miércoles, 15 de enero de 2020

MEMORIAS DE UN JUBILADO. DEFENSA DE LA POESÍA (II)


 ¿Hay algo mejor para defender la poesía que escribirla para decir que en ella caben todos y todo?

Vivir así, en silencio,
en un breve recinto
donde cantan los versos
de los hombres sencillos.

Maragall, Bécquer, Lorca…
Danza, niebla, cuchillo…
Machado, Verdaguer…
Chopos viejos, idilios…
Rosalía... Saudade...
Juan Ramón... Los caminos…
Y España protegiendo
los versos en su nido.


Y hablando de España y de los vientos que soplan por sus puntos cardinales, le digo en poesía:

¿Quién te reconoce, España, entre tanto vuelo herido,
aves lejos de su nido y ríos de su montaña?
Siega ciega la guadaña el grano del bien nacido,
y en los surcos se ha extendido, opresiva, la cizaña.
Teje su tela la araña de pancarta y de partido,
y al insecto distraído le sorbe toda la entraña.
Se desayuna con saña, se trabaja con descuido,
y el que no abusa de olvido, se expresa con la maraña.
Y así no hay modo ni maña de encontrar el buen sentido
que en otro tiempo querido mantuviste siempre, España.

¿Hay algo mejor para defender la poesía que afirmar que sin ella la vida de un hombre no es del todo vida?

La  vida personal y literaria, especialmente en la vertiente de la poesía, del jubilado que escribe estas líneas está en muchos casos relacionada con la tan traída y llevada guerra y posguerra. El jubilado nació un 20 de febrero de 1944, día en que cinco años antes moría en Collioure, huyendo de los horrores de la Guerra, uno de los mejores poetas del país, don Antonio Machado, al que, por otra parte, tanto le debe en su modo de concebir la poesía. En su infancia, pasada toda ella en la posguerra, el jubilado vivió en carne propia sus oscuras secuelas. Un hermano de su madre, afiliado al partido comunista, había desaparecido en circunstancias oscuras; unos dicen que en una cárcel del norte de España, otros en una trinchera de combate y no faltan quienes aseguran que encontró la muerte en la cuneta de un camino cualquiera durante uno de los infelizmente llamados “paseos”; gracias a Dios hoy se sabe que sus restos descansan en una tumba común en el cementerio de León.


El mismo jubilado de pequeño oyó contar a su padre lo que le ocurrió a un primo suyo del pueblo cuando lo llevaban a fusilar a las tapias del cementerio; se conoce que su hora no había llegado aún porque, en un descuido de los matarifes, logró saltar de la camioneta que lo transportaba hacia la muerte en compañía de otros paisanos y logró ocultarse durante semanas en una madriguera de zorro que agrandó con sus propias manos; y aunque perdió algunas falanges de sus dedos, salvó la vida.

Nunca olvidé esas vivencias que, en forma de recuerdos, me siguieron siempre, primero mientras viví en Zamora, y luego en Barcelona, ciudad a la que me trasladé para cursar en su Universidad mi carrera de Filología. Quiso la casualidad o el destino que me inclinara por la vivencia y práctica de la poesía, a la vez que enfoqué mis estudios hacia el camino de la enseñanza.  Y cuando publiqué en 1978 en la editorial barcelonesa Casals mi primer libro, Cangilones de vida, mandé un ejemplar a la tertulia de José Jurado Morales, sin saber que mi futuro literario iba a estar ligado en un primer paso al autor de Sonetos de la Mala Uva, a la tertulia misma y a muchos de sus componentes hasta el momento de redactar estas líneas. Y como digo, envié mis Cangilones allí porque había leído en algún medio que en la tertulia acogían a los poetas noveles y comentaban sus poemas. Algo me decía que mi modesta vida literaria, recién comenzada, iba a estar ligada a José Jurado Morales y su tertulia de la Calle Borrell de Barcelona. De modo que a los pocos días recibí una carta cariñosa que escribía y firmaba una poetisa de la tertulia, Ester Bartolomé, excelente crítica literaria, tristemente fallecida, en nombre de todos sus componentes, en la que me decía que esperaban conocerme en el siguiente encuentro.

Así fue como conocí al poeta de Linares y a un grupo selecto de poetas, algunos de los cuales se encontraban en las mismas circunstancias que yo, es decir, acababan de publicar su primera obra o pensaban hacerlo pronto. Jurado era un hombre mayor, con el cabello blanco y un porte distinguido, casi señorial. Era muy educado y generoso y siempre tenía una palabra de agradecimiento en los labios, él que se prestaba a ofrecernos las ayudas que necesitáramos, él que nos preparaba personalmente el café que tomábamos durante la tertulia. Debo decir que todos esos detalles y otros ayudaron a que no me costara nada integrarme en el grupo más afín que se reunía en torno al poeta, de cuya confianza gocé desde el primer instante. Confianza que compartí con los poetas Vicente Rincón, Antonio Matea y José Carreta. En muchas ocasiones Jurado Morales, entre opinión y opinión sobre los poemas que le llegaban a la revista Azor, de la que era director, o sobre los libros que iba publicando la editorial Rondas, de cuyo asesoramiento literario se cuidaba, nos hablaba de su azarosa vida durante la Guerra Civil y los bombardeos de Barcelona y de cómo tuvo que salir de la ciudad, dada su condición de partidario de la República, con una maleta llena de libros y la ropa necesaria para un par de noches.

Durante una de esas charlas casi confesionales nos habló del escritor falangista Luys Santa Marina, que había sido el primer director del Cuaderno Azor junto con Max Aub. Me llevé una impresión indescriptible el día que Jurado nos contó cómo el entonces presidente de la Generalidad de Cataluña Lluís Companys lo había llamado a su despacho para mostrarle el telegrama que le había enviado José Bergamín, el director de Cruz y Raya, solicitando gracia para la condena a muerte de su amigo Santa Marina. Y un día que acompañamos Rincón y yo a Jurado hasta la parada del autobús que tomaba para ir a su verdadera casa, donde vivía con su mujer y su hija, logramos que nos contara la historia completa del escritor falangista. 

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