lunes, 8 de agosto de 2016

MI QUIJOTE MÁS CERCANO


 
 

Aunque hace un año ya que se cumplieron los cuatrocientos de la publicación de la Segunda Parte del Quijote, creo que no es tarde para aprovechar la ocasión de llevar a cabo una modesta empresa que llevo pensando un tiempo: la de poner en castellano actual el lenguaje que empleó el Manco de Lepanto en su obra maestra. Pero no voy a seguir el orden completo de la Tercera Salida del Caballero de la Mancha, sino sólo el interés que me mueven ciertos pasajes de la misma. Comienzo por los dos primeros capítulos, por considerarlos el motor de arranque de los que vienen detrás.

 

 

CAPÍTULO I

 De lo que el cura y el barbero pasaron con Don Quijote sobre su enfermedad.
Cuenta Cide Hamete Benengeli, en la segunda parte de esta historia y tercera salida de Don Quijote, que el cura y el barbero permanecieron casi un  mes sin hacerle una visita, por no recordarle las cosas pasadas; sin embargo, no dejaron de ver al ama y a su sobrina para encargarles que le dieran de comer cosas sustanciosas y adecuadas para fortalecer el corazón y el cerebro, del cual provenían todas sus desdichas. El ama y la sobrina aceptaron gustosamente el encargo y prometieron hacerlo con toda la voluntad y cuidado posibles porque entendían que su señor poco a poco iba dando muestras de estar en su sano juicio.

El cura y el barbero, pasado un tiempo, decidieron visitar a Don Quijote y lo encontraron sentado en su cama, vestido con una especie de chaleco de paño ligero de color verde y  gorro de dormir toledano de color rojo. Y estaba tan seco y consumido que parecía una momia. El caballero los recibió gustosamente y ellos le preguntaron por su salud, a lo que contestó con buen juicio y elegantes palabras. Luego hablaron de política y maneras de gobernar, y Don Quijote lo hizo con tanta discreción en cuantas materias tocaron, que los dos examinadores creyeron sin duda que estaba totalmente recuperado y en su completo juicio.

El alma y la sobrina estuvieron presentes en la conversación y no se cansaron de agradecer a Dios por ver a su señor con tan buen entendimiento. Pero el cura, mudando su primera intención de no sacar a relucir el tema de la caballería, quiso asegurarse completamente de si la salud de Don Quijote era verdadera o falsa, y así de asunto en asunto, vino a contar ciertas noticias venidas de la Corte, y entre ellas, la que se tenía por seguro que la escuadra turca avanzaba por el Mediterráneo con una poderosa armada y no se sabía con seguridad cuáles eran sus intenciones ni contra quién descargaría su amenaza; y con ese temor, con que casi cada año nos toca estar en alerta, estaba puesta toda la cristiandad, y el Rey había hecho aprovisionar las costas de Nápoles y Sicilia y la isla de Malta.

Entonces intervino Don Quijote:

--Su majestad se ha comportado como prudentísimo guerrero al proveer con tiempo sus estados para que el enemigo no lo encuentre despistado; sin embargo, si siguiera mi consejo, yo le recomendaría que se valiera de una prevención, de la cual su majestad, por la presente, debe de estar muy ajeno de pensar en ella.

Apenas oyó esto el cura, se dijo para sí: “Dios te tenga de su mano, pobre Don Quijote; que me parece que te despeñas de la alta cima de tu locura hasta el profundo abismo de tu simplicidad.”

Pero el barbero, que ya había pensado acerca del juicio de Don Quijote lo mismo que el cura, preguntó al caballero cuál era la advertencia de la prevención que había que hacerse según él; sin duda podría ser tan importante que mereciese figurar en la lista de las muchas advertencias impertinentes que suelen darse a los príncipes.

--La mía, señor rapabarbas—dijo Don Quijote--, no será impertinente, sino pertinente y adecuada.

--No lo digo por otra cosa—replicó el barbero—que por la experiencia demostrada de que los proyectos que se proponen a su majestad o son imposibles o disparatados, o perjudiciales tanto para el rey como para el reino.

--Pues el mío—respondió Don Quijote—ni es imposible ni disparatado, sino el más fácil, el más justo y el más eficaz y breve que puede caber en pensamiento de árbitro alguno.

--Ya tarda en decirlo usted, señor Don Quijote—intervino el cura.

Entonces dijo el caballero:

--Pues ahí va. ¿Existe algo más fácil que mandar su majestad en público pregón que se reúnan en la corte en un día determinado todos los caballeros andantes que rondan por España? Que aunque no acudiesen más que media docena, sólo ellos bastarían para destruir todo el poder del Turco. Permanezcan atentos y sigan mi razonamiento. ¿Acaso es cosa nueva que un solo caballero andante deshaga un ejército de doscientos mil hombres, como si todos juntos tuvieran una sola garganta o estuvieran hechos de pasta de azúcar? Que si alguno de estos caballeros andantes viviera y al Turco se enfrentara, a fe que no recibiría de él ningún daño. Pero Dios mirará por su pueblo y concederá alguno que, si no tan bravo como los antiguos caballeros andantes, por lo menos en el ánimo no será inferior a ninguno de ellos…, y Dios me entiende, y no digo más.

--¡Ay!—dijo en este punto la sobrina--. ¡Que me maten si no quiere mi señor volver a ser caballero andante!

A lo que dijo Don Quijote:

--Caballero andante he de morir; y baje o suba el Turco cuando quiera y cuanto poderosamente pueda; que otra vez digo que Dios ya sabe lo que quiero decir.

A esto dijo el cura:

--Aunque casi no he hablado hasta ahora, no quisiera quedarme con un escrúpulo que me roe y escarba la conciencia respecto de lo que acaba de decir el señor Don Quijote.

--Para otras cosas más graves—respondió el caballero—tiene licencia el señor cura; y así puede expresar su intranquilidad de conciencia porque no es agradable andar con la conciencia escrupulosa.

--Pues con ese beneplácito—respondió el cura—digo que mi escrúpulo es no haber dicho antes que toda esa cuadrilla de caballeros andantes que usted, señor Don Quijote, ha referido, no han sido nunca real y verdaderamente personas de carne y hueso en el mundo; más bien me imagino que todo es ficción, fábula y mentira y sueños contados por hombres despiertos o, mejor dicho, medio dormidos.

--Ese es otro error—respondió Don Quijote—en que han caído muchos, que no creen que haya habido tales caballeros andantes en el mundo; y yo muchas veces, entre diversas gentes y en varias ocasiones, he procurado sacar a la luz de la verdad este engaño tan común; y aunque algunas veces no he conseguido mi propósito, otras sí lo he hecho argumentándolo con la verdad; esta verdad es tan cierta que estoy por decir que vi con mis propios ojos a Amadís de Gaula, que era un hombre alto de cuerpo, blanco de rostro, con mucha y cuidada barba, aunque negra, de vista entre blanda y rigurosa, corto de razones, lento en airarse y rápido en abandonar la ira; y del modo en que he pintado a Amadís, podría pintar y describir a todos cuantos caballeros andantes figuran en las historias.

--¿Cómo de grande le parece a vuestra merced, mi señor Don Quijote—preguntó el barbero—que debía de ser el gigante Morgante?

--En eso de gigantes—respondió Don Quijote—hay diferentes opiniones sobre si los ha habido o no en el mundo; pero en la Biblia, que no puede faltar a la verdad, nos dice que los hubo, y así nos cuenta la historia de aquel enorme filisteo llamado Goliat, que tenía siete codos y medio de altura, que es una desmesurada estatura (un hombre normal mide cuatro codos). Pero con todo esto no sabré decir con certeza qué tamaño tenía Morgante, aunque imagino que no debía de ser muy alto; y muéveme a opinar así el haber leído en las historias que lo mencionan que muchas veces dormía debajo de techado; y si hallaba casa donde cabía, está claro que su tamaño no era excesivo.

En esto oyeron que el ama y la sobrina, que hacía rato habían dejado la charla, daban altas voces en el patio, y al ruido acudieron todos.

 

 

 
CAPÍTULO II

Que trata de la noble pendencia que Sancho Panza tuvo con la sobrina y ama de Don Quijote, con otros sucesos graciosos.
Cuenta la historia que las voces que oyeron Don Quijote, el cura y el barbero eran de la sobrina y el ama, que se las dirigían a Sancho Panza, el cual luchaba por entrar a ver a Don Quijote, y ellas le prohibían la entrada.

--¿Qué quiere este bruto en esta casa? Vuelva a la suya, hermano; que usted es y no otro el que engaña a mi señor y le lleva por esos andurriales.

A lo que Sancho respondió:

--Ama de Satanás, el engañado y llevado por esos andurriales soy yo, que no tu amo. Él me llevó por esos mundos y vosotros os equivocáis en la mitad de la verdad: él me sacó de mi casa con engañifas, prometiéndome una ínsula que aún la sigo esperando.

--¡Malas ínsulas te ahoguen—respondió la sobrina--, Sancho maldito! ¿Y qué son ínsulas? ¿Es alguna cosa de comer, tragaldabas, comilón?

--No es de comer—replicó Sancho--, sino de gobernar y administrar; mejor que cuatro ciudades y que cuatro alcaldes de corte.

--A pesar de eso—dijo el ama--, no entrará aquí, saco de maldades y talega de malicias; vaya a gobernar a su casa y a labrar sus trozos de campo, y deje de pretender ínsulas ni ínsulos.

Gran satisfacción sentían el cura y el barbero oyendo la conversación de los tres; pero Don Quijote, temeroso de que Sancho hablara y desembuchara un montón de maliciosas necedades y tocase detalles que no le beneficiarían en su honra, le llamó y pidió a las dos mujeres que callaran y le dejasen entrar. Entró Sancho, y el cura y el barbero se despidieron de Don Quijote, de cuya salud desesperaron, viendo cómo seguía en sus disparatados pensamientos y empecinado en la simplicidad de sus malandantes caballerías; y así dijo el cura al barbero:

--Ya verás, compadre, cómo, cuando menos lo pensemos, nuestro hidalgo sale otra vez al campo en busca de aventuras.

--No pongo yo duda en eso—respondió el barbero--; pero no me asombro tanto de la locura del caballero como de la simplicidad del escudero; que tan creído tiene lo de la ínsula, que creo que no se lo sacarán de la cabeza por muchos desengaños que reciba.

--Dios lo remedie—dijo el cura--, y estemos al tanto; veremos en qué para esta multitud de disparates de semejantes caballero y escudero; que parece que los construyeron a los dos con el mismo molde, y que las locuras del señor sin las necedades del servidor no valen un céntimo.

--Así es—dijo el barbero--, y me gustaría saber qué están tramando ahora los dos.

--Yo afirmo—respondió el cura—que la sobrina o el ama nos lo contarán después; que son ambas de tal condición que no dejarán de escucharlo.

A todo esto, Don Quijote se había encerrado con Sancho en su habitación, y, estando solos, le dijo:

--Mucho me pesa, Sancho, que hayas dicho y digas que fui yo quien alteró tu modo de vida, que yo no me quedé sin hacer nada. Juntos salimos y juntos peregrinamos; hemos corrido los dos la misma suerte; si a ti te mantearon una vez, a mí me han molido cien, y esto es lo que te llevo de ventaja.

--En eso estoy de acuerdo—respondió Sancho--; porque según usted dice, las desgracias van más con los caballeros que con sus escuderos.

--Te equivocas, Sancho—dijo Don Quijote--, que “quando cáput dolet…”

--Señor, yo no entiendo otra lengua que la mía—respondió Sancho.

--Quiero decir—dijo Don Quijote—que cuando duele la cabeza duelen los demás miembros; y así, siendo yo tu amo y señor, soy tu cabeza y tú una parte mía pues eres mi criado; y por esta razón el mal que a mí me toque a ti te dolerá y a mí me dolerá el tuyo.

--Así tendría que ser—dijo Sancho--, pero cuando a mí me manteaban como a  miembro, mi cabeza se quedaba detrás de las tapias del corral viéndome volar por los aires sin sentir dolor alguno.

--Dejemos eso ahora, que tiempo tendremos de tratarlo y ponerlo en su justo punto; y dime, Sancho amigo: ¿Qué es lo que dicen de mí por ese lugar? ¿En qué opinión me tiene el pueblo, en qué los hidalgos y en qué los caballeros? ¿Qué dicen de mi valentía, qué de mis hazañas y qué de mi cortesía? ¿Qué se habla del propósito que he tomado de resucitar y devolver al mundo la ya olvidada orden caballeresca? Finalmente, quiero, Sancho, que me digas cuanto ha llegado a tus oídos acerca de todo ello sin añadir al bien ni quitar al mal cosa alguna, que es propio de los vasallos leales decir la verdad a sus señores tal como fue sin que la adulación la acreciente o el falso respeto la disminuya. Que te sirva esta advertencia, Sancho, para que discretamente y con buena intención pongas en mis oídos la verdad de las cosas que conozcas en relación a lo que te he preguntado.

--Eso haré muy gustosamente, señor mío—respondió Sancho--, con la condición de que no se enfadará por lo que le diga, pues quiere que lo diga sin adornos, sin vestirlo con otras ropas que aquellas con las que llegaron a mis oídos.

--De ninguna manera me molestaré—respondió Don Quijote; bien puedes, Sancho, hablar libremente y sin rodeos.

--Pues lo primero que digo es que el pueblo lo considera como un grandísimo loco y a mí por no menos que mentecato. Los hidalgos dicen que no conteniéndose usted dentro de los límites de la hidalguía se ha colocado un “don” delante del nombre y se ha metido a caballero con cuatro cepas y dos yuntas de tierra y con trapo atrás y otro delante. Y los caballeros dicen que no querrían que los hidalgos se opusiesen a ellos, especialmente aquellos hidalgos escuderiles que dan humo a los zapatos y cosen los puntos de las medias negras con seda verde.

--Eso—dijo Don Quijote—nada tiene que ver conmigo pues voy siempre bien vestido y jamás remendado; roto, bien podría ser, y en caso de ir roto, es más a causa de las armas que del tiempo.

--En lo que toca—prosiguió Sancho—a la valentía, cortesía, hazañas y propósito de resucitar la orden caballeresca, hay diferentes opiniones: unos dicen “loco, pero gracioso”; otros, “valiente, pero desgraciado”; otros “cortés, pero impertinente”; y por aquí van discurriendo en tantas cosas, que ni a usted ni a mí dejan nada sin criticar.

--Mira, Sancho—dijo Don Quijote--; en cualquier sitio que se halle la virtud en alto grado, es perseguida; muy pocos o ninguno de los famosos hombres que vivieron en siglos pasados dejaron de ser calumniados por la malicia: Julio César, esforzadísimo, prudentísimo y valentísimo capitán, fue tachado de ambicioso y un tanto descuidado en sus vestidos y en sus costumbres; Alejandro, quien por sus hazañas fue calificado de Magno…, dicen de él que tuvo sus momentos de embriaguez; así que, ¡oh Sancho!, entre tantas calumnias de hombres buenos, bien pueden pasar las mías, con tal de que no sean más de las que has dicho.

--Ahí está el punto principal—replicó Sancho.

--Pues ¿hay más?—preguntó Don Quijote.

--Aún falta lo más difícil y duro—dijo Sancho--. Lo que le he dicho hasta ahora no es nada; pero si usted quiere saber todo lo que hay acerca de las calumnias que le atribuyen, yo le traeré aquí al momento quien se las diga todas, sin que falte lo más mínimo; que anoche llegó el hijo de Tomé Carrasco, que viene de estudiar de Salamanca, hecho bachiller; y yéndole yo a dar la bienvenida, me dijo que andaba ya en libros su historia, señor, con el nombre de “El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha; y dicen que me mencionan a mí en ella con mi mismo nombre de Sancho Panza, y a la señora Dulcinea del Toboso, con otras cosas que pasamos nosotros a solas, que me hice cruces de espantado que estaba al preguntarme cómo las pudo saber el historiador que las escribió.

--Yo te aseguro, Sancho—dijo Don Quijote—, que  el autor de nuestra historia debe de ser algún sabio encantador; que a tales magos no se les oculta nada de lo que quieren escribir.

--No creo que se trate—dijo Sancho—de un sabio y encantador; pues según dice el bachiller Sansón Carrasco, el autor de la historia se llama Cide Hamete Berenjena.

--Ese nombre es de moro—respondió Don Quijote.

--Así será—respondió Sancho--; porque he oído decir que los moros son amigos de berenjenas.

--Creo, Sancho—dijo Don Quijote—que tú debes de equivocarte en el apellido de ese “Cide”, que en árabe quiere decir “señor”.

--Bien podría ser—replicó Sancho--; pero si usted quiere que yo haga venir aquí al bachiller, iré por él corriendo.

--Mucho placer me harás, amigo—dijo Don Quijote--; que me tiene suspenso lo que me has dicho y no comeré bocado que me sepa bien hasta ser informado de todo ello.

--Pues voy por él—respondió Sancho.

Y dejando a su señor, se fue a buscar al bachiller, con el cual volvió al poco rato, y Sansón Carrasco confirmó y amplió a Don Quijote lo que Sancho le había dicho.

Finalmente, Don Quijote y Sancho Panza se abrazaron y, con el beneplácito del gran Carrasco, que ya se había convertido en su inspirador y guía, se determinó que tuviese lugar su tercera salida de allí a tres días, durante los cuales habría ocasión de preparar lo necesario para el viaje.

Las maldiciones que las dos mujeres, ama y sobrina, echaron al bachiller fueron incalculables; se tiraron de los cabellos en señal de dolor y rabia, arañaron sus rostros y a la manera de las mujeres que antiguamente se alquilaban para llorar en los entierros, lamentaban la partida de Don Quijote como si hubiera muerto.

El propósito que movió a Sansón Carrasco para convencer a Don Quijote a que otra vez saliera fue hacer lo que más adelante cuenta la historia, todo por consejo del cura y el barbero con quienes antes lo había concertado.

En resolución: durante aquellos tres días Don Quijote y Sancho se hicieron con lo que les pareció conveniente para el viaje, y habiendo aplacado Sancho a su mujer y Don Quijote a su sobrina y a su ama, al anochecer, sin que nadie los viera sino el bachiller, que quiso acompañarles durante un trozo del trayecto, se pusieron en camino del Toboso. Don Quijote sobre su buen Rocinante, y Sancho sobre su antiguo rucio, provistas las alforjas de cosas tocantes a la comida, y la bolsa de dineros que le dio Don Quijote para cualquier imprevisto que les surgiera. Sansón Carrasco abrazó al caballero y le suplicó que le avisara de su buena o mala suerte para alegrarse con esta última y entristecerse con la primera, pues, como pedían las leyes de la amistad, deseaba que todo le saliera mal para curarle de su manía de buscar aventuras. Se lo prometió Don Quijote; dio Sansón la vuelta a su lugar y los dos tomaron la dirección del Toboso.

 

 

Tras asistir en los capítulos tercero y cuarto a los engaños que sufre Don Quijote por parte de  Sancho respecto a lo que le había contado en relación a Dulcinea y la tarea que llevó a cabo el escudero para encantar a la dama de los sueños de su señor; y en el quinto, a la aventura de la carreta donde viajaba una compañía de comediantes, con la caída de Don Quijote de su caballo, que se espantó ante el ruido que hacía otro actor que venía detrás de la carreta saltando, llegamos a los capítulos sexto, séptimo y octavo en que aparece el Caballero de los Espejos o del Bosque, que no es otro que el bachiller Sansón Carrasco, que había salido en busca de Don Quijote, para pelear con él, y una vez derrotado éste, obligarle a volver a su casa. Iba acompañado de un escudero, que tenía una nariz enorme y horrible, llena de verrugas, y que más adelante veremos de quién se trata y cómo lo reconoce Sancho. La cuestión es que fallaron las intenciones del bachiller pues, en contra de lo que pueda esperarse, Don Quijote lo derribó del caballo y lo dejó tendido en el suelo inmóvil. Se apeó de Rocinante y fue a alzarle la visera del casco a su enemigo para comprobar que en verdad estaba muerto. Y entonces descubrió quién era.

 

Y en cuanto lo vio, en altas voces dijo:

--Acude, Sancho, y mira lo que has de ver y no lo has de creer; corre, hijo, y advierte lo que puede la magia, lo que pueden los hechiceros y los encantadores.

Llegó Sancho, y como vio el rostro del bachiller Carrasco, comenzó a maravillarse y a santiguarse sin poder creer lo que estaba viendo. A todo esto, empezó a dar señales de estar vivo el derribado caballero, y Sancho dijo a Don Quijote:

--Me parece, señor mío, que se dispone usted a meter la espada por la boca a este que se parece al bachiller Sansón Carrasco; quizá mate en él a alguno de sus enemigos hechiceros.

--No te equivocas—dijo Don Quijote--, porque de los enemigos, los menos.

Y mientras sacaba la espada para poner en práctica el consejo de Sancho, llegó el escudero del de los Espejos y a grandes voces dijo:

--Mire usted bien lo que hace, señor Don Quijote; que ese que tiene tendido a sus pies es el bachiller Sansón Carrasco, su amigo, y yo su escudero.

Y viéndolo Sancho sin aquella nariz enorme y horrible de antes le dijo:

--¿Y las narices?

A lo que él respondió:

--Aquí las tengo, en la faldriquera.

Y echando mano a la derecha, sacó unas narices de pasta y barniz que se utilizaban como máscara; y mirándolo una y otra vez Sancho, con voz asombrada gritó:

--¡Santa María, ayúdame! ¿No es éste Tomé Cecial, mi vecino?

--¡Ya lo creo!—respondió el desnarigado escudero--.Tomé Cecial soy, amigo y vecino de Sancho Panza; luego os contaré los misterios, engaños y enredos que me han traído hasta aquí; pero antes pida y ruegue a su amo y señor que no toque, maltrate, hiera ni mate al Caballero de los Espejos que tiene a sus pies; porque sin duda se trata del atrevido y mal aconsejado bachiller Sansón Carrasco, nuestro paisano.

En esto acabó de volver en sí el de los Espejos, y en cuanto Don Quijote lo advirtió, le puso la punta desnuda de su espada sobre el rostro y le dijo:

--Muerto será, caballero, si no confiesa que la sin par Dulcinea del Toboso aventaja en belleza a su Casildea de Vandalia; también deberá confesar y creer—añadió Don Quijote—que aquel caballero que derrotó antaño no fue ni pudo ser Don Quijote de la Mancha, sino otro que se le parecía, como yo confieso y creo que usted, aunque se parece al bachiller Sansón Carrasco, no lo es, sino otro que se semeja a él, y que con su imagen aquí me lo han puesto mis enemigos, para que detenga y modere el ímpetu de mi cólera y para que use comedido la gloria de mi vencimiento.

--Todo lo confieso, juzgo y siento como usted lo cree, juzga y siente—respondió el maltrecho caballero; déjeme levantarme, se lo ruego, si es que me lo permite el golpe de mi caída, que bastante molido me tiene.

Le ayudó a levantarse Don Quijote, y Tomé Cecial, su escudero, de quien no apartaba Sancho su mirada, preguntándole cosas cuyas respuestas le daban claras pruebas de que era verdaderamente el Tomé Cecial que decía ser; pero la desconfianza que en Sancho produjo lo que su amo había dicho sobre que los hechiceros habían mudado la figura del Caballero de los Espejos en la del bachiller Carrasco, no le dejaba aceptar la verdad que sus ojos le ofrecían; finalmente, amo y criado se quedaron con este engaño; y el de los Espejos y su escudero, melancólicos y disgustados, se apartaron de Don Quijote y Sancho, con intención el escudero de buscar un lugar donde poner una pomada y unas vendas a las costillas de su señor. Don Quijote y Sancho prosiguieron su camino a Zaragoza.

 

En los capítulos nueve y diez tiene lugar el encuentro de los dos aventureros con el Caballero del Verde Gabán, que era un hombre montado en una yegua tordilla, vestido de verde, con alfanje morisco y espuelas, también verdes. Al principio pasó de largo por el camino que llevaban amo y escudero, pero a indicación de Don Quijote se detuvo el Caballero y siguieron caminando juntos. Don Quijote le contó su historia, de la que se admiró mucho don Diego de Miranda, que así se llamaba el Caballero del Verde Gabán. Éste también le contó su historia, que era una vida sencilla de hidalgo de aldea, que se reducía a la caza y a la pesca, a oír misa diaria, ayudar a los pobres y a no escuchar las murmuraciones de las gentes, con quienes se llevaba bien sin excepción alguna. Sancho, que estaba muy atento a las palabras del hidalgo, cuando éste acabó de referir su modo de vida, se apeó a toda prisa del burro y se acercó a besar los pies de don Diego. Extrañado el caballero del proceder de Sancho, le preguntó a qué venían esos besos, y Sancho le contestó que le besaba los pies porque era el primer santo a la jineta que había visto en su vida, a lo que don Diego de Miranda le replicó que no era santo sino gran pecador. A continuación Don Quijote y don Diego se pusieron a hablar de los libros de caballería, mientras Sancho se apartaba del camino para pedir un poco de leche a unos pastores que muy cerca apacentaban a sus rebaños. De pronto, Don Quijote descubrió que por el camino venía un carro lleno de banderas reales, y creyendo que se trataba de una nueva aventura, llamó a Sancho para que le diese la celada.

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