De un tiempo a esta parte cierto tipo de prensa no deja de insistir en el
hecho de que algunos poetas abandonan la poesía para dedicarse a la novela.
Añade que esos poetas que dejan la emoción musicada del verso para cultivar la narración cotidiana de la prosa lo habrán
hecho porque nunca poseyeron la destreza y el dominio de la preceptiva literaria para escribir poeía como Dios manda y
que será raro que lleguen a enseñorearse del arte de contar. Y también que los poetas
que desertan de la poesía lo hacen porque consideran “de repente” que el
lenguaje poético está siendo hoy ridiculizado y desvalorizado y, en el colmo de
la estupidez, que cambian la poesía por la novela porque ésta es más comercial
y tiene mayor aceptación lectora que aquélla.
Con todo, me atrevería a pensar que, al margen de esas u otras afirmaciones
de cariz similar, debe de ocultarse otro motivo, si es que lo hay, por el que
ciertos cultivadores de la poesía saltan al campo de la novela con la pértiga
de su inseguridad interior. Y es entonces cuando me hago la pregunta: ¿Esos
“poetas” que se pasan a “novelistas” estuvieron alguna vez convencidos de que
eran realmente poetas, es decir, de que el lenguaje que empleaban en sus versos poseía
el temblor, la belleza, la musicalidad y la profundidad que requiere la poesía?
Dejando al margen toda discusión, como autor de más de diez poemarios
publicados, lector de poesía y profesor de Literatura, me veo en la oportuna
circunstancia de hacer una sincera defensa de la poesía. Y en contra de Adorno,
que afirmaba que “la lírica se ha vuelto imposible después de Auschwitz”, pienso
que la poesía es hoy más necesaria que nunca, precisamente para impedir que
vuelva a suceder lo de Auschwitz y para hacer posible el hecho de que el ser
humano pregone su libertad, sus derechos y deberes a los cuatro vientos. Y si
el poeta con su actividad lírica no consigue modificar la realidad que lo
rodea, cosa más que probable (¿cuándo, en épocas pasadas, se pretendió eso?),
al menos nos regala “una pausa en la que el tiempo está quieto”, como dice
Domind, y nos invita a un encuentro con nosotros mismos, es decir, a vivir un momento único, fuera del tiempo
habitual.
Por eso estoy a favor de la poesía, y porque en esencia nos une con “la
parte de nuestro ser que no ha sido rozada por los compromisos, con nuestra
infancia, con la frescura de nuestras reacciones”, y, al unirnos con nosotros
mismos, deja abierta la posibilidad de comunicarnos con los demás.
Y volviendo al hipotético hecho señalado más arriba por cierto tipo de
prensa, según el cual los poetas abandonan la poesía para cultivar la novela o cualquier
otro género literario, en lo que a mí respecta, por muy mal que me vaya, nunca
la abandonaré. Eso lo entendería en el caso de aquellos a quienes les falta el
valor, el triple valor que exige el ejercicio de la lírica; a saber: el valor
de confesar la propia personalidad, el valor para no falsificar lo que se
nombra y el valor que se necesita para invocar a los otros. El alma desnuda del
poeta está en su poesía, su autenticidad y la autenticidad de su mundo se
recrea en sus poemas, y en sus versos se esconde la imperiosa invocación a los
demás, a los hermanos que como él caminan diariamente hacia la muerte con el
compromiso humano en el corazón, la voz y las manos.
Por todo lo anterior, defiendo a la poesía, y por mucho más: porque ayuda
a la realidad a ser realidad más clara y transparente, viva y saludable, y
porque para el poeta no hay, como para el político o el publicista, palabras
importantes y no importantes, sino que sostiene la realidad bajo el enfoque de
la palabra justa y precisa, convirtiéndose así en un “higienista del lenguaje".
Porque el poeta, el verdadero poeta, examina una y otra vez cada palabra que
emplea para que se acomode a la siempre mudable realidad.
Que abandonen los que quieran la poesía para cultivar otro género
literario (nadie se lo reprochará puesto que el cambio, en el ámbito que sea,
es siempre un síntoma de libertad). Y que el poeta verdadero continúe
realizando su hermosa tarea lírica sin pensar en las razones expuestas al
principio ni en las pataletas pueriles e injustas de algunos cultivadores del
verso trasgresor, como es el caso de Juan Luis Panero, que en las páginas de un
periódico se despachó a gusto diciendo por ejemplo de Platero y yo, emblemático
poemario en prosa de Juan Ramón Jiménez, que se trata de un perfecto manual de
cursilería o que el prometeico poeta zamorano León Felipe es un irritante
predicador prosaico. Para sí quisiera el hijo del que fuera gran poeta de la
posguerra Leopoldo Panero el lenguaje hondamente lírico de Juan Ramón,
trasmisor de la belleza y de la realidad temblorosa y mágica de las cosas
elementales y sencillas, o el lenguaje sonoro y auténtico de León Felipe que,
como un fuerte viento, grita con dolor y profundidad denunciando el problema
diario que es la existencia del ser humano.
Vivan por siempre la poesía y el poeta auténticos.
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