martes, 10 de noviembre de 2015

MEMORIAS DE UN JUBILADO. MI RÍO DUERO, CAUCE VIVO II


CAUCE VIVO

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Pero los verdaderos protagonistas y artífices de mi vida y de mi infancia fueron mis padres y mis hermanos. Mis padres acabaron abandonando el pueblo vallisoletano donde vivían recién casados por culpa de la guerra civil para venirse a vivir a Zamora. Allí, en el pueblo vallisoletano, sufrieron hasta no poder más cuando ya tenían una niña muy pequeña a su cuidado y otro ser que latía en el vientre de mi madre. Precisamente este detalle del embarazo de mi madre fue primordial para que salvase la vida en un momento en que estuvo a punto de perderla a manos de los falangistas recién sublevados contra el Gobierno democráticamente elegido. No sé cuántas veces nos contó nuestro padre lo sucedido entonces, y lo recuerdo como si lo hubiera vivido yo mismo, y eso que aún esperaría ocho años para abrir los ojos en este mundo tan incoherente. Sin embargo, antes de repetir aquí las palabras de mi padre, prefiero hablar de él y de su vida hasta enlazar con el principio de la mía.

Mi padre nació el 14 de octubre de 1908 en Valdenebro de los Valles, pueblo de la provincia de Valladolid cercano a la histórica villa Medina de Rioseco. Se llegaba a Valdenebro en el momento en que yo lo recuerdo por un camino asfaltado mil veces y otras tantas descarnado por las lluvias y los carros. Algunos chopos, viñedos y campos de trigo acompañaban al viajero desde Medina al pueblo. Un palomar, situado a la izquierda de la marcha, señalaba el punto de arranque del breve y estrecho caminito que ascendía al pueblo. La iglesia, en lo alto, cobijaba a su alrededor, como una buena madre a sus hijos, modestas casas de labradores y ganaderos. En una casa de esas nació el hombre que 35 años después sería mi padre. El impetuoso y frío viento de otoño azotaba las patas de las ovejas recogidas en el chiquero del monte y aullaba escandalosamente en las esquinas y revueltas de las callejas del pueblo. Pero dentro de la casa feliz ardía leña abundante en la chimenea y algunos parientes habían acudido para felicitar a los padres del recién nacido y desear todo tipo de felicidad a la familia. El mejor vino de la modesta bodega fue llenando los vasos de los allí reunidos para brindar por tan fausto acontecimiento. A los pocos días se sacrificaría un cabrito, y la alegría de todos los convidados a la fiesta acompañaría al recién venido al mundo. Gente habría que antes de bautizarlo sugerirá a los padres nombres de antepasados familiares para ponérselo al niño. Otros propondrán sencillamente el santo del día, Calixto. Por su parte, el padre de la criatura, pensó ponerle el suyo propio, Esteban, nombre muy abundante en la familia, pero al final el nombre que se impuso sobre todos los demás fue el de Fortunato, tal vez con el ánimo de conjurar para el bautizado toda clase de suerte, de fortuna, de venturas sin límites.

Once años más tarde, el abuelo Esteban llevó a mi padre al monasterio cisterciense de la Santa Espina, situado en el municipio de Castromonte, en los Montes Torozos, que entonces alojaba el Colegio de artes y oficios.

“Querido padre: Esta mañana el abuelo Esteban te ha traído a este gran colegio de artes y oficios. Tu pelo rizado y tus inquietos ojos negros enseguida han llamado la atención de tus profesores y condiscípulos, si bien te sientes todavía como pez fuera del agua en este lugar abrumador de extensos y cuidados jardines, de pabellones con ventiladas aulas y amplias naves donde los talleres respiran sus mil ruidos de maquinarias y herramientas múltiples, y todo junto al magnífico monasterio románico-gótico de grandes torres y fachada imponente. Acabas de dejar la vieja y humilde escuela del pueblo de paredes desconchadas donde todos los imaginables mapas de humedad tienen cabida, con el maestro anciano y achacoso que ya estaba para cualquier cosa menos para enseñar a rapazuelos cuya vida es el sueño y la aventura por los campos de los alrededores en busca de nidos y apetitosas frutas. Y como fuera de lugar te encuentras ahora recién llegado a estas ordenadas clases donde el cálculo se convertirá en tu mejor amigo, donde la letra y el dibujo se volverán en tus hábiles manos elegantes y bellos, donde el mundo humano y útil de la carpintería irá impregnando poco a poco, con amor, paciencia y sabiduría, toda tu persona con el honrado perfume del serrín y las virutas, de la madera que milagrosamente se adaptará a la curva poesía de un baúl, a la seria solidez de una cómoda, a la firme y silenciosa solemnidad de un féretro. Aun así, algunas noches, al echar de menos las alegres correrías por la arboleda del camino viejo en compañía de Florencio, tu mejor amigo, esconderás, querido padre, la cabeza bajo la almohada para que no te oigan llorar tus compañeros de internado. Y en otros momentos del día, cuando notes la falta de la cercanía de las manos de tu madre en tu pelo rizado, te apartarás hasta el pinar del cercado para ocultar igualmente la tristeza.

Los primeros meses serán los peores porque todo cuanto veas a tu alrededor te recordará el mundo idílico que acabas de abandonar en Valdenebro; y  así, este chico que se sienta en el pupitre de la izquierda, alto, desgarbado y algo tartamudo, te recordará a cada instante durante al menos algún tiempo, a Pedro, el monaguillo del pueblo; y el hermano Isaac, de espesísimas cejas, te hará pensar en el herrero, tu vecino; y el señor mayor que todas las tardes va llenando los sacos de su carro con sobras de madera es el vivo retrato de Benito, el anciano solitario del palomar que pasa con su carro por el pueblo regalando a quien quiera el abundante excremento de pichones, palomas y palominos, que tan fértil es para la agricultura; y los gorriones que se persiguen con escandalosa algarabía entre los árboles y plantas de los jardines, y las urracas que carcajean como brujas entre los pinos, moviendo sus largas y blanquinegras colas como batutas de director de orquesta, y las insistentes totovías de las vecinas tierras de labor, te recordarán irremisiblemente los gorriones de las callejas por donde las vacas del tío Rafael salen del pueblo hacia el regato del Piojoso para abrevar despacio la escasa agua que baja por él, las urracas de los vecinos tesos que miran a la parte de Rioseco recorriendo las ramas de chopos y almendros, y las dulces totovías que a la tarde se acercan a las bardas de los corrales y desde allí envían a las viviendas sus silbos insistentes y melancólicos.

Pasado el tiempo de la añoranza, te irás acostumbrando a la vida de paz y de trabajo de La Santa Espina y sentirás verdadera devoción por el hermano Teófilo, sabio y simpático en las clases de Cálculo, y tierno en los sermones de la tarde, momentos antes de subir a los dormitorios. Y sentirás igualmente cariño y compasión por Valbuena, el chico enfermizo de Valladolid. Creo que se llamaba Antonio, Antonio Valbuena. Él te hizo amar el dibujo con tanta fuerza, que ya nunca abandonarías la afición por la línea y el volumen que un modesto carboncillo, bien manejado, puede convertir en una perdiz a punto de levantar el vuelo, o en una cabeza de Cristo, como aquel Cristo de la Caña que siempre estuvo en la casa de Zamora y que desapareció, por esos caprichos inexplicables del destino, durante el traslado a Barcelona muchos años después, o en una hermosa niña con trenzas como aquella que estuvo adornando el pasillo de la casa de tu hermana, la tía María, hasta poco después de su muerte, cuando uno de sus hijos se encaprichó del dibujo y dejó huérfana la pared de su entrañable presencia. Tu amigo Valbuena moriría, según contaste tú, en una prisión de Oviedo durante la odiada guerra civil.

Querido padre: Esta mañana el abuelo Esteban te ha traído al Colegio de La Santa Espina para que aprendas un oficio que te abra en el futuro las puertas del trabajo. Cuatro o cinco años pasarás aquí dentro, de interno y, mientras aprendes a ser un hombre de provecho, de piedad, de disciplina y trabajo bajo la mirada protectora de estos buenos religiosos, vivirás la dolorosa experiencia de la muerte de tus padres, primero la de este hombre bueno, el abuelo Esteban, que hoy ha firmado tu ingreso en el Colegio, y al poco tiempo la de la mujer que te trajo al mundo, la abuela Juana. Y al abandonar los estudios, experto en el dolor y el luto y en el mundo de la seriedad y del trabajo, irás a vivir con tu hermano mayor, el tío Félix, aquel que moriría de gangrena y cuyo final, igualmente traumático, también nos contaste en familia. Maduro a la fuerza, empezarás a ganarte la vida en el pueblo. Con un banco de madera, unas cuantas herramientas y la sacrificada carne de los árboles, al conjuro y habilidad de tus manos, querido padre, brotaron las primeras sillas y las primeras mesas por encargo.”

 
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Mi padre quiso siempre para nosotros sus hijos una educación basada en amplia cultura general y buen aprendizaje de un oficio. Luego, con el tiempo, las cosas no salieron como la familia esperaba, pero en un principio, las intenciones y deseos de nuestro padre se cumplieron en parte al menos en los dos chicos menores, mi hermano Aurelio y yo, pues ambos fuimos alumnos externos (externos porque vivíamos en el mismo lugar que el centro de estudios) de un Colegio parecido a La Santa Espina, aquel en que él había estudiado de chico. Mi hermano mediano y yo estudiamos algunos cursos en la Universidad Laboral de Zamora, que regían los hermanos Salesianos. Yo ya había pasado por dos centros de enseñanza: uno, situado en la capital, casi frente por frente de nuestra casa; y por ello diariamente debía cruzar el Puente de Piedra sobre el Duero para llegar hasta él; luego enfilaba la cuesta del Pizarro y, por la calle de San Ildefonso, salía al principio de la calle Ramos Carrión, que era donde estaba el Colegio. Se llamaba del Amor de Dios y estaba regido por monjas. Lo primero que debíamos decir al entrar por su puerta era “Ave María Purísima”, y la hermana de la recepción nos contestaba “Sin pecado concebida”, que los niños convertíamos en nuestro interior por “Sin picado con cebolla”, cosas de la infancia, que para estas cosas es un manantial de imaginación. Aquello de cruzar el Puente y ver el río debajo pasando constantemente era un verdadero espectáculo para mí, que era un crío y poca cosa, físicamente hablando, espectáculo que a veces conllevaba cierto riesgo, especialmente en los días en que el viento soplaba con fuerza; entonces mi madre hacía bromas conmigo mientras me acariciaba el pelo ensortijado y me abrochaba bien el abrigo diciéndome: “Cuando bajes a la plazuela métete piedras en los bolsillos, no sea que te lleve el viento en el Puente de Piedra.”

“Eres tú para mí, Puente Romano,
como el cordón umbilical seguro
que tiene unidos en abrazo puro
la mágica ciudad y el barrio hermano.
 
Tu antigua piedra, Puente, fue la mano
que abriendo el agua de mi Duero oscuro
llevó siempre mis ojos hacia el duro
peñón, cuna del gesto zamorano.
 
Ya nada borrará tu exacta forma
de aquella vista mía desde casa
que yo me impuse siempre como norma:
 
abajo el río que rezando pasa;
sobre él tu carne; y ascendiendo en celo
roca, muralla, campanario y cielo.”

 

El segundo centro de estudios era, como ya he dicho aquí, la escuela del barrio que regentaba don Andrés, el sabio maestro que padecía del estómago y nos contaba, como sólo él sabía contar, las leyendas y la historia de Zamora, la del barbo que se tragó el anillo de san Atilano o la del sitio de la ciudad en el que encontró la muerte el rey don Sancho a manos del traidor Bellido Dolfos.

Regresando a los Salesianos, para llegar a él había no sólo que cruzar diariamente el Puente de Piedra, sino toda la ciudad al completo pues la Universidad Laboral se encontraba en el extremo oeste, junto al cuartel militar y el Instituto de Enseñanza Media, adonde iría a parar yo pasados unos pocos años. Con nosotros iba también un chico del barrio y, como Aurelio era mayor que nosotros y su zancada el triple que la nuestra, nos arrastraba a su lado con la lengua fuera. Entonces, pese a ir a la carrera, aprendí a localizar lugares y edificios que no conocía de mi ciudad: el Palacio del Cordón (llamado así porque enmarcando la puerta aparecía el cordón de san Francisco), la cuesta de Alfonso XII, la calle de los Herreros, la Plaza Mayor y el Ayuntamiento Viejo, la calle de Santa Clara, una de las más largas de la ciudad adonde se asomaban edificios emblemáticos como el Hogar de Educación y Descanso, la iglesia de Santiago del Burgo (el de la lágrima de piedra suspendida en la puerta que cantara nuestro poeta Claudio Rodríguez), el Banco de España o el Museo Provincial, entre otros. Tras dejar atrás la Farola, enfilábamos la acera de la Emisora de Radio y al cabo de un rato llegábamos a las inmediaciones del Cuartel Militar, casi punto final de nuestra carrera diaria, en la que Aurelio llegaba sin despeinarse y nosotros dos, Juan Andrés y yo, prácticamente reventados; y digo “casi punto final” de la carrera porque faltaba aún el último y definitivo “spring” una vez que divisábamos en medio de la calle, delante de la entrada del Colegio, y haciendo sonar su proverbial esquila, la figura alta y embutida en su sempiterna sotana negra del hermano Consejero; entonces a su amenazadora vista acelerábamos al máximo la velocidad de nuestras piernas para evitar que un sello rojo más de falta de puntualidad apareciera en nuestras tarjetas.

Junto a la puntualidad, en los Salesianos se premiaban otras virtudes como la disciplina, la laboriosidad, las impecables presentación y  letra en los trabajos escritos, el buen comportamiento y la piedad. De aquel tiempo vivido allí guardo buenos y malos recuerdos y aseguro que entre estos últimos no incluyo la carrera diaria, que al fin y al cabo, con el paso de los años, se ha convertido en una simpática anécdota que repetimos en nuestros encuentros familiares todavía hoy. Un mal recuerdo de la época de los Salesianos eran los escalofriantes relatos que nos hacía escuchar el hermano Prefecto al acabar el día en la monumental iglesia del Colegio durante las llamadas Buenas Noches (evidentemente, para mí, eran Malas, Malas Noches). En esos relatos, encaminados indudablemente a fomentar la devoción y la piedad de los alumnos, aparecían difuntos que ardían en sus féretros porque de niños se habían olvidado de confesar un pecado mortal, personas que finalmente se ahogaban, en sus repetidos intentos de suicidarse arrojándose al río, tras desembarazarse del escapulario que llevaban al cuello, o algún mal hijo que, para ingresar en bandas de criminales, entregaba el corazón de su madre, como prueba de su perversidad, después de arrancárselo del pecho. Aún recuerdo con escalofríos el desenlace de esta última historia. El cruel hijo, con el corazón aún caliente de la madre entre sus manos, corre a entregárselo al jefe de la banda criminal, y en su carrera tropieza y cae en el camino; entonces se oye la voz de la madre que le dice angustiada: “¿Te has hecho daño, hijo mío?”

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