miércoles, 1 de agosto de 2018

GENTE ZAMORANA Claudio Rodríguez, el poeta de Zamora


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Quien es hoy por hoy nuestro mejor poeta actual, nació el 30 de enero de 1934 en el seno de una familia labradora con bienes. Desde muy pequeño pasó largas temporadas en la finca de su abuela materna en contacto con la naturaleza y las labores del campo. Luego estudió el bachillerato en el Instituto Claudio Moyano. Fue muy buen estudiante y compañero, y jugaba excelentemente al fútbol cuando era chico, al que todos llamábamos Cayín. Al morir su padre, Claudio tuvo que encargarse de la administración de las fincas familiares y del trato con los jornaleros. Su costumbre de caminar por los campos se acentuó aún más y se refugió en la lectura. Se hizo ayudante de un profesor de latín y francés y estudió a su lado la métrica latina, francesa y castellana. Leyó a Rimbaud en su lengua y se mantuvo siempre en contacto con quien fue durante generaciones nuestro común profesor de literatura en el Instituto, don Ramón Luelmo.

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Dos rasgos definieron su personalidad: la atenta observación de cuanto sucedía a su alrededor, incluidos los cantos y los juegos en los corros infantiles, y su impenitente afición a caminar y pasear por la ciudad y por las orillas de nuestro río. En cuanto a su formación literaria, jugó un papel importantísimo la biblioteca paterna: clásicos españoles, en particular los místicos, con los que le unió su actitud contemplativa, y poetas franceses del siglo XIX: Charles Baudelaire, Verlaine y Rimbaud (compartió con este último su pronta madurez poética).

Hacia 1948 escribió sus primeros poemas, que él llamó "ejercicios para piano", y al año siguiente publicó Nana de la Virgen María en el Correo de Zamora. Poco más tarde se trasladó a Madrid para estudiar Filología Románica con una beca y obtuvo el premio Adonais de poesía con Don de la ebriedad (contaba sólo 18 años de edad), libro que impresionó mucho al poeta de la Generación del 27 Vicente Aleixandre, con el que mantendría una amistad profunda, casi filial, y a cuya casa de Wellingtonia acudiría a menudo. Al año siguiente de lograr el Adonais conoció a quien será la compañera de su vida hasta la muerte, Clara Miranda.

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En los primeros meses de 1956 se afilió al Partido Comunista, pero dejó el Partido inmediatamente tras discutir con el hermano de Jorge Semprún. Aun así  participó en los enfrentamientos con la policía entre el 1 y el 9 de febrero, por lo que fue detenido y posteriormente vigilado. A todo esto se licenció en Filología Románica en 1957 con una tesis sobre El elemento mágico en las canciones infantiles de corro castellanas, bajo la dirección de Rafael de Balbín. Y ese mismo verano cumplió el Servicio Militar. En 1958 publicó su segundo libro, Conjuros, que dedicó a Vicente Aleixandre, y, con la ayuda de éste y  Dámaso Alonso, otro miembro distinguido de la Generación del 27, viajó a Inglaterra para trabajar como lector de español en Nottingham. El 23 de julio de 1959 se casó con Clara Miranda y ambos se trasladaron a Cambridge, donde el poeta desempeñó el mismo cargo. Durante los años que estuvo en Inglaterra (permaneció allí hasta1964), descubrió a los poetas románticos ingleses especialmente a William Wordsworth y Dylan Thomas, que influirán de manera notable en su poética. También entabló amistad con el poeta español Francisco Brines, que era lector en Oxford. Antes, en 1963, ya había sido incluido en la antología Poesía última, de Francisco Ribes, en la que aparecen, junto a sus poemas, los de Eladio Cabañero, Ángel González, José Ángel Valente y Carlos Sahagún, autores que conforman el grupo poético madrileño que se dio a conocer en la década de 1950-1960, al que los críticos bautizaron con el nombre de Generación de los 50, como quedó dicho más arriba. En Inglaterra escribió Alianza y condena, que obtuvo el Premio de la Crítica de 1965.

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De regreso a Madrid, se dedicó a la enseñanza universitaria. Los años setenta, pese a las desgracias sufridas por miembros de su familia más directa, el asesinato de su hermana y la muerte de su madre, significan la consagración definitiva del poeta. En 1976, publicó su cuarto poemario El vuelo de la celebración. En 1983, recibió el Premio Nacional de Poesía por Desde mis poemas, recopilación de sus cuatro primeros libros. Le siguieron más premios y reconocimientos hasta que en diciembre de 1987 fue elegido miembro de número de la Real Academia Española, en el sillón dejado vacante por Gerardo Diego. En marzo de 1992 leyó su discurso de ingreso titulado: Poesía como Participación: Hacia Miguel Hernández. En 1993 publicó Casi una leyenda, que será su último libro de poemas. El 28 de marzo de 1993 recibió el Premio Príncipe de Asturias de las Letras y cinco días después el II Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana de la Universidad de Salamanca. Falleció en Madrid a los 65 años de edad el 22 de julio de 1999. 

Claudio Rodríguez es uno de mis poetas preferidos y sus poemas y escritos ensayísticos siguen siendo una de mis más asiduas lecturas. De entre sus poemas me quedo con los que componen su primer libro, Don de la ebriedad, y como ejemplo copio un fragmento del principio:
 
“Siempre la claridad viene del cielo;
es un don: no se halla entre la cosas
sino muy por encima, y las ocupa
haciendo de ello vida y labor propias.
Así amanece el día; así la noche
cierra el gran aposento de sus sombras.
Y esto es un don. ¿Quién hace menos creados
cada vez a los seres? ¿Qué alta bóveda
los contiene en su amor? ¡Si ya nos llega
y es pronto aún, ya llega a la redonda
a la manera de lo vuelos tuyos
y se cierne, y se aleja y, aún remota,
nada hay tan claro como sus impulsos!”

 Y de sus ensayos, elijo para la ocasión el prólogo que escribió para Zamora en la literatura, de Luciano García Lorenzo, otro zamorano enamorado de su tierra. En ese prólogo Claudio Rodríguez dice de Zamora al final del punto I que “es la ciudad de mi alma. Unos andan sin saber qué pisan… “Y consideraba de qué podría aprovechar aquella barahúnda de cosas”. Estas palabras de Santa Teresa de Jesús resumen el retablo, o mejor, la columna de mi interiorización de Zamora. Dicha “barahúnda” llega desde la capilla hasta el altar del Monasterio de Moreruela, hasta la perdiz temprana de La Hiniesta, hasta el Alfoz de Toro… Hasta los amigos, la infancia, la muralla y las putas. Y el vino fiel.” Y al final del punto II: “La ciudad se ha hecho canto. Pero, abierta, espera “en que ya roto el viejo, nazca al día el hombre nuevo.” Siempre en la entraña, como este libro. Pero que acaben los ecos (estas palabras) y que comiencen las voces verdaderas. ¿Verdad, don Ramón Luelmo?”

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