Tal vez sea buen momento de incluir en este blog de escribiradiario algunas entradas de otros blogs míos, que tengo bastante olvidados.
De EL BLOG DE ESTEBAN CONDE
DEL LIBRO Y SUS ORILLAS
Ahora que se acerca el Día del Libro, me parece oportuno incluir en la
presente entrada unos cuantos aforismos relacionados con el libro y la
lectura, tan menospreciados en nuestro país, que por otra parte es uno
de los que más libros compran (¿para regalar?).
“El libro es el recuerdo de algo vivo que nunca
morirá.”
“Un libro de poesía siempre ayuda a conocer los
rincones más íntimos de su autor.”
“El libro es una realidad más infalible que nuestra
propia vida y, por ende, más duradera
que nuestro propio tiempo.”
“Cuando empiezo a escribir un libro, me sucede lo
mismo que cuando voy a iniciar un viaje, en el que la aventura y la ilusión son
mis dos guías principales.”
“Al libro no le importa la muerte porque nació para
vivir siempre. Lo que quiero decir es que, aunque el propio autor muera algún
día (de eso no se libra nadie), siempre habrá un lector en cualquier lugar del
mundo que lo abra y le dé vida por muchos siglos que pasen.”
“No hay recetas para escribir un libro. El libro sale
del alma y el corazón del autor, y ni el alma ni el corazón saben de reglas
impuestas.”
“El libro es una soledad que acompaña a otra
soledad.”
BLANCA PORTILLO: PASIÓN DE TEATRO
María de Nazaret, mujer sencilla y amante de su casa y su
familia, no entiende que el hijo que nació de sus entrañas sea llamado
por
otras gentes el Hijo de Dios. Y se rebela y grita que eso no es así; nos
lo
grita a nosotros, los espectadores del Teatre Lliure en uno de los
momentos
fundamentales de la función, casi al final, cuando se enciende la luz
total de
la sala y nosotros nos convertimos, por obra y gracia de la magia de la
imaginación, en silenciosos actores (ejemplo excelente de
la interacción teatral), en privilegiados interlocutores de la actriz.
Blanca Portillo
abandona la tarima cubierta de paja, en la que hasta ahora se ha
desarrollado la
acción dramática, para arrimarse a la primera fila de butacas y
hablarnos de la muerte atroz de su hijo. “Que ha muerto
para salvar al mundo. ¿Salvarlo de qué? ¿De la muerte? La muerte de mi
hijo, no
la muerte del que llaman Hijo de Dios, no ha valido para nada.” Palabras
iconoclastas para la tradición católica que nos dejan sin respiración.
Luego
vuelve a jugar su papel la luminotecnia teatral al uso, y María de
Nazaret,
mujer vieja y desilusionada, dolorida y arrepentida de haber huido de la
colina
donde su hijo ha muerto clavado en una cruz ante la indiferencia de
quienes
ocupan el lugar jugando a los dados o preparándose la comida como si fuese aquello una excursión
al campo; confiesa que tuvo miedo y como una madre desnaturalizada huyó de allí,
en vez de quedarse para acoger a su hijo muerto en el regazo, acariciarle y
lavarle las horribles heridas de los clavos en pies y manos y la de la corona
de espinas en la frente, antes de envolverlo en sábanas limpias para cumplir
con su piadosa labor de darle sepultura…
Ahora, con el paso del tiempo, María lo recuerda
todo con un dolor tan grande, con un arrepentimiento tan lacerante, que
sólo
desea dormir para siempre y descansar de una vez. Con parsimonia de
ritual se
despoja de su ropa negra y se queda en blanco camisón; se acerca a la
hamaca
que ha tendido previamente (todos los movimientos de la actriz están
medidos
y obedecen a las necesidades escenográficas: descorrer la trampilla del
pozo, pasar el rastrillo, abrir la puerta para asomarse, abatir la
ventana
para coger el frutero con manzanas, subirse a la escalera, apagar la
vela que
arde sobre la mesa fija, extraer la mesa plegable de la misma tarima o
la
estatua de la diosa Artemisa, oculta en una trampilla cubierta de paja, y
tantas
idas y venidas por el escenario, acostarse, cubrirse con la ropa que
lleva
puesta…); se acerca a la hamaca y se acuesta en ella para esperar
tranquila su
muerte. El fundido total… y al hacerse de nuevo la luz, Blanca Portillo,
resucita para recibir los aplausos de los espectadores, totalmente
entregados a
su impecable trabajo de actriz que ha sabido acercarnos una María de
Nazaret,
diferente a la que la tradición católica nos había ofrecido siempre,
pero que,
visto lo visto en escena, nos convence, al menos a mí. Y es que primero
Colm Tóibín,
el autor de la novela original, y luego Agustí Villaronga, director y
guionista de la obra, han sabido
convertirla en una humilde madre terrenal, con sus miedos y prejuicios,
sus
virtudes y defectos, una madre sencilla, que sólo entiende de hablar con
las
vecinas, preparar la comida o ir al pozo por agua, una madre al uso que
ha
perdido a su hijo de un modo incomprensible y cuya muerte ha estado
rodeada de
intrigas sociales, políticas y religiosas.
Además del mencionado Villaronga, hay que contar con el resto del equipo para
explicar el éxito de EL TESTAMENTO DE MARÍA: la escenografía
de F. Amat, el vestuario de M. Paloma, la iluminación de Civit, el sonido de
Ariel y la música de Gerrad; todo el equipo, digo, se ha coordinado milimétricamente
para hacer posible que la actriz Blanca Portillo, en realidad el alma del milagro
teatral, brille con luz propia. Lo confirman plenamente sus mencionados movimientos en la escena, sus
gestos, sus silencios, sus modulaciones de voz, perfectamente adecuados a los
diversos momentos de tensión y dramatismo, incluidos aquellos en que encarna
las voces de otros personajes invisibles, la vecina Farina, el primo Marcus, Marta
y María, las hermanas de Lázaro, Míriam o el propio Jesús (palabras duras e
inquietantes pronunciadas durante la imprescindible boda de Caná: “Mujer, yo no
tengo nada que ver contigo”), o en pequeños diálogos que salpican aquí y allá
la representación (si la obra tiene algún defecto, sería éste).
Una obra, en
suma, redonda, en la que destaca sin duda la interpretación, soberbia, de
Blanca Portillo, que ha demostrado a mi juicio la pasión que hay que verter en
el teatro, para que éste adquiera la altura que esperamos todos los amantes de
la escena. Aunque se trate de un monólogo seguido de casi hora y media. ¡Más mérito, imposible!
VARIACIONES DE UN POEMA ANTIGUO
I
En otro tiempo de agua ya vivida
invitaba a la gente en primavera
a que saliera al campo y aspirara
los aromas que brotan de la tierra
y el aire en faldas gráciles transporta;
son puras esperanzas, ganas nuevas
de vivir libremente, abrir el alma
a esa luz renovada que nos llega.
II
Yo vengo ahora del campo y traigo flores
de rincones donde antes hubo ausencias,
sólo tierra callada, tierra humilde
que esperaba también su primavera.
Y yemas inflamadas de futuro
que el invierno tapió de honda tristeza.
Yo vengo ahora del campo y traigo nuevos
latidos que son ya existencias nuevas.
III
Sube la primavera lentamente
por las húmedas gradas de la tierra,
por las raíces engendradoramente…
Y baja por la cálida escalera
del aire luminosa, libremente
con todo su esplendor de canto y siembra.
Y llega hasta nosotros de repente,
como una generosa bruja buena.
IV
Primavera: fecundidad y asombro,
humanidad solemne de la tierra.
Trueno repentino, impetuosa lluvia,
súbito sol y viento sin cadenas,
del alto chopo pasmo tembloroso
y cálida emoción de la hoja nueva
al verse de repente en el paisaje
llena de luz y de esperanza llena.
V
Eres, marzo, primavera y nido,
ave migratoria y volandera,
vellón de lana de merino anclado
en ramas de una zarza mañanera.
Eres, marzo, silente crecimiento
y estallido de rosas en las huertas.
Eres en fin la cálida esperanza,
el alma del aroma insatisfecha...
VI
Si puedes, sal al campo. Espera todo
desnudo desde el cielo hasta la tierra,
desnudo y perfumado, como un niño
que acaba de nacer en primavera.
Recorre los senderos, sube al monte,
desciende hasta el rumor de la riera.
Y déjate abrazar por esta brisa
que sabe a corazón y a luz materna.
VII
Si puedes, sal al campo y en tus manos
recoge amante un buen montón de tierra
y goza con su tacto: alienta en él
calor de altas raíces, luz de siembra.
Escucha atentamente los mil cantos
de pájaros alegres que ahora sueñan
después de haber estado tanto tiempo
callados y escondidos en la ausencia.
VIII
Si puedes, sal al campo, ya es la hora.
No tienes que hacer nada. Sólo observa
cómo las yemas de la vida estallan
en brillantes, limpísimas hojuelas.
Obsérvate a ti mismo, rodeado
de una luz especial, de una existencia
especial, animada y religiosa,
brotada de la joven primavera.
IX
Tu nombre, abril, campanillea alegre,
se alboroza en un júbilo de fiesta
y en aire perfumado que anda libre
entre las mansas flores de la huerta.
Pero también, abril, tu nombre llora
a lágrima tendida en la tormenta,
porque eres a la vez mes de la cuna
y de la sepultura siempre abierta.
X
Desfila por las calles retorcidas
de las ciudades castellanas viejas
el cuerpo derrotado del Yacente
entre velones de llorosa cera.
Le acompañan en fríos adoquines
descalzos pies y roces de madera,
mientras suenan sollozos de tambores
y plegarias bajo la noche negra.
XI
Pero en ti la luz, abril, sigue a la sombra.
Y la espiga junto a las flores muertas
bien viva se levanta. Dios de nuevo
está por todas partes con su fiesta
de brillos y pujanzas; vuela el aire
en música de amor por las florestas.
Todo está en ti, abril adolescente:
pena y asombro, júbilo y condena.
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