

No sigo leyendo porque el coche familiar acaba de llegar al cementerio de Maillane. El conductor aparca junto a la tapia del camposanto y entramos en un recinto muy pequeño. El guía localiza la tumba de Mistral en la primera hilera de enterramientos. “Aquí yace Mistral”, dice. Sorprendido por su forma, observo el sepulcro del escritor. Fue construido en 1907 (así pues, antes de la muerte del poeta, que ocurrió siete años más tarde. Se trata de una copia literal del Pabellón de la Reina Juana en Les Baux-de-Provence, esposa del rey René.  Lo que más me gusta de él son las columnas del frente y el remate que recuerda una cúpula de pagoda. Busco infructuosamente en la piedra el nombre del poeta. (antes de que nos explicara el cicerone familiar lo de la reina Juana, inventé en mi imaginación de poeta que Mistral anduvo un tiempo enamorado de una dama india y que por ello quiso que la forma de su tumba recordara también a la mujer de su corazón.) 

Más tarde, reanudado el viaje, pienso en el anonimato de su tumba e improviso una modesta redondilla:

“Ni siquiera tiene nombre

en su tumba el gran Mistral.

Al poeta le da igual:

sus versos le dan renombre.” (…)

Rodando por la carretera, decimos adiós a Mistral, el poeta que compartió en 1906 el Nóbel con nuestro Echegaray. No olvidamos el viento que lleva su mismo nombre, que no deja de zarandear lo que encuentra en su inquieto y a veces violento paso. Estamos en la típica Provenza, la tierra donde quería pintar Van Gogh, pese a que el mistral no le dejaba quieto el caballete. Es casi media mañana. Marchamos entre campos de trigo y filas de cipreses que hacen de paravientos. Van Gogh está presente. El  mistral lo corrobora. (…)


 

Es casi mediodía cuando llegamos a la zona de Saint-Remy, junto al Claustro de San Pablo de Mausole, que fue el hospital psiquiátrico donde estuvo ingresado Van Gogh tras cortarse el lóbulo de la oreja. Aparcamos el coche y al bajar notamos la fuerza del mistral. Refugiados por los árboles, alegramos la vista con un par de monumentos romanos colosales que quedan en pie, y en casi perfecto estado, de lo que fue Glanum, la ciudad capital de los glánicos, pueblo celtico-ligur que a la llegada de Augusto se convirtió en romano; estos dos magníficos monumentos son un Mausoleo de casi veinte metros de alto y adornado en sus cuatro caras de bajorrelieves, lo que le convierte en uno de los más bellos del mundo, y el Arco de Triunfo que señalaba la entrada de la antigua ciudad, también de dimensiones imponentes y en el que destacan los relieves esculpidos que representan grupos de prisioneros encadenados, detalle que alude a la conquista de los galos por Julio César. Tras hacernos fotos con esas joyas arquitectónicas, dimos un paseo por los alrededores del Claustro, olivos y almendros y al fondo un conjunto de picos de los Alpilles (un tricornio de majestad en las alturas) que eternizó Van Gogh en sus cuadros (un panel recoge la reproducción de uno de ellos con olivos y la cima azul ondulada de la cercana cadena montañosa. (…)

Algún tiempo después, mientras nuestro guía familiar nos recuerda datos interesantes de la vecina población de Saint-Remy, como el hecho de que ilustres personajes la visitaron tiempo atrás, entre otros, el ya mencionado Mistral o Charles Gounod, compositor musical famoso por su ópera Fausto y por su versión del Ave María. No olvido que en una de las calles de la población se encuentra la mansión natal de Nostradamus, el de las profecías. (…)

El estómago reclama su tributo. Ya es hora de hacer nuestro picnic familiar en el lugar donde los guías familiares han elegido, los alrededores del lago Peirou. Y hacia él vamos, pero todos los pasos están prohibidos, por el peligro de incendios. Cambiamos de idea, mientras el mistral sigue soplando con violencia. Sólo nos queda buscar en las alturas del parque natural regional de los Alpilles algún sitio resguardado del mistral donde podamos saciar el hambre y la sed, y también el ansia de descubrir vistas inigualables. El diestro conductor familiar lleva el coche por curvas cada vez más altas y cerradas; las vistas de los alrededores son también cada vez más hermosas e impresionantes. Finalmente, decidimos aparcar el vehículo en un pequeño ensanchamiento al pie de un monte que guarda en su cima una sorpresa agradabilísima: un mirador excelente, pero escalofriante (por algo se llama el Mirador del Infierno), desde el cual, pese al miedo a salir volando en brazos del inquieto mistral, finalmente podemos admirar una panorámica completa del valle de les Baux-de-Provence, y también el famoso Mont Ventoux, coronado por una diadema blanca,  adonde suelen subir los ciclistas del Tour de Francia. Poco tiempo estamos asomados al mirador; el vértigo y el vendaval nos expulsan enseguida de allí. Descendemos sujetando bien las viseras de nuestras gorras y colocando nuestros pies en sitios más o menos seguros del terreno inclinado.

Hasta que, justo a un lado de la base del monte, descubrimos un camino que nos lleva a un lugar incomparable: resguardado, por el lado de la montaña por una pared rocosa, mientras que el lado que tenemos enfrente, se nos abre majestuosa y generosamente al valle mencionado, en el que destaca la población mágica de Les Baux a vista de pájaro, con su castillo medieval asomado al abismo. Y allí, sentados sobre las rocas de la pared del camino, dimos cuenta de nuestro variado yantar (quesos de la tierra, paté, fuet, carpaccio de vaca…) todo bien regado con un buen Picpoul de Pinet, enfriado convenientemente en nuestra nevera de viaje. Por un momento fuimos, pese a todos los inconvenientes inimaginables, los reyes del mundo. (…) 


 

 

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