viernes, 12 de agosto de 2016

UN RELATO DE SEMANA SANTA

Con el agobio propio de estos meses de verano, recuerdo con nostalgia lo vivido hace unos meses también aquí, en este refugio de Tossa de Mar, en Semana Santa. Y no puedo resistir la tentación de traer al blog ecos escritos de los momentos pasados entonces. Así, tal vez la tranquilidad de aquellos días compense un poco el torbellino imparable de éstos.

 

 

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El Domingo de Ramos volví a ver en la tele Quo Vadis? Desde las primeras escenas empecé a recordar momentos entrañables de mi infancia. Marco Vinicio, el Robert Taylor entre arrogante y apuesto de siempre, apareció en el palacio del viejo general dispuesto a enamorarse de Ligia, la dulce Deborah Kerr de siempre. Eso a nosotros, los chicos de la posguerra, nos agrandaba el corazón y ardíamos en deseos de ver las escenas del circo en que la bella mujer, atada a un poste, era defendida por el fiel Ursus de las afiladas astas de un toro. Una vez tras otra veíamos la película como quien se asoma al espejo de la valentía y del amor. Espadas de madera caían melladas en nuestras aventuras vespertinas tras presenciar el film. Año tras año, caían mellados por el tiempo que amenazaba con la espada del olvido. Pero Quo Vadis? Sabía devolvernos milagrosamente al refugio inviolable e inamovible de la infancia. Eunice besando la estatua de Petronio era una escena que nos encendía el alma y el cuerpo. Una esclava hispana que rechaza la invitación de pertenecer a Vinicio, aunque vaya a recibir a cambio diez latigazos, porque está enamorada perdidamente de Petronio. Aquellos ojos verdes de la sierva nos perseguían a los chicos de la posguerra en nuestras aventuras por el soto del río y acababan en el tacto solitario y placentero de la mano oculta bajo el pantalón. ¿Y la insoportable vanidad de Nerón? Su infinita estupidez nos hacía reír, aunque sabíamos de antemano que acabaría incendiando a Roma sólo con el objeto de buscar inspiración para sus malísimos versos. Y en la escena de la cueva donde los cristianos se reúnen para escuchar de labios de Pedro el resumen de la Pasión de Jesús, veíamos las sombras fervorosas de las noches de nuestra ciudad por cuyas calles desfilaban durante la Semana Santa los pasos que recordaban la muerte de Cristo en la cruz, aquel carpintero que fue Dios y del que el cura del barrio nos había hablado cientos de veces desde el púlpito de la iglesia. También es inolvidable la escena de Pedro en el camino, donde la luz estalla entre las ramas de un árbol inmóvil bajo un vendaval, mientras la voz de Dios suena en boca de Nazario, su pequeño acompañante, y el bastón del Apóstol, erguido, sin caerse pese a que nadie lo sostiene, acaba floreciendo, como si se tratara de un árbol mágico. ¿Y el suicidio de Petronio y su amada la bella Eunice, la sierva de los ojos verdes, ante sus amigos, en un acto cívico irrepetible mientras manda redactar al amanuense una carta dirigida al loco Nerón, en la cual le pide que no vuelva a aburrir a nadie con sus pésimos versos? Pero ninguna escena iguala a la del circo. Los leones, las muertes de los mártires y el final apoteósico de la película en la que ganan los buenos.¡Oh, divino don de la infancia, el de convertir en eterna una cosa tan material y contingente como una película, y eternos los sentimientos que provoca! Y sobre todo, el de hacer volver a un adulto a su más tierna infancia.


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El Lunes Santo amaneció nublado. Barrí el jardín como cada día y luego me senté a contemplarlo. Mientras lo hacía, notaba cómo la claridad iba iluminándolo todo cada vez más, como cuando nos ponemos a hacer memoria con atención y a nuestra mente acuden más limpiamente los recuerdos. La luz iba destacando la violeta floración del lilo, el rojo encarnado del pruno, el oro encendido de la carolina, los aún verdes frutos del níspero, que ya empezaban a destacarse entre las enormes hojas del árbol, los soldaditos azules de las ajugas y la pujanza de los evónimos, las okubas y la aralia que, tras la poda que le hice hace unos meses, subía arrimada a la pared del fondo abriendo sus manos gigantes de incansable mendigo. Sin olvidar la frondosa viña virgen que, imparable, empezaba a tapizar las vallas de brezo. Quedaba aún la esperanza insinuada de las campánulas del arriate del centro, del joven madroño, el granado y tantas otras plantas que con el paso de la primavera alcanzarán su máximo esplendor.

También para hacer un poco de ejercicio físico fui a echar al correo un poemario que acababa de corregir por enésima vez. El buzón de correos se encuentra a unas cuantas manzanas de casa y el paseo hasta él siempre es agradable y variopinto ya que por encima de las tapias de los jardines de las casas puedo asistir al paso de las estaciones en las galas y adornos de las plantas que asoman por ellas. Colores y olores se mezclaban en el aire de la mañana, aire algo turbio por la escasa luz que mostraba el día. Pero la esperanza que respiraba en todo me hacía mucho bien lo mismo que el paseo. El tema del poemario que llevaba encerrado en el sobre camino del buzón hablaba del influjo del paso del tiempo sobre las cosas que rodean la vida del hombre y sobre el hombre mismo. Sus maneras de pensar y de sentir se ven obligados a cambiar pese a que en el núcleo de su persona, siempre perenne e insobornable, sigue viviendo, pensando y sintiendo el niño que fue un día.

Por la tarde fuimos a ver a la abuela a la Residencia donde se halla internada. El viento había llenado la Plaza de Ibiza de polen amarillento, y los recuerdos de cuando vivimos en el barrio de Horta salían a recibirnos en todas las esquinas. Visitar a alguien querido en una Residencia en Semana Santa es revivir el dolor. La anciana estaba acostada en su cama en la habitación de techos altos que comparte con otras dos internas. La residencia fue un antiguo palacete modernista, que ahora huele a sopa de tarde y se escucha rezumando de sus viejas paredes un silencio perdido. El jardín de la Residencia, solitario, rezaba en las palmeras y en los cipreses del fondo, mientras que la gata y el perro del lugar, verdaderos talismanes de los enfermos, recorrían los rincones de la terraza bajo las columnas del porche. Tras echar una rápida ojeada a la soledad y quietud del jardín, regresamos a la habitación de Mercedes que, acurrucada en su lecho, aprendía a morir despacio, sin saber quién es ella ni quiénes somos nosotros. En el escaso brillo de sus pequeños ojos se esconde el calvario de todas las Semanas Santas juntas y en sus manos el inexorable adiós a lo que fue un día allá en su infancia, a lo que fue cuando se enamoró y se casó con el padre de sus ocho hijas, el adiós a lo que fue ayer y ahora mismo. Salí de la Residencia como una lluvia sin mar ni primavera.

 

El Martes Santo nos vinimos a Tossa, donde escribo estas notas. El sol y el mar tejen una alianza perfecta para encontrar la paz, después del largo trimestre que acabo de vivir, y tomar fuerzas para enfilar la última recta del  curso escolar. Como es habitual en nosotros, tras dejar el equipaje hemos subido por la cuesta del pintor hasta la plaza de Ava Gardner para luego bajar por la rampa del mar hasta los pies de la muralla, con la vista del pueblo extendido en arco alrededor de la bahía. Ya había gente en la playa tomando el sol, pero el agua, azul y quieta como una gigantesca lentilla, estaba solitaria; quizás su baja temperatura aún no la hace apta para el baño. En la biblioteca nos hemos pertrechado de lectura y cine para un par de días. En ARTE me he encontrado con la sorpresa de ultratumba del rey Pakal, un tesoro arqueológico de valor incalculable perteneciente al mundo maya que ha sido encontrado en la tumba que dicho rey tiene en el templo de las Inscripciones de Palenque. Desde el balcón se domina una vista excepcional:  la riera y los pinos en primer término y, al fondo, sobre las casas escalando la montaña, la Torre de los Moros. Tras la comida, hicieron su aparición la paloma negra y la lavandera, aves acostumbradas a la marquesina del supermercado. Por la tarde, paseo habitual hasta la Mar Menuda. Y al volver a casa, antes de cenar, Cumbres borrascosas en el DVD. Volvimos a vivir la emoción salvaje de la pasión en que se queman Cathy y Heathclif en un mundo de ilusión y poesía. ¿Quién entendería hoy el amor que sentía Cathy por un mendigo atrabiliario como Heathclif? Sólo dos almas gemelas podrían amarse como los personajes que encarnan en la película de William Wyler Merle Overon y Laurence Olivier. El páramo, las rocas de la colina, la tétrica mansión… constituyen una atmósfera irreal que favorece la pasión desmedida que los dos jóvenes sienten primero en la vida y después en la muerte. ¡Aquella rama de árbol golpeando bajo la tormenta de nieve la ventana de la habitación de Cathy después de que la joven hubiera muerto y Heathclif invitando al fantasma de su amada a entrar en la estancia! ¿Existe destrucción tan apasionada como la que los dos amantes se infligen mutuamente? Jamás el odio unió tanto a dos seres más allá de la vida y de la muerte. “Ojalá no descanses mientras yo viva. Enloquéceme, pero no me dejes solo…” Luego nos fuimos al baile. Por primera vez en mi vida me olvidé de la procesión nocturna de la Esperanza de mi barrio natal, con la muralla en sombras y los faroles y los cirios de los pasos y los cofrades iluminando la masa misteriosa del Puente de Piedra sobre el Duero. Las cumbias y los boleros fueron en el baile como una manta de música eterna que cubrió el nostálgico silencio de la infancia.
 


Nada más desayunar al día siguiente, cogí la bicicleta y me fui a despertar los rocíos y los rincones umbríos de la mañana. Era un gozo indescriptible notar el aire frío en la cara mientras la bici me llevaba por el sendero paralelo a la riera, acompañado de los cantos de los pájaros y los rojos melancólicos de las amapolas. Di la vuelta acostumbrada: el parque, el estanque con las espadañas, el islote con las tortugas al sol, el croar de las ranas y los patos surcando con majestuosidad el espejo del estanque. Me paré un ratito en el banco de madera acostumbrado para verlo todo con calma. Un perro solitario se acercó a mí y me olisqueó los bajos del pantalón del chándal, pero viendo que allí no había nada que le recordara pasados fisiológicos ha seguido su peregrinaje matutino. Después seguí la ruta en bici hasta entrar en el pueblo por la Villa Romana y desembocar en el paseo del mar por meandros de callejas silenciosas y deshabitadas. Finalmente, hice un alto en la Mar Menuda, dejé sobre las rocas del milagro la bicicleta y subí por uno de los peñones hasta ver el acantilado y las rocas que dan al norte, la del toro, el perro y otros peñascos zoomorfos que son besados por la espuma del mar. Aspiré profundamente el aire apenas estrenado de la mañana y luego, más vivo y más descansado, regresé a casa. Ayudé a Nasi en la cocina a preparar berenjenas rellenas (la carne bien picada, la cebolla, el ajo sofrito…). Cuando las góndolas de la huerta quedaron listas, les echamos por encima la besamel, y al horno.

Por la tarde, durante nuestro paseo acostumbrado, descubrimos que los chiringuitos sobre la arena de la playa, las barcas fondeando en el mar y las hamacas estaban ya inaugurando la temporada.

Después de cenar y dispuestos a bajar al Don Juan para nuestro baile nocturno, nuestros amigos de pista nos avisaron por teléfono que el músico no iba ese día; así que nos quedamos en el piso viendo la televisión. Espartaco y su aventura de libertad nos acompañaron hasta la hora de meternos en la cama.
 
 


El Jueves Santo amaneció nublado y con temperaturas bajas. Aún así, salí con la bici. Volví a casa mocoso y estornudando más de la cuenta, viendo, sin embargo, que los visitantes del mercadillo de los jueves inundaban las calles donde estaban instalados los puestos. Luego salió el sol y pudimos bajar a la playa un rato. De vuelta nos pusimos a hacer torrijas castellanas. Las torrijas castellanas se diferencian de las andaluzas en que éstas se hacen con vino en vez de leche. De nuevo el mundo de mi infancia en Semana Santa vino a mi memoria. Mi madre destacaba entre las imágenes recordadas. Manejaba las rodajas de pan en un plato hondo lleno de leche hasta empaparlas. Luego las rebozaba de huevo, y a la sartén con el aceite bien caliente. El azúcar y la canela finales… y un olor a gloria perfumando toda la casa.

Por la noche sí pudimos mover el esqueleto en el Don Juan. Vino el grupo de las trompetas y la vocalista, e hicieron sonar la música caliente del Caribe. Entre baile y baile, comentábamos cosas de siempre, la juventud que no vuelve nunca más y la vejez que nos arrincona poco a poco en el no va más, jueguen señores. ¡Pero que nos quiten lo bailao!

El piso recién comprado con vistas a la riera y a la montaña, el balcón desde donde se disfruta de toda esa vista y donde anoto estos apuntes, nos ha empujado a la vida de nuevo pese a que yo soy un cobarde para todo esto de las mudanzas. Echar raíces dondequiera que voy me da más vida. ¿Y mi ciudad? ¿Dónde queda? ¿Qué sitio ocupa en mi corazón? No sabría, a estas alturas de la vida, decirlo con seguridad. La televisión se encarga de traerme más recuerdos (la procesión de la Vera Cruz, que desfila el Jueves Santo por la tarde, entra en el recinto externo de la Catedral: la Santa Cena, el Ecce Homo, el Huerto de los Olivos…).

 

 6

El Viernes Santo, al contrario que la víspera, amaneció limpio y luminoso, aunque con el paso de las horas empezó a nublarse y a perder claridad. Menos mal que el paseo en bici me permitió disfrutar de la mañana recién estrenada. Los chicos venían a comer con nosotros a Tossa y temía que el día se estropeara aún más. Y así fue. Sin embargo, después de comer, subimos hasta el Faro, al nuevo bar que acaban de abrir allí. El viento le sacudía de lo lindo; pero, bien pertrechados, pudimos disfrutar de unas vistas de película. Y como el tiempo no estaba para fiestas y paseos, volvimos todos a casa. Por la televisión nos enteramos de que en mi ciudad de la infancia habían suprimido la procesión del Santo Entierro por culpa de la lluvia. Pasamos la tarde viendo en la 5 una película eterna, En el principio (que parecía no tener final). La Historia Sagrada que aprendí de niño desfiló casi toda ella en imágenes por la pequeña pantalla: la historia de José y sus hermanos en Egipto, la de Moisés, salvado de las aguas por la hija del Faraón y otros detalles estelares como las señales de sangre en las puertas para salvar a los hijos de Israel, las plagas, el paso milagroso del Mar Rojo…

Mis hijos, pasado el día con nosotros, regresaron ya de noche a Barcelona. Y cuando algo más tarde volvíamos del baile, descubrimos en el móvil un mensaje suyo diciendo que habían llegado sanos y salvos a su destino.
 
 


El día siguiente, Sábado Santo, amaneció tan cubierto que a poco de comenzar mi rutinario paseo en bicicleta, empezó a llover y tuve que regresar a casa pedaleando como un energúmeno para no empaparme como una sopa. Pero antes de que la lluvia hiciera acto de presencia, tuve una sorpresa que no vivía hacía muchos años. Estaba reposando según costumbre en el banco de madera del estanque cuando vi en la margen opuesta a una abubilla picoteando en la hierba de la orilla. Su cabeza en pico, con la cresta recogida, subía y bajaba como yo la había visto de niño. Los colores de las alas, recogidas también, no me decían mucho al lado de lo que yo verdaderamente deseaba que ocurriera. Y ocurrió. Levantó el vuelo y vi el misterioso pájaro con las alas desplegadas y recorridas por franjas marrones, en medio de aquel vuelo espasmódico y eléctrico, de autómata, y sobre todo con su cresta desplegada en un abanico de fuego. Y pasó sobre mi cabeza para posarse en el prado, junto a la depuradora. Allí siguió picoteando al lado de un bando de palomas torcaces. Monté en la bici y pedaleé hacia la abubilla. Al verme se echó en brazos del aire y en vuelos pequeños fue a posarse en la rama de un pino. Desde allí me miró unos segundos. Detuve la bici a pocos metros. La miré como a algo que ya no me pertenece. De pronto extendió su cresta y de un nuevo y definitivo vuelo se perdió en la espesura del pinar. Aquel Sábado Santo no pude escuchar su característico bu-bu-bu. Quizá algún día.

La jornada, finalmente, se fue entre nubes, amenazas de nuevas lluvias y algo de sol tímido. Y también con la movida del baile en el hotel, entre amigos y música.

 

Y hoy, Domingo de Resurrección, tendido al sol en la playa, siento que las vacaciones son ya algo pasajero, humo de un fuego que ardió. Mañana volveremos a la rutina y el martes todo será humo volandero al lado del presente inaplazable de las aulas, alumnos y lecciones. Pero ahora dejo, tendido sobre la fresca arena, que el beso cálido del sol acaricie a veces mi piel y otras ceda su vez a la caricia suave de la brisa mojada con gotitas del mar cercano. Pienso en unos versos que aún no tienen forma, en un relato tal vez, mientras de repente una niebla espesa nacida en el mar avanza hacia nosotros y poco a poco engulle el promontorio de la Ciudad Vieja.

Es el presente que engulle lentamente lo poco que queda de estas vacaciones de Tossa.

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