Tan buen momento es éste como otro para leer unos versos. Pero que sea a la sombra y bien acompañado.
Raza de sueños
Sigue a ese hombre, a ese fiel hermano
con ojos anegados de mil noches
hipotecadas,
con manos llenas de usos y herramientas
y vacías de premios.
Sigue a esa estatura de cansancio
repartida antes que tú en el sendero
del mundo,
en la raza de sueños infinitos
de todas las culturas.
Sigue su existencia interminable
detenida en un cuerpo aquí y ahora
hasta ese hormiguero
donde los trenes hablan sin ningún pudor
de suicidios, de amores,
de hambre, de trabajo, de pan justo,
de justicia inexacta.
Síguela hasta el andamio, hasta los surcos,
hasta la escuela, hasta la fábrica,
hasta los despachos, hasta los hospitales,
hasta las sepulturas.
Haz tuyos su fatiga,
la erosión de su carne,
la embestida del odio,
los sopapos del humo y del hastío,
el hedor de la tinta que lo archiva,
la sábana más triste que lo cubre
y el broche final de los necrófagos
que le dice hasta nunca sin un llanto.
Síguela y aprende
cómo todos nosotros empujamos
la existencia de todos,
la noble eternidad de nuestra raza,
con muertes solitarias,
con vidas hechas de hambre y soledad.
Sigue a ese hombre y enjúgale el sudor
y dale un vaso de agua:
él es tú mismo, él es todos nosotros
encarnados en uno.
En esa ropa destructible suya
pero a la vez perenne
va la obra del hombre,
su andamio y su camino,
la raza siempre errante y siempre sola.
Niñez
He aquí la ruleta del recuerdo,
vengan todos y prueben su fortuna.
Poco cuesta jugar:
sólo poner en manos de la infancia el alma.
Pero usted no se acerque:
es árbol seco ya,
y nada, caballero,
al árbol muerto puede convencer
para que evoque el brillo de las hojas
que tuvo cuando estuvo en primavera.
Sólo pueden jugar
los que tienen el alma todavía
tocada por la luz de la niñez,
los que de vez en cuando
la dulce magdalena del presente
remojan en la leche del ayer,
los que saben saltar el puente oscuro
del tiempo con la pértiga
dorada de los sueños.
Campesino griego
Descansa, griego, deudo de tus dioses,
de tanta dura historia,
del áspero camino de tu patria,
tú que fuiste pastor de primaveras.
Duerme en tu tierra, ahora
coronado de paz y de recuerdos,
habita el corazón
de silente y mineral de este sarcófago
y disuélvete en polvo felizmente
con la fiel compañía
de un Orfeo pintado en la cubierta.
Que mañana un arqueólogo,
excavando con tino esta necrópolis
confundirá tus restos
con los nobles despojos de un príncipe tebano.
Paciencia, campesino,
amigo de los surcos y las lluvias,
que ese paciente azar de los hallazgos
confundirá tu destino rural
con la gloria de un héroe.
Vida de estío
A mi padre
Es verano ya.
Las rosas
han vivido una vida, y los vencejos
repiten su aventura.
Empiezo así el poema
buscando la verdad de tu silencio,
entre la vida ardiente de este verano
y la vida callada de aquel mayo de tu muerte.
Yo sé que la aventura
de buscar la emoción en el sonido
de unas cuantas palabras
que tratan de la vida, de rosas, de vencejos,
es el único medio de encontrarte.
No investigo tu ayer,
no traigo aquí tu ausencia
ni tu hueco sitiado por las cosas
que un día se vistieron con tu vida,
con tus hábiles manos y tus ojos atentos.
¡Qué fácil le sería
al llanto hacer de actor en el poema!
No quiero que tus gafas,
cegadas en el túnel de un cajón
en vano se lamenten,
ni quiero que el retrato de la sala
levante acta de fe contra el olvido.
Yo sé que puedo hallarte hablando de las cosas
sin dolor de ser tiempo,
siendo sólo esta silla o este árbol
que aceptan su destino sin premura.
Te encontraré nombrando
este estar de las cosas desde ayer a mañana
en presente constante, este aro,
esta funda de gafas, este ser y este estar
de la vieja corbata,
de estas cosas tan tuyas y tan vivas
donde nunca pondrá la muerte huevos
de dolor, de recuerdo.
Y en efecto, cuando cierro el poema,
sé que te he encontrado, padre, al fin,
y te dejo en la vida callada de aquel mayo,
con tu aro y tus gafas,
en este ardiente estío
tan ajeno y lejano de tu muerte.
El tiempo es lo que tiene
Para Tere Ávila
Miramos adelante por convicción e instinto,
aunque llevemos a cuestas cien otoños
y hayamos empolvado nuestras hojas
de juventud y lozanía muchas veces.
Miramos hacia el puerto por instinto,
aunque llevemos nuestras velas a jirones.
y el casco castigado por cien mares
que nunca hemos buscado.
El tiempo es lo que tiene.
Pero nosotros ardemos sin descanso,
y cuando el fuego se apaga bajo el látigo
de la lluvia del tiempo,
buscamos la manera de encender
nuestra leña mojada con los sueños,
con la propia esperanza de estar vivos,
pese al viento de otoño que deshoja,
pese al mar de los años que castiga.
Y seguimos mirando hacia adelante,
sabiendo que algún puerto nos espera.
Último acto
A Mercedes, mi otra madre
Aquí el tiempo se pierde en laberintos
y estrena la tragedia de unos cuantos ancianos
que mueren lentamente, lentamente,
sin darse cuenta de la acción. Al fondo,
como un inútil y ajeno decorado,
en altos surtidores se extasían
bajo un sol impasible las palmeras.
A veces las tristezas se hacen grandes
y las dichas, pequeñas.
A veces se evapora la alegría
como el agua que riega las macetas
que acompañan sin duelo el escenario.
Los actores, cautivos
en sus sillas de ruedas, clausurado
el viaje, son mimos sin futuro,
comparsas del olvido, acotaciones
para mover los labios sin palabras.
Y mientras una monja, de visita,
les habla de pecados y de iglesias,
llueve sobre estos versos
una lluvia de rabia y de impotencia.
Ni un aplauso: sólo callados llantos
mientras muere la escena.
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