martes, 7 de enero de 2020

MEMORIAS DE UN JUBILADO. DEFENSA DE LA POESÍA (I)



De un tiempo a esta parte cierto tipo de prensa no deja de insistir en el hecho de que algunos poetas abandonan la poesía para dedicarse a la novela. Añade que esos poetas que dejan la emoción musicada del verso para cultivar la narración cotidiana de la prosa lo habrán hecho porque nunca poseyeron la destreza y el dominio de la preceptiva literaria para escribir poeía como Dios manda y que será raro que lleguen a enseñorearse del arte de contar. Y también que los poetas que desertan de la poesía lo hacen porque consideran “de repente” que el lenguaje poético está siendo hoy ridiculizado y desvalorizado y, en el colmo de la estupidez, que cambian la poesía por la novela porque ésta es más comercial y tiene mayor aceptación lectora que aquélla.


Con todo, me atrevería a pensar que, al margen de esas u otras afirmaciones de cariz similar, debe de ocultarse otro motivo, si es que lo hay, por el que ciertos cultivadores de la poesía saltan al campo de la novela con la pértiga de su inseguridad interior. Y es entonces cuando me hago la pregunta: ¿Esos “poetas” que se pasan a “novelistas” estuvieron alguna vez convencidos de que eran realmente poetas, es decir, de que el lenguaje que empleaban en sus versos poseía el temblor, la belleza, la musicalidad y la profundidad que requiere la poesía?


Dejando al margen toda discusión, como autor de más de diez poemarios publicados, lector de poesía y profesor de Literatura, me veo en la oportuna circunstancia de hacer una sincera defensa de la poesía. Y en contra de Adorno, que afirmaba que “la lírica se ha vuelto imposible después de Auschwitz”, pienso que la poesía es hoy más necesaria que nunca, precisamente para impedir que vuelva a suceder lo de Auschwitz y para hacer posible el hecho de que el ser humano pregone su libertad, sus derechos y deberes a los cuatro vientos. Y si el poeta con su actividad lírica no consigue modificar la realidad que lo rodea, cosa más que probable (¿cuándo, en épocas pasadas, se pretendió eso?), al menos nos regala “una pausa en la que el tiempo está quieto”, como dice Domind, y nos invita a un encuentro con nosotros mismos, es decir,  a vivir un momento único, fuera del tiempo habitual.
Por eso estoy a favor de la poesía, y porque en esencia nos une con “la parte de nuestro ser que no ha sido rozada por los compromisos, con nuestra infancia, con la frescura de nuestras reacciones”, y, al unirnos con nosotros mismos, deja abierta la posibilidad de comunicarnos con los demás.
Y volviendo al hipotético hecho señalado más arriba por cierto tipo de prensa, según el cual los poetas abandonan la poesía para cultivar la novela o cualquier otro género literario, en lo que a mí respecta, por muy mal que me vaya, nunca la abandonaré. Eso lo entendería en el caso de aquellos a quienes les falta el valor, el triple valor que exige el ejercicio de la lírica; a saber: el valor de confesar la propia personalidad, el valor para no falsificar lo que se nombra y el valor que se necesita para invocar a los otros. El alma desnuda del poeta está en su poesía, su autenticidad y la autenticidad de su mundo se recrea en sus poemas, y en sus versos se esconde la imperiosa invocación a los demás, a los hermanos que como él caminan diariamente hacia la muerte con el compromiso humano en el corazón, la voz y las manos. 


Por todo lo anterior, defiendo a la poesía, y por mucho más: porque ayuda a la realidad a ser realidad más clara y transparente, viva y saludable, y porque para el poeta no hay, como para el político o el publicista, palabras importantes y no importantes, sino que sostiene la realidad bajo el enfoque de la palabra justa y precisa, convirtiéndose así en un “higienista del lenguaje". Porque el poeta, el verdadero poeta, examina una y otra vez cada palabra que emplea para que se acomode a la siempre mudable realidad.
Que abandonen los que quieran la poesía para cultivar otro género literario (nadie se lo reprochará puesto que el cambio, en el ámbito que sea, es siempre un síntoma de libertad). Y que el poeta verdadero continúe realizando su hermosa tarea lírica sin pensar en las razones expuestas al principio ni en las pataletas pueriles e injustas de algunos cultivadores del verso trasgresor, como es el caso de Juan Luis Panero, que en las páginas de un periódico se despachó a gusto diciendo por ejemplo de Platero y yo, emblemático poemario en prosa de Juan Ramón Jiménez, que se trata de un perfecto manual de cursilería o que el prometeico poeta zamorano León Felipe es un irritante predicador prosaico. Para sí quisiera el hijo del que fuera gran poeta de la posguerra Leopoldo Panero el lenguaje hondamente lírico de Juan Ramón, trasmisor de la belleza y de la realidad temblorosa y mágica de las cosas elementales y sencillas, o el lenguaje sonoro y auténtico de León Felipe que, como un fuerte viento, grita con dolor y profundidad denunciando el problema diario que es la existencia del ser humano.
Vivan por siempre la poesía y el poeta auténticos.


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