martes, 18 de octubre de 2016

MEMORIAS DE UN JUBILADO, EL PREMIO I

La tertulia de Jurado (1)

Algunas veces que mi mujer me acompañaba a la tertulia de Jurado, sobre todo, a partir de cierto tiempo en que empecé a sentirme allí como en mi casa, íbamos los cinco o seis más avenidos de la tertulia a un bar de la Ronda de San Antonio, que estaba pegando al Mercadillo de libros de ocasión, y allí charlábamos de nuestras familias y de los proyectos literarios que teníamos. Pero eran las cuatro paredes del salón principal del piso de Jurado donde tenía lugar lo más importante. Allí dentro, alrededor de la mesa presidida por el poeta anfitrión, rodeados de estanterías de libros, encima de una de las cuales el busto de Galdós nos miraba siempre protector, era donde crecía la amistad, el respeto y la admiración entre nosotros, pero también las inquietudes personales de llegar más lejos en el reconocimiento de nuestra obra particular, que con el tiempo, se fueron convirtiendo en pequeñas envidias, especialmente cuando alguno conseguía algún premio. Como cuando el amigo Vicente Rincón obtuvo el Premio de Poesía Ciudad de Martorell.
Ya estoy volando demasiado lejos. Debo volver a aquella primera vez que pisé la tertulia de Jurado, tras el envío de Cangilones si quiero poner cierto orden a estas memorias. Cuando junto a la puerta de la calle pulsé el timbre del piso, el corazón amenazaba salírseme por la boca. De repente, una voz de hombre me preguntó desde arriba quién era. Le dije mi nombre y tras un ruido electrónico se abrió la puerta. Entré en el portal y empecé a subir las escaleras. Aunque era todavía bastante joven, llegué arriba a punto de echar los bofes. En la puerta del piso me esperaba un hombre mayor que yo, de cabeza grande y pelo fuerte y encrespado de color zanahoria, que se presentó como Matea, me dio la mano y me invitó a entrar. Luego le seguí por un pasillo hasta el salón donde estaba reunida la tertulia.
Aquel día fue memorable. Además de conocer al poeta de poetas y director de la tertulia José Jurado Morales y a Matea, que fue quien me había abierto la puerta, tuve la suerte de conocer a dos poetisas de alto vuelo, ambas licenciadas como yo e igualmente colegas del mismo gremio. Una, Isabel Abad, que había cursado Clásicas, de verso elegante a la vez que profundo y culturalista, como se llamaba entonces a una corriente poética recién nacida y a cuyos representantes los manuales al uso bautizaban de Novísimos, y la otra, Esther Bartolomé, licenciada en Filología Románica, que era la persona que había contestado a mi carta invitándome a asistir a la tertulia, una mujer tan joven como sabia, autora de libros de poesía y de crítica literaria y colaboradora de revistas de tirada nacional y de reconocida solvencia, como Ínsula o La estafeta literaria, por citar dos de ellas.
En aquella primera reunión también conocí a una pareja singular formada por la poetisa aragonesa Sofía Sala, fina y rubia como un ángel, de voz reposada y mágica, y su marido Aurelio, un hombre de leve sonrisa, demacrado y enfermizo que cuando se envolvía en su abrigo, que era casi siempre, aun en temporadas de bonanza climática, parecía desaparecer dentro de él; y a otros poetas como Vicente Rincón y Carreta, que resultó ser muy amigo de Matea; estos dos últimos, Carreta y Matea, eran los dos tertulianos más asiduos, según puntualizó José Jurado Morales. Jurado era un anfitrión perfecto: él mismo preparaba en la cocina contigua café para todos los circunstantes. Como poeta, poseía un gusto exquisito y escribía una lírica profunda a la vez que musical, como pude comprobar ya aquel mismo día, cuando nos leyó, a petición de Esther, el Pórtico del libro que acababa de publicar en Rondas, la editorial que él dirigía, Poemas del amor radiante:
“Cancelas abre al AMOR
con trovas y madrigales,
que al amor le agrada el verso
con las sílabas cabales.
Cancelas abre al AMOR,
que pasará tus umbrales
si le ofreces, como en prenda,
miel de flor en tus panales…”
Luego me hicieron hablar de Cangilones y me invitaron a leer algunos poemas. Aquella mi primera tertulia literaria me fue de gran utilidad pues Jurado, sacando a relucir una de sus cualidades más celebradas, me proporcionó generosamente una lista de escritores y poetas nacionales y extranjeros a quienes me sugirió que les enviara ejemplares de mi libro para que lo conocieran y opinaran sobre él. Recuerdo que me dijo:
--Esa es la regla número uno que debe seguir al pie de la letra el neófito si quiere ser conocido en el mundillo literario.
Y esas cosas y todo lo decía con hablar pausado y riguroso. Y yo, ilusionado como siempre, me puse a mandar Cangilones, junto con la recomendación de Jurado, a cuantos escritores y poetas me alcanzaron los ejemplares que tenía, a excepción de una veintena, que conservé para casos imprevistos. Me contestaron muchos y de ellos recuerdo especialmente las palabras generosas de dos figuras señeras de nuestra poesía contemporánea, Carlos Murciano y José García Nieto, amigos personales de Jurado. Amigos que al año siguiente, con motivo de un homenaje que la Casa de Andalucía de la Vía Layetana le hizo al poeta de Linares, acudieron muy gustosamente para hacer una semblanza muy emotiva de Jurado Morales. Esa noche compartí tiempo y emociones con esos dos poetas, con el homenajeado y con otros poetas de la tertulia, como Matea, Carreta o Rincón, en el restaurante Las cinco Villas de Barcelona, situado delante del antiguo estadio del Español, en la avenida de Madrid. En un momento dado de la cena, me atreví a ir a la mesa que ocupaban junto con Jurado y, tras presentarme, les di las gracias por las palabras amables que ambos habían dedicado a Cangilones.
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Recuerdo que al acabar aquella mi primera tertulia, Matea y Carreta se ofrecieron a acompañarme en el viaje de vuelta a casa en metro hasta Sagrera, donde hacía trasbordo para tomar el tren que me llevaba a Horta. Ellos, que seguían el viaje en la misma vía, me dijeron que vivían en Cerdanyola. Uno, Carreta, era vigilante nocturno en obras de construcción, y Matea capataz en la fábrica de amianto de Aiscondel. El más hablador era Matea, que no dejaba de sacar de los bolsillos de su chaqueta recibos de la empresa donde había escrito al dorso borradores incontables de poemas para leérnoslos en el viaje en voz alta, ante la sorpresa de los demás viajeros. Matea tenía una letra pequeña, rápida y angulosa que recorría el renglón de un lado a otro, y él la leía igual de rápido, como si tuviera miedo a que se le fuera el tiempo y no pudiera leer todo lo que  quería. Y pasaba al siguiente papel. Y explicaba cómo había empezado a escribir en él, qué ideas le habían venido a la cabeza cuando escribía o en qué o quién estaba pensando antes de dejar bolar el bolígrafo. Aquel día me regaló dedicado uno de sus libros de sonetos (siempre llevaba a la tertulia algún libro para regalar y dedicar); el poemario se llamaba Sonetos en gris mayor, que había obtenido el premio de Diputación de Albacete veinte años atrás pero que había sido publicado el año 1977. Fue poco antes de que yo abandonara el vagón en Sagrera. Justo cuando me recomendó que fuera al cine a ver Sonata de otoño, de Bergman, una historia, me dijo de amor materno-filial llena de desencuentros, amores, odios, reproches, música de la buena y poesía, mucha poesía, en el texto, en los ambientes interiores de la casa donde se mueven los personajes, en los paisajes del lago… Justo entonces, sin transición ninguna, me dijo que era de Albacete y que había venido con su madre a Cerdanyola después de la guerra civil. Quedamos en vernos en la tertulia para dentro de dos sábados porque el siguiente yo tenía que hacer otras cosas con la familia y me era imposible asistir.
Pensé en ir al cine un día de aquellos para ver Sonata de otoño, y pensé también en la bella novela del mismo nombre de Valle-Inclán. Y entonces abrí el libro de Matea mientras el tren me llevaba a Horta. Lo primero que descubrí en él fueron algunos comentarios que habían escrito sobre su obra escritores españoles muy conocidos como Pemán, Leopoldo de Luis, Cristóbal Benítez, Luesma Castán, Buero Vallejo, Antonio Beneyto, Juan Antonio Villacañas o el mismo Jurado Morales, que había consignado: “La poesía de Matea es un espejo en el cual podemos ver su imagen, tal como es él mismo. Poeta que logra expresarse con la difícil sencillez, logro que no está al alcance de todos.”
Luego leí el primer soneto:
“Quisiera ser cual soy, tener pan tierno,
un beso de mujer, de vino… un vaso,
que no quiero vivir con el fracaso
de buscar gloria y encontrar infierno.
¿Por qué ambicionar más si, en mi gobierno,
encuentro la salud hasta el ocaso
y el dulce hogar que acoge, donde paso
las horas frías del helado invierno?...”
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 He mencionado arriba, entre los escritores que opinaron sobre el libro de Matea, a Cristóbal Benítez. ¡Ay, Cristóbal Benítez!, ¡cuántos buenos recuerdos conservo de él! No hace mucho nos dejó. Era un poeta andaluz, de Montejaque, Málaga, una persona simpática y generosa donde los haya que ya se había dado a conocer como amante de las musas poéticas en 1968, con Sendero en el alba, título sugeridor que parece ya indicar a las claras el arranque esperanzador de su largo camino lírico. Cristóbal fue un asiduo asistente a la tertulia de Jurado desde sus inicios, como Matea, Carreta, Rincón o Díaz Borges, por citar otro poeta de cuerpo entero, de gran corazón e igualmente generoso conmigo desde el primer momento en que nos conocimos, del que ya hablaré en otro momento. Ahora le toca el turno a Cristóbal.
Cristóbal entregó a Rondas su segundo libro, también de título elocuente, Del camino y la esperanza, para que viera la luz en 1976, tres años antes que mi Agua vivida. Jurado escribió de él en la solapa del libro: “Se trata de un poeta que, conmovido ante el paisaje, lo describe con ternura, ofreciéndonos siempre la imagen real, viva.” Autodidacto, supo construir un camino propio en medio de tantos poetas como a diario surgían en la época aquí y allá con miles de páginas dedicadas a cantar la belleza. Hay mucha poesía echada al mundo, pero hay muy pocos poetas que sepan verla y expresarla, y uno de ellos era sin duda Cristóbal Benítez. Con palabras de Jurado, “poema a poema coordina espíritu y corazón, hasta entregarse sobriamente en cada verso con un enternecido acento: el de la poesía verdadera.” Del camino y la esperanza muestra una métrica variada: versos libres y sin rima, versos con rima asonantada y versos sujetos al rigor de las estrofas clásicas; y en todos un corazón sincero y generoso y una mente libre e independiente, siempre al servicio de la tolerancia y el amor, del canto y del optimismo. Cuando se me pregunta si la poesía de Cristóbal es de matiz social o intimista, respondo sin dudar que Cristóbal es un poeta que cultiva un intimismo social porque al hablar de sí mismo se vale de los sentimientos de los demás y al hablar de los demás lo hace a través de su propia manera de sentir y de pensar. El libro contiene sonetos donde el intimismo social prevalece y tiene romances donde lo social aparece interiorizado. Y otras composiciones donde ambos ingredientes están tan sabiamente mezclados, que es difícil discernirlos. Como puede comprobarse en Pon de tu pan, poema que dedica precisamente “a José Jurado Morales, porque de su celemín yo cogí algún grano de trigo.”
“Cuando sientas, amigo,
herido tu costado por traidora lanza,
no te dejes vencer por su latido
y bébete la pena con tus propias lágrimas.
Siéntete más entero.
Muerde la vida. Agárrala:
renace de tu propia desventura.
Ánimo y no decaigas.
Sigue llamando. Así es la vida,
y, si alguien responde a tu llamada,
dale la mano, mírale a los ojos,
y con tu sentimiento y tu palabra
dile que vienes por las sendas solo,
pero sin renunciar a la esperanza.”
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En cuanto a José Díaz Borges, igualmente desaparecido, tinerfeño de Guía de Isora, estudió Bachillerato Universitario en Ciencias por la Universidad de San  Fernando de La Laguna (Tenerife). Fue Maestro de Primera Enseñanza, Practicante en Medicina y Cirugía con especialidad en Anestesia, Medicina de Empresa y Podología y “Oficial del Ejército en situación de retirado”, como le gustaba a él retratarse en sus Bio-bibliografías. Además era una persona educada, seria, culta, atenta y generosa como pocas he conocido, y desde luego nacida para ser poeta de cuerpo entero, pues ya  a los catorce años publicó su primer libro, Horizontes de zafiro. Le siguieron otros poemarios como En la sólida piedra, La luz herida y, últimamente, Cantos a Miguel Hernández, que vio la luz en Rondas un año antes que mi Agua vivida. Los Cantos fueron seleccionados en el Premio de Poesía de Ciudad de Martorell de ese mismo año 1978. Está formado por 25 sonetos, varias composiciones de diferente extensión métrica que titula Ecos y un extenso poema de versos libres, No puedes luchar. Como afirma Jurado en el prólogo, José Díaz Borges “en este nuevo poemario, Cantos a Miguel Hernández, rinde un fervoroso homenaje a esa gran figura de nuestra lírica…” Y más abajo: “Hay en estos sonetos mucha admiración que el poeta expresa con acento tierno unas veces y otras con cierta aspereza porque así lo requiere la configuración de lo que hay en el fondo del soneto, donde se despejan los contornos de la recia personalidad de Miguel Hernández de tan destacados matices humanos como espirituales.” Tiene razón Jurado. Eso es lo que hay en este libro: mucha humanidad y mucha espiritualidad. Sin espigar demasiado, encontramos bellos ejemplos en el libro. Sirva de muestra el soneto titulado Te me vas:
“Te me vas de la cuenca de mi mano
como el agua en el alma, fuente o río,
para dejar cegado este vacío
como si se evaporase un oceano.
Pero te gano, creo que te gano
para volver de nuevo al pecho mío,
y, en armonioso canto, un dulce pío
escucho de tu voz, poeta hermano.
No se apaga tu voz, tu voz resiste
contra el odio, la muerte y la cizaña;
por todo aquello que en el verso diste
hoy de nuevo te aclama y vibra España,
cual gigante, Miguel, morir supiste.
¡Hoy mi verso en la gloria te acompaña!”

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