sábado, 9 de julio de 2022

LIBROS CON VIDA PROPIA Un libro mágico

 El verano es un tiempo ideal para leer cualquier género literario. De todos ellos quizá sea el cuento el que más se preste a recordar anécdotas y cosas vividas.




El libro era normal y corriente, de tantos como uno puede encontrar en los puestos de libros de ocasión del Mercadillo de San Antonio, de Barcelona, mercadillo que las mañanas dominicales se convierte en un río de ojos que buscan ansiosamente el pez de páginas nuevo que no haya nadado aún en sus aguas vitales. Era, como digo, el libro en cuestión vulgar y nada atractivo; sin embargo, para mí tenía algo mágico y era que lo acababa de adquirir delante de mis narices mi peor enemigo, aquel E. R. que en los Salesianos, colegio donde los dos estudiamos de pequeños, me había vencido siempre en el certamen de recitación de poesías. Y eso no lo podía soportar, hasta daño físico me causaba  ver el libro en sus manos.

De modo que, con el tiempo y sólo con el objeto de conseguirlo, fui fingiendo una amistad con E. que únicamente a él beneficiaba, porque por dentro me seguía carcomiendo el odio y la envidia que había sentido siempre hacia mi cordial enemigo y que ahora sentía crecer en mi interior como un árbol gigantesco dentro de una maceta de bonsai.

E. R. vivía solo en un piso confortable del barrio de Horta (una mujer le limpiaba la casa una vez por semana), y allí varias veces al mes, haciendo de tripas corazón, yo iba a hacerle una visita mientras planeaba cómo hacerme con el libro de mis ansias. Incluso empecé a participar de sus actividades ociosas y culturales. Juntos íbamos al cine de los viernes aunque muchas de las películas que ponían en pantalla eran tan malas que me hacían casi vomitar, como aquellas de Eddie Constantine, que no eran más que un diluvio de puñetazos y un ir y venir de policías corruptos que, eso sí, se enternecían ante la presencia de un perro que caminaba solo por la calle. Le acompañé en sus aburridísimas excursiones a Sitges para ver docenas de veces la pintura de Rusiñol pese a que algunas de ellas no me decían absolutamente nada: ni los almibarados colores del paisajista catalán ni los motivos reiterados de sus cuadros, entre los cuales se llevaban la palma los patios, los huertos y los jardines.

Aguanté de todo con tal de estar cerca del libro que anhelaba hacer mío; sólo tengo que decir que incluso asistí con E. a las tertulias literarias del Círculo Cultural los primeros sábados de cada mes durante tres cursos consecutivos, soportando estoicamente las tediosas parrafadas sobre poesía futura que lanzaban por doquier los contertulios más “enterados” y, sobre todo, las conclusiones dogmáticas del propio E.R. al acabar la tertulia y durante el camino de vuelta a su casa, primero por las Ramblas y, después, en el trayecto en metro hasta el arrabal donde vivía. Y todo por conseguir el libro que tres años atrás había comprado en el Mercadillo de Libros de Ocasión de San Antonio.

Repito y repetiré hasta la saciedad que el libro en cuestión era vulgar, normal y corriente y es hora de que añada algunas notas más. Tenía las cubiertas de cartón y las páginas de papel color crudo. Era un libro de divulgación sobre extrañas coincidencias que suelen ocurrir en la vida cotidiana, editado en Buenos Aires y llegado aquí por esas circunstancias de la vida que la inmigración, la prohibición estatal o el mercado cultural suelen provocar cada dos por tres. El libro se titulaba Cuando el destino juega con nosotros, y cada vez que yo me presentaba en casa de E. (las visitas se habían vuelto en los últimos tiempos una obligación pues sus invitaciones empezaron a ser reiteradas y perentorias, sobre todo, a partir de unas pequeñas molestias que sentía en el cerebro y que, poco a poco, se fueron convirtiendo en crónicas hasta condenarle finalmente a la ruina de la cama); cada vez que me presentaba en su casa, decía, le echaba al lomo del libro una rápida ojeada.

Yo creo que E. R. conocía desde mucho tiempo atrás mi enfermiza inclinación por su libro porque un día en que sus crónicos dolores de cabeza le permitieron un brevísimo respiro, se levantó de la cama y me llevó hasta la biblioteca. Allí extrajo el libro de su sitio y me lo enseñó diciendo, mientras me parecía advertir en sus labios el vuelo malicioso de una sonrisa:

--Al final algunos libros sólo acaban sirviendo para desvelar el secreto de nuestros verdaderos sentimientos.

Al oírle decir esas palabras, sentí que una oleada de furia me subía del corazón a la cabeza y justo entonces cruzó como un rayo por mi cerebro la idea de apoderarme de Cuando el destino juega con nosotros de una vez por todas, aunque no fue ese día cuando me hice con el maldito libro.

Paulatinamente la extraña enfermedad que padecía E. había ido consumiéndolo hasta el extremo de no permitirle moverse de la cama. Incluso me había confiado una llave del piso para no tener que llamar y salir él a abrirme. Tan débil y enfermo estaba. Yo seguí aceptando sus invitaciones, que se fueron volviendo auténticas peticiones de SOS, y al concluir las visitas, que solían ser cada vez más silenciosas y apenas un par de frases sobre el tiempo que hacía fuera mediaba entre los dos, yo recorría el trayecto que separaba su dormitorio de la puerta del piso, pensando más de una vez aprovecharme de la circunstancia para sustraer el libro a mi paso por la biblioteca, que quedaba justo en mitad de mi recorrido. Allí estaba el libro gritándome: "¡Líbrame de esta prisión!"

Aún no me explico por qué esperé para apoderarme del libro al día en que encontré a E. inmóvil, de lado, sobre el lecho, con la mirada fija en el vano de la ventana, reflejando impasible el luminoso azul del cielo. Como si tuviera de hielo el corazón, tras cerciorarme de su muerte, aunque estaba todavía caliente su esmirriado cuerpo, cogí un papel del taco de la cocina y escribí una nota a la mujer de la limpieza diciéndole que le dejaba allí la llave del piso que E. me había prestado. Luego llamé por teléfono a Pompas Fúnebres para que se hicieran cargo del cadáver. Finalmente, como si de repente me hubiera convertido en dueño de la casa, entré en la biblioteca, me dirigí al estante donde me esperaba desde siempre el libro de mis desvelos y lo libré de su prisión. Y con la alegría del que ha recuperado al fin su objeto más querido, salí con él al rellano de la escalera y cerré de un tirón la puerta a mis espaldas.

No hice caso del libro durante una larga temporada. Actué con él como el que acaba de terminar un relato, tras las infinitas correcciones de rigor, y lo da por fin, liberado de toda carga, a la imprenta. Pasó el tiempo y un día, cuando ya no sentía ningún interés por él, cogí el libro de E. R. Y al abrirlo, fue cuando de entre sus páginas voló al suelo un pequeño sobre blanco. Me dio un vuelco el corazón. En el sobre descubrí la letra de mi peor enemigo de la infancia, que decía: “Para ti, que tanto ansiabas poseer este libro”. Dentro del sobre había una carta que se expresaba en los siguientes términos: “Querido amigo, ¿recuerdas el día en que te dije que al final algunos libros sólo acaban sirviendo para desvelar nuestros verdaderos sentimientos? Pues me refería precisamente a tu fingimiento de ser amigo mío para hacerte con este libro. Siempre supe que más que envidiarme me odiabas de todo corazón porque siempre te había vencido en los concursos de declamación de poesía de los Salesianos cuando los dos éramos pequeños y que, ya adultos, desde el momento en que adquirí este libro, hiciste lo indecible por ganarte mi amistad: las sesiones de cine, las excursiones a Sitges, la asistencia a las tertulias literarias... Y aunque yo sabía los motivos de aquellos “sacrificios” tuyos, nunca te agradeceré bastante el que, una vez cayera yo enfermo, siguieras visitándome y haciéndome compañía, pese a tener mis dudas sobre tus verdaderas intenciones. Pero como no eran tus intenciones las que me consolaban en mis horas de progresivos dolor y debilitamiento, sino tus visitas, decidí olvidar aquéllas y admitir lo que sabía que un día u otro iba a ocurrir: que tomaras “prestado” el libro. Porque cuando el destino juega con nosotros, nadie puede hacer nada por torcer sus designios. Acuérdate de mí siempre que abras “nuestro” libro y perdóname, ahora que ya no podré hacerte sombra nunca más, el hecho de que te ganara siempre en los Salesianos recitando aquellas poesías que los hermanos nos hacían aprender de memoria. Un abrazo, E.”





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